Colleen McCullough - Favoritos De La Fortuna

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Argumento: Desde el año 83 al 69 antes de Cristo, los principales acontecimientos de la historia de la antigua Roma en un fascinante mosaico novelesco que respeta escrupulosamente la verdad de los hechos, aunque narrándolos con la amenidad de la mejor de las novelas. En el relato aparecen numerosos personajes, pero el que tiene mayor protagonismo es un Julio César adolescente que consigue desembarazarse de sus obligaciones sacerdotales para demostrar a todos su extraordinaria inteligencia y su valor, que harán de él en el futuro un héroe celebérrimo de la historia romana. Las costumbres de la época, las estrategias bélicas, las intrigas políticas, los usos amatorios, etc., adquieren también gran importancia en esta novela, que constituye la tercera parte del gran ciclo de Colleen McCullough.

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Pompeyo seguía tratando de convencer a Varrón de que la única opción adecuada era acompañarle para unirse a Sila, pero aquel pequeñajo delgado y pedante, tan viejo de mentalidad por el simple hecho de haber pertenecido al Senado un par de años, continuaba resistiéndose.

– ¿De cuántas tropas dispone Sila? -inquirió Varrón.

– Cinco legiones de veteranos, seis mil soldados a caballo, algunos voluntarios macedonios y del Peloponeso y cinco cohortes de hispanos de ese cerdo estafador que es Marco Craso. Unos treinta y nueve mil soldados.

Era la respuesta que esperaba Varrón.

– Te lo repito, Magnus. ¡No seas chiquillo! -exclamó-. Acabo de ver en Ariminum a Carbón, acuartelado con ocho legiones y una importante fuerza de caballería, y aún no ha concluido el reclutamiento. Sólo en Campania hay otras dieciséis legiones. Cinna y Carbón llevan tres años reclutando tropas… ¡tienen ciento cincuenta mil hombres armados en Italia y la Galia itálica! ¿Cómo va a poder Sila hacerles frente?

– Sila se los comerá -replicó Pompeyo imperturbable-. Además, yo aportaré tres legiones de curtidos veteranos de mi padre. Los soldados de Carbón son niños de pecho.

– ¿De verdad que vas a poner en pie de guerra tu propio ejército?

– Así es.

– Magnus, ¡sólo tienes veintidós años! ¡No puedes esperar que los veteranos de tu padre se alisten!

– ¿Por qué no? -quiso saber Pompeyo muy sorprendido.

– Porque, para empezar, te faltan ocho años para poder entrar en el Senado, y veinte para el consulado. Pero aunque los soldados de tu padre estuvieran dispuestos a alistarse bajo tu mando, es ilegal pedírselo. Eres un particular, y los ciudadanos particulares no organizan ejércitos.

– El gobierno de Roma hace más de tres años que es ilegal -replicó Pompeyo-. Cinna ha sido cónsul cuatro veces, Carbón dos, Marco Gratiniano ha sido elegido pretor urbano dos veces, casi la mitad del Senado es ilegal, Apio Claudio se halla proscrito con su imperium intacto, Fimbria anda por Asia Menor firmando acuerdos con Mitrídates… ¡es de risa!

Varrón adoptó una actitud de mula obstinada, cosa no muy difícil para un sabino de la rosea rura, famosa por sus mulas.

– Hay que solucionarlo todo constitucionalmente -dijo.

Respuesta que provocó la carcajada de Pompeyo.

– ¡Oh, Varrón, te tengo en mucha estima, pero eres un empedernido irrealista! Si esto puede resolverse constitucionalmente, ¿por qué hay ciento cincuenta mil soldados en Italia y la Galia itálica?

Varrón volvió a hacer un gesto tajante, pero esta vez en signo de rendición.

– ¡Bien, de acuerdo! Voy contigo.

Una sonrisa beatífica surcó el rostro de Pompeyo, y, pasando el brazo por los hombros de Varrón, le llevó hacia el pasillo que conducía a sus aposentos.

– ¡Magnífico, magnífico! Así escribirás la historia de mis primeras campañas… Tú tienes mejor estilo que tu amigo Sisena. Soy el hombre más importante de nuestra época y merezco tener mi propio historiador.

– ¡Sí que debes de ser importante! -replicó Varrón-. Si no, ¿cómo ibas a tener el desparpajo de llamarte Magnus? ¡El Grande, a los veintidós años, cuando tu padre no había adoptado por sobrenombre más que la condición de sus ojos!

Pompeyo hizo caso omiso de la puya, atareado como estaba, dando instrucciones al mayordomo y al armero.

