Colleen McCullough - El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino)

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El Pajaro Canta Hasta Morir (el Pajaro Espino): краткое содержание, описание и аннотация

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En la Australia casi salvaje de los primeros años delsiglo XX, se desarrolla una trama de pasión ytragedia que afecta a tres generaciones. Una historia de amor ¿la que viven Maggie y el sacerdote Ralph de Bricassart? que se convierte en renuncia, dolor y sufrimiento, y que marca el altoprecio de la ambición y de las convenciones sociales. Una novela que supuso un verdadero fenómeno y que ha alcanzado la categoría de los clásicos.

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Por la mañana, contemplaron, asombrados y hambrientos, un paisaje tan extraño que no habrían podido soñar con nada parecido en el mismo planeta al que-pertenecía Nueva Zelanda. También había onduladas colinas, pero éstas eran lo único que guardaba cierto parecido con su país. Todo era pardo y gris, ¡incluso los árboles! El sol había dado ya un tono de plata amarillenta a los trigales de invierno, que se extendían millas y más millas, doblándose y ondeando bajo el viento, salpicados de arbolitos altos, delgados y de hojas azuladas, y de polvorientos matorrales de arbustos tristes y grises. Los ojos estoicos de Fee observaban el escenario sin cambiar de expresión, pero la pobre Meggie tenía los suyos llenos de lágrimas. Era algo horrible, vasto y sin vallas, sin una pizca de verdor.

La fría noche se trocó en día abrasador, al subir el sol hacia su cénit, y el tren siguió avanzando ruidosamente, deteniéndose de vez en cuando en un pueblo lleno de bicicletas y de vehículos de tracción animal, pues, por lo visto, los automóviles eran aquí muy escasos. Paddy abrió las dos ventanillas, a pesar del hollín que entraba por ellas y se posaba en todas partes. Hacía tanto calor, que todos jadeaban, y su gruesa ropa neocelandesa de invierno se pegaba al cuerpo y escocía. Parecía imposible que, salvo en los antros infernales, pudiese hacer tanto calor en invierno.

Llegaron a Gillanbone cuando se ponía el sol. Una extraña y pequeña colección de destartalados edificios de madera y de plancha ondulada de hierro, que se levantaba a ambos lados de una calle ancha y polvorienta, sin árboles y triste. El sol abrasador había derramado una fina capa de barniz dorado sobre todas las cosas, y dado a la ciudad un fugaz esplendor que se desvaneció en cuanto ellos se colocaron en el andén y la miraron. Volvía a ser la típica colonia en la frontera del país de Irás y No Volverás, la última avanzada en el cinturón de humedad decreciente; no lejos de allí, hacia el Oeste, empezaban los casi cuatro mil kilómetros de tierras desiertas, donde no llovía nunca.,

Un lujoso coche negro esperaba en el patio de la estación, y un sacerdote avanzó tranquilamente a su encuentro, sobre una capa de polvo de varios centímetros de espesor. Su larga sotana le daba el aspecto de un personaje del pasado, como si no caminase sobre los pies como los hombres corrientes, sino deslizándose como en un sueño; el polvo se elevaba y giraba a su alrededor, teñido de rojo por el sol poniente.

– Hola. Soy el padre De Bricassart -se presentó, tendiendo la mano a Paddy-. Usted debe de ser el hermano de Mary, pues es su vivo retrato. -Se volvió a Fee y le besó la mano, sonriendo con verdadero asombro. Nadie podía distinguir a una dama con la rapidez del padre Ralph-. ¡Caramba, es usted guapísima! -dijo, como si fuese éste el comentario más natural en labios de un sacerdote, y después miró a los chicos, que estaban situados muy juntos.

Por fin, sus ojos se posaron un momento en Frank, con asombrosa curiosidad, y Frank, que cargaba con el pequeño, fue presentando a sus hermanos por orden decreciente de estatura. Detrás de éstos, Meggie miraba boquiabierta al cura, como si estuviese contemplando al mismo Dios. Sin parecer advertir que su delicada ropa se arrastraba sobre el polvo, pasó por delante de los chicos, se plantó frente a Meggie y la asió de los hombros, con manos firmes y amables.

– Bueno, ¿quién eres tú? -preguntó, sonriendo.

– Meggie -respondió ella.

– Se llama Meghann -gruñó Frank, a quien disgustaba aquel hombre apuesto y de imponente estatura.

