Colleen McCullough - La nueva vida de Miss Bennet

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Las protagonistas de Orgullo y prejuicio, veinte años después. Mary, la pequeña de las hermanas Bennet, no quiere llevar una vida sujeta a las convenciones sociales: no contempla casarse, como han hecho sus hermanas, ni desea caer en la rutina de una existencia oscura e infeliz. Sin responsabilidades familiares, aprovechará su libertad para viajar y escribir un libro que denuncie la situación de los más desfavorecidos. Su peregrinaje será mucho más complicado de lo que ella nunca imaginó…
Para Gloria Bruni, compositora y diva. Una persona tan hermosa por dentro como por fuera.

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– ¿Angus? -dijo Lydia.

– Angus Sinclair, el editor del Westminster Chronicle . Lizzie dice que está enamorado de Mary.

– Jane… ¡no! ¿De verdad?

Las damas permanecieron en la casa durante una hora más, y luego se fueron con tiempo suficiente para llegar a Bingley Hall antes del atardecer; Elizabeth iba a quedarse allí aquella noche, porque le hacía mucha ilusión ver a los chicos, si no a Prissy.

– ¿Qué piensas de Lydia? -preguntó Jane mientras la calesa avanzaba a duras penas por una parte especialmente mala del camino.

– Estoy confusa… Parece que está mucho mejor tras estas cuatro semanas en Hemmings. Y no creo que vea visiones.

– A pesar de los barrotes.

– Sí. Pero lo que más me confunde, Jane, es cómo atacaste de ese modo a la señorita Maplethorpe. ¡Es impropio de ti!

– Fue la mirada que le lanzó a Lydia apenas entramos -dijo Jane. Tú estabas sentada un poco de lado, así que tu interpretación de la mirada no puede ser igual que la mía. Lo que yo vi fue mofa y desprecio.

– ¡Qué extraño…! -exclamó Elizabeth-. Sus modales eran en todo tal y como uno podría esperarlos, Jane. Como los de una dama.

– Estoy convencida de que esto es una farsa, Lizzie. No creo que esa mujer haya visto siquiera un manicomio. -Jane prorrumpió de repente en una alegre risa-. ¡Mirry Mu! ¡No me digas que eso no es propio de la Lydia de los viejos tiempos, cuando vivíamos en Longbourn!

– Estoy segura de que Matthew Spottiswoode y su agencia de contrataciones de York tendrán algo que decir en este asunto de la señorita Maplethorpe.

– Entonces, debemos hacerle una visita, Lizzie.

Cuando Elizabeth regresó a Pemberley, hizo algo que no había hecho jamás; ordenó que acudiera a su presencia Edward Skinner, el cual, según dijo Parmenter, se encontraba en la casa.

Su conversación tuvo mal principio, de todos modos, porque Ned tardó una hora en presentarse. Elizabeth le echó en cara su tardanza, y con palabras gruesas.

– Le ruego que me perdone, señora Darcy, pero estaba ocupado en unos trabajos en las cuadras cuando me hicieron llegar su aviso y mi aspecto no era muy respetable… -lo dijo sin vestigio alguno de disculpa en su voz.

– Comprendo. ¿Qué sabe usted de la señorita Mirabelle Maplethorpe?

– ¿Quién…?

– La señora de compañía de la señora Wickham en Hemmings.

Ned levantó las cejas.

– ¡Ah, ella…! Sólo la he visto una vez en mi vida, y no creo si quiera que me dijera su nombre.

– En ese caso, ¿tan poco la conoce?

– Prácticamente nada, señora. El señor Spottiswoode la conoce mejor.

– Entonces, me dirigiré al señor Spottiswoode.

– Sí, eso sería lo mejor, señora.

– Lleva usted en Pemberley más tiempo que yo, así que supongo que está al tanto de que es un hervidero de cotilleos. ¿Hay algún rumor acerca de la señorita Maplethorpe?

– Lo único que se dice es que el señor Spottiswoode tuvo mucha suerte al dar con ella.

– Gracias, señor Skinner. Puede irse.

«Y yo no he conseguido tener ni un solo amigo aquí», pensó Elizabeth. «¿Por qué Fitz apreciará tanto a este hombre?».

Elizabeth fue en busca de Matthew Spottiswoode, un asunto fácil, puesto que nunca abandonaba su mesa a menos que fuera acompañado de un Darcy. Elizabeth tenía tanta confianza en él como desconfianza en Ned Skinner, y en ningún caso creía que hubiera cometido ninguna maldad en el asunto de contratar a una acompañante para Lydia. Sólo la peculiar reacción de Jane hacia aquella mujer la había empujado a hacer indagaciones, porque Jane era la criatura menos suspicaz del mundo. Desde luego, Elizabeth podría haber acudido a Fitz, pero su esposo era su último recurso. No podían encontrarse en aquellos días, al parecer, sin que se enzarzaran en una discusión y, dado que Lydia lo había insultado tan groseramente, con toda seguridad su marido no recibiría de buen grado las preguntas sobre su hermana mayor. Además, Lydia le estaba costando una buena cantidad de dinero.

