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Colleen McCullough: El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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Colleen McCullough El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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Tiraba torpemente de un gran nudo, cuando ocurrió la tragedia. Toda la cabellera se desprendió de golpe y quedó colgando, como un estropajo, de los dientes de la peineta. Sobre la lisa y ancha frente de Agnes, no había nada; ni cabeza, ni cráneo. Sólo un horrible y enorme agujero. Temblando aterrorizada, Meggie se inclinó para atisbar dentro de la caja craneana de la muñeca. Allí se distinguía vagamente el perfil invertido de las mejillas y del mentón; la luz se filtraba entre los labios entreabiertos y la negra silueta animal de los dientes, y, más arriba, estaban los ojos de Agnes, dos horribles bolitas atravesadas por un alambre cruelmente clavado en su cabeza.

Meggie langó un chillido agudo y fuerte, que no parecía infantil; tiró a Agnes a lo lejos y siguió gritando, tapándose la cara con las manos, estremecida y temblorosa. Entonces sintió que Frank le tiraba de los dedos y la tomaba en brazos y hacía que apoyase la cara en un lado de su cuello. Ella le abrazó y empezó a consolarse, y esta proximidad la calmó lo suficiente para advertir lo bien que olía él, a caballos, a sudor y a hierro.

Cuando se hubo tranquilizado, Frank hizo que se lo explicase todo; cogió la muñeca y contempló intrigado la cabeza vacía, tratando de recordar si su universo infantil se había visto atacado por tan extraños terrores. Pero sus fantasmas sólo eran de personas v de murmullos y de miradas frías. De la cara de su niadre, arrugada y desencajada, de su mano temblorosa asiendo la suya, de sus hombros caídos.

¿Qué había visto Meggie, para impresionarse tanto? Supuso que se habría asustado menos si la pobre Agnes hubiese sangrado al serle arrancados los cabellos. Sangrar era algo real; en la familia Cleary, alguien sangraba copiosamente, al menos una vez a la semana.

– ¡Sus ojos, sus ojos! -murmuró Meggie, negándose a mirar de nuevo la muñeca.

– Es una maravilla, Meggie -susurró él, hundiendo la cara en los cabellos de la niña, tan finos, tan espesos, tan llenos de color.

Necesitó media hora de arrumacos para conseguir que mirase a Agnes, y otra media hora para persuadirla de que echase un vistazo al cráneo perforado. Entonces, le enseñó cómo funcionaban los ojos, con qué cuidado habían sido colocados en su sitio, de modo que se abriesen y cerrasen fácilmente.

– Bueno, ya es hora de que vuelvas a casa -le dijo, levantándola y sujetando la muñeca entre los pechos de los dos-. Haremos que mamá la componga, ¿eh? Lavaremos y plancharemos su ropa, y volveremos a pegarle los cabellos. Yo te haré unos alfileres mejores con estas perlas, para que no puedan caerse y puedas peinarla como quieras.

Fiona Cleary estaba en la cocina, mondando patatas. Era guapa, muy rubia, de estatura ligeramente inferior a la mediana, pero de facciones más bien duras y severas; tenía una excelente figura y su cintura era delgada, a pesar de los seis hijos que había tenido. Llevaba un vestido de percal gris, con la falda rozando el inmaculado suelo y la parte delantera protegida por un gran delantal blanco almidonado, sujeto alrededor del cuello y atado atrás con un lazo rígido y perfecto. Desde que se levantaba hasta que se iba a dormir, vivía en la cocina y en el huerto de detrás de la casa, y sus recias botas negras trazaban un sendero circular desde la cocina al lavadero y al huerto y al tendedero, hasta volver a la cocina.

Dejó el cuchillo sobre la mesa y miró fijamente a Frank y a Meggie, frunciendo las comisuras de su linda boca.

– Meggie, dejé que te pusieras esta mañana tu mejor vestido de los domingos, con la condición de que no te lo ensuciaras. ¡Y mira cómo lo has puesto! ¡Estás hecha un asquito!

– No ha tenido ella la culpa, mamá -protestó Frank-. Jack y Hughie le quitaron la muñeca para ver cómo funcionaban los brazos y las piernas. Yo le prometí arreglársela y dejarla como nueva. Podemos hacerlo, ¿verdad?

– Vamos a ver -dijo Fee, alargando la mano para coger la muñeca.

