Vicente Blasco Ibáñez - Los muertos mandan
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¡Qué hermosa todavía, a pesar de sus amputaciones y su vejez!…
La piedra del zócalo, agujereada y combada hacia dentro por el roce de personas y carruajes, estaba partida por varios tragaluces con rejas a ras del suelo. La parte baja del palacio mostrábase roída, lacerada y polvorienta, como unos pies que hubiesen caminado durante siglos.
A partir del entresuelo, piso con entrada independiente, que había sido alquilado a un almacenista de drogas, comenzaba a desarrollarse el esplendor señorial de la fachada. Tres ventanales al nivel del arco del portalón, divididos por dobles columnas, mostraban sus marcos de mármol negro finamente trabajado. Los pétreos cardos trepaban por las columnas que sostenían las cornisas, y sobre estas últimas campeaban tres grandes medallones: el del centro con el busto del Emperador y la inscripción Dominus Carolus Imperator 1541 , recuerdo de su paso por Mallorca para la infortunada expedición de Argel; los de los lados ostentando las armas de los Febrer, sostenidos por peces con barbudas cabezas de hombre. En las grandes ventanas del primer piso trepaban por jambas y cornisas unas guirnaldas formadas con anclas y delfines, testimonio de las glorias de esta familia de navegantes. Sobre sus remates abríanse enormes conchas. En la parte más alta de la fachada extendíase una fila compacta de ventanillas con adornos góticos, unas tapiadas, otras abiertas para dar luz y aire a los desvanes, y sobre ellas el alero monumental, el alero grandioso, como sólo se encuentra en los palacios de Mallorca, extendiendo hasta el promedio de la calle su ensamblaje de maderos tallados, ennegrecidos por el tiempo y sostenidos por vigorosas gárgolas.
Por toda la fachada extendíanse, formando cuadriláteros, listones de madera carcomida con clavos y abrazaderas de hierro oxidado. Eran restos de las grandes iluminaciones con que la casa conmemoraba ciertas fiestas en sus tiempos de esplendor.
Jaime pareció satisfecho de este examen. Aún era hermoso el palacio de sus abuelos, a pesar de las ventanas faltas de cristales, del polvo y las telarañas amontonados en los huecos, de los desgarrones que los siglos habían abierto en su revoque. Cuando él se casase y la fortuna del viejo Valls pasara a sus manos, iban todos a asombrarse de la magnífica resurrección de los Febrer. ¿Y aún se escandalizaban algunos de su resolución y sentía él ciertos escrúpulos?… ¡Adelante!
Se dirigió hacia el Borne, ancha avenida que es el centro de Palma, antiguo torrente que en otros tiempos separaba la ciudad en dos villas y dos bandos enemigos: Can Amunt y Can Avall . Allí encontraría un coche que le llevase a Valldemosa.
Al entrar en el Borne atrajo su atención la inmovilidad de varios paseantes que bajo la sombra de los copudos árboles contemplaban a unos campesinos detenidos ante el escaparate de una tienda. Febrer reconoció sus trajes, distintos de los usados por los payeses de la isla. Eran ibicencos… ¡Ah, Ibiza! El nombre de esta isla evocaba el recuerdo de un año remoto de su adolescencia pasado allá. Al ver a aquellas gentes que hacían sonreír a los mallorquines como si fuesen extranjeros, Jaime sonrió también, mirando con interés sus trajes y figuras.
Eran, indudablemente, un padre con su hija y su hijo. El campesino calzaba alpargatas blancas, sobre las que caía la ancha campana de un pantalón de pana azul. Su chaqueta-blusa iba sujeta sobre el pecho con un broche, dejando ver la camisa y la faja. Un mantón obscuro de mujer descansaba sobre sus hombros como un chal, y para completar este atavío semifemenil, que contrastaba con sus facciones duras y morenas de moro, llevaba bajo el sombrero un pañuelo anudado en el mentón, con las puntas colgando sobre la espalda. El hijo, que parecía tener catorce años, iba vestido como él, con el mismo pantalón estrecho de pierna y amplio de campana, pero sin el mantón ni el pañuelo. Un lazo de color de rosa pendía sobre su pecho a guisa de corbata, un ramito de hierbas asomaba a una de sus orejas, y el sombrero de cinta bordada a flores echado sobre el cogote dejaba en libertad una onda de rizos cayendo sobre el rostro moreno, enjuto, malicioso, animado por la luz de unos ojos africanos, de intensa negrura.