– Matthew -dijo, entrando en la oficina del administrador Spottiswoode-, dime… ¿qué sabes de la señorita Mirabelle Maplethorpe?

Matthew Spottiswoode, un hombre a punto de cerrar la cincuentena, había pasado toda su vida al servicio de los Darcy de Pemberley. Primero, al servicio del padre de Fitz, en calidad de ayudante del administrador, y luego al servicio del propio Fitz, primero como ayudante del administrador y luego, tras un ascenso, como gerente de la dicha administración de Pemberley. Su educación tenía algunas lagunas, aunque estaba perfectamente preparado para su trabajo, y era brillante en aritmética, escribía con una caligrafía exquisita, mantenía en estado perfecto de revista los libros de cuentas y tenía esa clase de cerebro que va almacenando los acontecimientos de tal modo que puede sacarlos a colación nuevamente cuando se necesitan. Era un hombre felizmente casado que vivía en la propiedad y tenía la dicha de ver a todos sus hijos trabajando al servicio de Pemberley.

– ¿La dama que está cuidando de la señora Wickham? -preguntó entonces el señor Spottiswoode, sin que al parecer le costara en absoluto identificarla.

– La misma. El señor Skinner me ha recomendado que viniera a verte…

– Sí, yo la contraté a través de una agencia de empleo de señoritas en York; una agencia con la que suelo trabajar… La agencia de la señorita Scrimpton. -El señor Spottiswoode observó a su señora con perspicacia-. Fue un trabajo muy precipitado, pero tuve muchísima suerte, señora Darcy. La agencia acababa de aceptar a la señorita Maplethorpe en su listado de candidatas a optar a estos trabajos. Y como el señor Darcy estaba muy preocupado por que la señora Wickham hallara acomodo de inmediato en Hemmings, examiné atentamente las recomendaciones de la señorita Maplethorpe y me parecieron tan adecuadas a nuestras necesidades que no consideré necesario buscar más. De todos modos, la señorita Scrimpton no tenía otra señora en su listado ni siquiera remotamente adecuada.

– ¿Y qué me puedes decir de sus recomendaciones, Matthew?

– Bueno, tenía cartas de recomendación de personas como sir Meter Oersted, del vizconde Hansbury, de la señora Bassington-Smyth y de lord Summerton. Sus últimos trabajos habían sido, primero durante muchos años, el manicomio de Broadmoor, donde supervisaba a las internas y a sus cuidadoras. ¡Unas credenciales excepcionales! Su segundo lugar de trabajo se encontraba en el este de Yorkshire, donde había estado cuidando a un familiar del marqués de Ripon. La paciente era una dama, y acababa de morir. Las personas que le entregaron esas cartas de recomendación habían sufrido la desgracia de tener a parientes ingresados en el manicomio. -El hombre carraspeó a modo de disculpa-. Usted comprenderá, señora Darcy, que las recomendaciones de estas personas, teniendo parientes perturbados, eran particularmente interesantes en nuestro caso… No creí que fuera educado molestarles para comprobarlo, porque sus cartas eran auténticas, eso se lo aseguro yo.

– Comprendo. Gracias, Matthew.

En fin, así se sustanció todo. La señorita Maplethorpe quedó libre de toda sospecha. Jane debió de haber imaginado aquella mirada… o, más probablemente, Lydia habría sido insufriblemente desagradable con la pobre señora y no se había ganado precisamente su simpatía.

La ruidosa alegría procedente de la sala de estudios consiguió arrancarle una sonrisa a Elizabeth; abrió la puerta y encontró a Owen tomando el té con las niñas, y se preguntó si el joven habría sucumbido a los encantos de Georgie. Pero si así era, y esto lo pensó más tarde, Owen lo estaba disimulando perfectamente, tan perfectamente que podría decirse que era un taimado, y ella no creía que el joven fuera taimado. La verdadera razón que se ocultaba tras aquellas visitas, Elizabeth se dio cuenta de ello, era la lástima. ¡En fin, algo había que hacer, y no importaba lo que Fitz dijera! Puede que Owen no corriera peligro de enamorarse, pero las chicas tenían tan poca experiencia en la vida que nadie podría asegurar lo mismo respecto a ellas. Por ejemplo, era evidente que Susie se derretía cuando Owen la miraba, y Anne no iba por mucho mejor camino.

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