Era una mujer callada, poco dada a la conversación espontánea. Nadie, ni siquiera su marido, sabía nunca lo que estaba pensando; dejaba en manos de éste la disciplina de sus hijos y hacía lo que él mandaba, sin quejas ni comentarios, a menos que las circunstancias fuesen muy extraordinarias. Meggie había oído murmurar a los chicos que le tenía tanto miedo a papá como ellos mismos; pero, si esto era verdad, sabía disimularlo bajo la capa de una tranquilidad impenetrable y ligeramente agria. Nunca reía, ni perdía los estribos jamás.

Terminada su inspección, dejó a Agnes sobre la mesa de la cocina, cerca del horno, y miró a Meggie.

– Mañana por la mañana le lavaré la ropa y la peinaré. Supongo que Frank podrá pegarle los cabellos esta noche, después del té, y darle un baño.

Sus frases eran prácticas, más que consoladoras. Meggie asintió con la cabeza, sonriendo vagamente; a veces, tenía unas ganas enormes de oír reír a su madre, pero ésta nunca lo hacía. Tenía la impresión de que las dos compartían algo especial que no tenían papá y los chicos, pero no podía adivinar lo que había detrás de aquella espalda rígida y de aquellos pies que nunca estaban quietos. Mamá movió distraídamente la cabeza y trasladó con habilidad la voluminosa falda del horno a la mesa, mientras seguía trabajando, trabajando, trabajando.

Lo que no advertía ninguno de los chicos, salvo Frank, era que Fee estaba siempre, irremediablemente, cansada. Había demasiadas cosas que hacer, poco dinero para hacerlas, y faltaba tiempo y sólo tenía dos manos. Esperaba con ilusión el día en que Meggie fuera lo bastante mayor para ayudarla; la niña hacía ya tareas sencillas, pero, a sus cuatro años recién cumplidos, difícilmente podía aliviar su carga. Había tenido seis hijos, y sólo uno de ellos, el menor, había sido niña. Todas sus amigas la compadecían y la envidiaban al mismo tiempo, pero esto no aligeraba su trabajo. En la cesta de costura había un montón de calcetines todavía sin zurcir; en las agujas de hacer punto había otro calcetín sin terminar, y a Hughie se le estaba quedando pequeño el jersey, y Jack no podía aún dejarle el suyo.

Padraic Cleary estaba en casa la semana del cumpleaños de Meggie, por pura casualidad. Era demasiado pronto para esquilar los corderos, y tenía algún trabajo de arado y de plantación en el lugar. Era esquilador de oficio, una ocupación de temporada que duraba desde mediados del verano hasta finales del invierno, después de lo cual llegaba la época de parir las ovejas. Generalmente, conseguía trabajo suficiente para aguantar la primavera y el primer mes del verano, ayudando en las parideras, arando o supliendo a algún granjero local en sus interminables ordeños dos veces al día. Donde había trabajo, allá iba él, dejando que su familia se las arreglase en el viejo caserón; un comportamiento menos duro de lo que podría parecer, pues, a menos que uno tuviese la suerte de poseer tierras propias, no podía hacer otra cosa.

Cuando llegó, un poco después de ponerse el sol, las lámparas estaban encendidas, y las sombras jugaban revoloteando en el alto techo. Los chicos, a excepción de Frank, -estaban en la galería de atrás jugando con una rana; Padraic sabía dónde estaba Frank, porque podía oír los golpes regulares del hacha en la dirección de la leñera. Se detuvo en la galería el tiempo justo para dar un puntapié en el trasero a Jack y agarrar a Bob de una oreja.

– Id a ayudar a Frank con la leña, pequeños haraganes. Y será mejor que estéis listos antes de que mamá ponga el té en la mesa, si no queréis que os despelleje y os tire de los pelos.

Saludó con la cabeza a Fiona, atareada en la cocina; no la besó ni la abrazó, pues consideraba que las manifestaciones de afecto entre marido y mujer sólo eran buenas en el dormitorio. Mientras se quitaba el barro de las botas con el atizador, llegó Meg-gie deslizándose sobre sus zapatillas, y él le hizo un guiño a la niña, sintiendo aquella extraña impresión de asombro que siempre experimentaba al verla. Era tan bonita, tenía unos cabellos tan hermosos… Le asió un rizo, lo estiró y lo soltó, sólo para ver cómo se retorcía y saltaba al caer de nuevo en su sitio. Después, levantó a la pequeña y fue a sentarse en la única silla colocada cerca del fuego. Meggie se acurrucó en sus piernas y le rodeó el cuello con los brazos, levantando la fresca carita hacia la de su padre, para el juego nocturno de ver filtrarse la luz a través de los cortos pelos de la rubia barba.

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