Finalmente, en el atrio pintado y dorado no quedaron más que Pompeyo y Antistia. él se llegó hasta ella.

– Mi gatita tonta, vas a resfriarte -dijo frunciendo el ceño y besándola con cariño-. Tesoro, vuelve a la cama.

– ¿No quieres que te ayude a hacer el equipaje? -preguntó ella en tono afligido.

– Lo harán mis hombres, pero puedes quedarte a verlo.

Esta vez alumbraba el camino un criado provisto de un enorme candelabro; Antistia se apretujó contra su esposo -sin dejar su lamparita- y fue con él hasta el cuarto en que guardaba las armas. Una impresionante colección compuesta por diez corazas distintas de oro, plata y hierro, con correas de cuero y phalerae, espadas y cascos colgados de las paredes, faldillas de tiras de cuero y diversas clases de perneras acolchadas.

– Ahora estáte quietecita ahí como un ratoncito bueno -dijo Pompeyo, levantando a su esposa como una pluma y sentándola encima de dos enormes arcas.

Y allí la dejaron. Pompeyo y sus criados fueron revisando todas las piezas, comentando si tendrían utilidad y convenía llevarlas. Y cuando Pompeyo hubo sacado cuanto necesitaba de los otros baúles, trasladó con toda displicencia a su esposa a otra atalaya para revolver en las arcas en que había estado sentada e ir entregando cosas a los esclavos, hablando tan feliz consigo mismo, que Antistia perdió cualquier esperanza de que fuera a echarla de menos; ni a ella, ni al hogar, ni a la vida civil. Desde luego que siempre había sabido que él se consideraba antes que nada y sobre todo un soldado, que despreciaba las ocupaciones más rutinarias de sus iguales, la retórica, la ley, el gobierno, las asambleas, las intrigas y los enredos de la política. ¡Cuántas veces no le habría oído decir que llegaría a la silla consular de marfil gracias a su espada y no con bellas palabras y frases vacuas! Ahí estaba ahora, llevándolo a la práctica: militar hijo de un militar, disponiéndose a ir a la guerra.

En cuanto el último esclavo salió cargado con un montón de artefactos, Antistia se deslizó del arcón y se puso delante de Pompeyo.

– Magnus, antes de que te marches, quiero hablarte -dijo.

Era evidente que su esposo consideraba aquel comentario como una pérdida de su precioso tiempo, pero le prestó atención.

– Bien, ¿de qué se trata?

– ¿Cuánto tiempo vas a estar fuera de casa?

– No tengo la menor idea -contestó él, gozoso.

– ¿Unos meses? ¿Un año?

– Meses, seguramente. Sila se comerá a Carbón.

– Pues me gustaría volver a Roma a vivir en casa de mi padre mientras estés ausente.

él meneó la cabeza, perplejo por la demanda.

– ¡Ni mucho menos! No pienso dejar que mi esposa ande por la Roma de Carbón mientras yo estoy luchando con Sila contra él. Tú te quedas aquí.

– Tus criados y otras gentes me detestan, y, no estando tú, me harán la vida imposible.

– ¡Tonterías! -contestó él, volviéndole la espalda.

Ella le detuvo poniéndose otra vez ante él.

– ¡Por favor, esposo mio, concédeme un momento! ¡Soy tu esposa!

– ¡De acuerdo, de acuerdo, Antistia! -exclamó él con un suspiro-. Di lo que tengas que decir, pero de prisa.

– No puedo quedarme aquí.

– Puedes quedarte y te quedarás -replicó él, balanceando el peso de una pierna a otra.

– Magnus… cuando tú no estás, aunque sólo sea unas horas, tus gentes me son hostiles. Nunca me he quejado porque eres amable conmigo y siempre has estado en casa, menos cuando fuiste a Ancona a ver a Cinna. Pero ahora que no hay otra mujer en tu casa, me encontraré muy sola. Sería mejor que volviese a casa de mi padre hasta que acabe la guerra; de verdad.

– Ni lo pienses. Tu padre es partidario de Carbón.

– No lo es. Es independiente.

Era la primera vez que le llevaba la contraria, que se le oponía, y a Pompeyo comenzó a agotársele la paciencia.

– Mira, Antistia, tengo otras cosas que hacer que estar aquí discutiendo contigo. Eres mi esposa y te quedas en mi casa.

– En la que tu mayordomo me desprecia y me deja a oscuras; en donde no tengo sirvientes propios y nadie me hace compañía -replicó ella, mostrándose tranquila y razonable, pero sintiendo ya pánico.

– ¡Son puras tonterías!

– Es verdad, Magnus. ¡Es verdad! No sé por qué todos me miran con desdén, pero es así.

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