– Mi nombre predilecto. Meghann. -Se irguió, pero asiendo a Meggie de la mano-. Será mejor que se queden en la rectoría esta noche -dijo, conduciendo a Meggie hacia el coche-. Les llevaré a Drog-heda por la mañana; está demasiado lejos, después de un viaje en tren desde Sydney.

Aparte del «Hotel Imperial», la iglesia, la escuela, el convento y la casa rectoral católicos, eran los únicos edificios de ladrillo de Gillanbone; incluso la gran escuela pública tenía que contentarse con una estructura de madera. Ahora que había caído la noche, el aire se había vuelto increíblemente frío; pero, en la sala de la rectoría, ardía una gran hogera de leña y un tentador olor a comida llegaba de alguna parte. El ama de llaves, una seca y vieja escocesa de sorprendente energía, fue de un lado a otro, mostrándoles sus habitaciones, charlando sin cesar con fuerte acento de las Highlands.

Acostumbrados a la reserva de mírame y no me toques de los curas de Wahine, la campechanía alegre y natural del padre Ralph chocó no poco a los Cleary Sólo Paddy correspondió a ella de buen grado, pues recordaba todavía el buen talante de los sacerdotes de su Galway nativa, y el afecto con que trataban a sus feligreses. Los demás comieron en silencio y echaron a correr escaleras arriba en cuanto pudieron, seguidos de mala gana por Paddy. Para él, su religión era calor y consuelo; en cambio, para el resto de su familia, era algo fundado en el temor, una norma imperativa, so pena de condenación.

Cuando se hubieron marchado, el padre Ralph se arrellanó en su sillón predilecto, de cara al fuego, fumando un cigarrillo y sonriendo. Pasó revista men talmente a los Cleary, tal como les había visto en el patio de la estación. El hombre, muy parecido a Mary» pero doblado bajo el peso de un trabajo duro y, sin duda alguna, carente de la malicia de su hermana; su cansada y bella esposa, que más bien parecía que hubiese debido apearse de un lando tirado por caballos blancos; el moreno y hosco Frank, de ojos negros, muy negros; los hijos, en su mayoría como el padre, aunque el más pequeño, Stuart, se pareciese mucho a la madre y sería un guapo mozo cuando fuera mayor; el pequeño, del que nada podía decirse aún; y Meggie. La niña más dulce y más adorable que jamás hubiese visto; sus cabellos, de un color indescriptible, ni rojos ni dorados, sino una mezcla perfecta de ambos tonos. Y sus ojos purísimos, de un gris plateado, como joyas fundidas. Se encogió de hombros, arrojó la colilla al fuego y se levantó. Por lo visto, se volvía imaginativo con los años. ¡Joyas fundidas! Sin duda el sol y la arena le hacían ver visiones.

Por la mañana, llevó a sus invitados a Drogheda, y, como se había acostumbrado ya al paisaje, le hacían mucha gracia los comentarios de ellos. La última colina estaba a trescientos kilómetros al Este; era la tierra de las llanuras negras, explicó él. Vastos pastizales, con muy pocos árboles, lisos como un tablero. Hacía tanto calor como el día anterior, pero el «Daimler» era mucho más cómodo que el tren para viajar en él. Y habían salido temprano, en ayunas, con los ornamentos del padre Ralph y el Santísimo Sacramento cuidadosamente guardado en una caja negra.

– ¡Los corderos están sucios! -se lamentó Meg-gie, contemplando los centenares de bultos rojizos que mordisqueaban la hierba.

– ¡Ah! Ya veo que hubiese debido elegir Nueva Zelanda -dijo el sacerdote-. Debe de ser como Irlanda, llena de lindos y blancos corderos.

– Sí; es como Irlanda en muchos aspectos -respondió Paddy, que simpatizaba mucho con el padre Ralph-. Tiene la misma hierba verde, tan hermosa. Pero es más salvaje, mucho menos amansada.

En aquel momento, un grupo de emús se plantó delante de ellos, y empezaron a correr, ligeros como el viento, agitando sus largas patas y con los cuellos estirados. Los niños gritaron y se echaron a reír, encantados de ver cómo unos pájaros gigantes corrían en vez de volar.

– Es una gran cosa no tener que apearme para abrir esas malditas puertas -dijo el padre Ralph, cuando se cerró la última detrás de ellos, y Bob, que le había prestado este servicio, volvió corriendo al coche.

Después de las impresiones que les había causado Australia con asombrosa rapidez, la mansión de Drogheda volvía a tener un matiz más parecido al de su tierra, con su graciosa fachada georgiana y sus wista-rias floridas y sus miles de rosales.

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