La muchacha era la que llamaba más la atención, con su falda verde de menudos pliegues, bajo la cual se adivinaba la presencia de otras faldas, hinchado globo de varias envolturas que parecía empequeñecer aún más los pies finos y graciosos encerrados en blancas alpargatas. El pecho ocultaba sus contornos salientes bajo un mantoncillo amarillento con flores rojas. De éste surgían unas mangas de terciopelo de distinto color que el jubón, adornadas con doble fila de botones de filigrana, obra de los plateros chuetas . Una triple cadena de oro deslumbrante, rematada por una cruz, partía su pecho, pero con eslabones tan enormes, que a no ser huecos la hubiesen agobiado bajo su pesadumbre. El pelo negro separábase en dos crenchas sobre la frente y se perdía bajo un pañuelo blanco anudado en el mentón, volviendo a surgir atrás en forma de trenza larga y enorme, con adorno de cintas multicolores que tocaban el borde de la falda.
La muchacha, con una cestilla al brazo, permanecía inmóvil en el borde de la acera, admirando las altas casas y las terrazas de los cafés. Era blanca y sonrosada, sin la rudeza cobriza y dura de las hembras del campo. Tenía en sus facciones una delicadeza de monja aristocrática y bien cuidada, una pálida suavidad, animada por el reflejo luminoso de la dentadura y el tímido brillo de sus ojos bajo el pañuelo semejante a una toca monástica.
Jaime, por una curiosidad instintiva, se aproximó al padre y al hijo, vueltos de espaldas a la muchacha y enfrascados en la contemplación del escaparate. Era una tienda de armas. Los dos ibicencos examinaban una por una todas las expuestas, con ojos ardientes y gestos de devoción, cual si adorasen ídolos milagrosos. El muchacho avanzaba su cabeza de pequeño moro, como si pretendiese introducirla por el cristal.
– Fluxas… ¡Pare, fluxas! —exclamaba con la sorpresa del que encuentra un amigo inesperado, señalando a su padre unos pistolones Lefaucheux.
Pero la admiración de los dos era para las armas desconocidas, que les parecían maravillosas obras de arte: para las escopetas sin llaves visibles, las carabinas de repetición y las pistolas con depósito, que podían hacer seguidamente muchos disparos. ¡Lo que inventan los hombres! ¡Lo que gozan los ricos!… Aquellas armas inmóviles les parecían seres vivientes, con un alma maligna y un poder sin límites. Debían matar solas, sin que su dueño se tomase el trabajo de apuntar.
La imagen de Febrer reflejándose en el cristal hizo volver al padre la cabeza rápidamente.
– ¡Don Chaume!… ¡Ay, don Chaume!
Tal fue el aturdimiento de su sorpresa y tan grande su alegría, que, agarrando las manos de Febrer, faltó poco para que se arrodillase al mismo tiempo que hablaba tembloroso. Estaban entreteniéndose en el Borne para ir a casa de don Jaime cuando éste se hubiese levantado. Ya sabía él que los señores se acuestan tarde. ¡Qué felicidad verle!… ¡Aquí los atlots , y que mirasen bien al señor! Era don Jaime: era el amo. Diez años que no le había visto, pero lo mismo le hubiese reconocido entre mil personas.
Febrer, desconcertado por las vehemencias cariñosas del payés y la curiosidad respetuosa de sus dos hijos, plantados ante él, no acertaba a coordinar sus recuerdos. El buen hombre adivinó este olvido en su mirada indecisa. ¿De veras que no le reconocía? Pep Arabi, de Ibiza… Pero esto mismo no decía gran cosa, pues en la isla sólo existen seis o siete apellidos, y Arabi eran una cuarta parte de sus habitantes. Se explicaría mejor. Pep de Can Mallorquí.
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