Vicente Blasco Ibáñez - Los muertos mandan
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El amor era una cosa hermosa, pero no indispensable en el matrimonio ni en la existencia. Lo importante era escoger una buena compañera para el resto del viaje; acomodarse bien en los asientos de la vida; arreglar el paso de los dos a un mismo ritmo, para que no hubiesen saltos ni encontronazos; dominar los nervios y que la piel no se repeliese en el contacto de la existencia común; poder dormir como buenos camaradas, con mutuo respeto, sin herirse con las rodillas ni meterse los codos en los costillares… Él esperaba encontrar todo esto, dándose por contento.
Valldemosa se presentó de pronto a su vista sobre la cumbre de una colina rodeada de montañas. La torre de la Cartuja, con adornos de azulejos verdes, elevábase sobre la frondosidad de los jardines de las celdas.
Febrer vio un carruaje inmóvil en una revuelta del camino. Un hombre descendió de él, moviendo los brazos para que el cochero de Jaime detuviese sus bestias. Luego abrió la portezuela y subió riendo, para sentarse al lado de Febrer.
–¡Hola, capitán!—dijo éste con extrañeza.
–No me esperabas, ¿eh?… También soy del almuerzo; me convido yo mismo. ¡Qué sorpresa va a tener mi hermano!…
Jaime estrechó su diestra. Era uno de sus más leales amigos: el capitán Pablo Valls.
III
Pablo Valls era conocido en toda Palma. Cuando tomaba asiento en la terraza de un café del Borne formábase en torno de él un apretado círculo de oyentes, que sonreían ante sus ademanes enérgicos y su voz ruidosa, incapaz de sonar en tono discreto.
–Yo soy chueta , ¿y qué?… ¡Judío de lo más judío! Todos los de mi familia procedemos de «la calle». Cuando yo mandaba el Roger de Launa , una vez que estuve en Argel me detuve a la puerta de la sinagoga, y un viejo, luego de mirarme, dijo: «Tú puedes pasar: tú eres de los nuestros.» Y yo le di la mano y contesté: «Gracias, correligionario.»
Los oyentes reían, y el capitán Valls, declarando a gritos su calidad de chueta , miraba a todas partes como si desafíase a las casas, a las personas, al alma de la isla, hostil a su raza por un odio absurdo de siglos.
Su rostro delataba su origen. Las patillas rubias y canosas, unidas por un bigote corto, revelaban al marino retirado de la navegación; pero sobre estos adornos capilares resaltaba su perfil semita, su curva y pesada nariz, su mentón saliente y unos ojos de párpados prolongados, con pupilas de ámbar o de oro, según era la luz, en las que parecían flotar algunos puntos de color de tabaco.
Había navegado mucho; había vivido largas temporadas en Inglaterra y los Estados Unidos, y de la permanencia en estas tierras de libertad, insensibles a los odios religiosos, traía una franqueza belicosa que le impulsaba a desafiar las preocupaciones de la isla, tranquila e inmóvil en su estancamiento. Los otros chuetas , atemorizados por varios siglos de persecución y menosprecio, ocultaban su origen o procuraban hacerlo olvidar con su mansedumbre. El capitán Valls aprovechaba todas las ocasiones para hablar de él, ostentándolo como un título de nobleza, como un reto que lanzaba a la general preocupación.
–Soy judío, ¿y qué?…—seguía gritando—. Correligionario de Jesús, de San Pablo y otros santos a los que se venera en los altares. Los butifarras hablan con orgullo de sus abuelos, que datan casi de ayer. Yo soy más noble, más antiguo. Mis ascendientes fueron los patriarcas de la Biblia.
Luego, indignándose contra las preocupaciones que se habían ensañado en su raza, volvíase agresivo.
–En España—decía gravemente—no hay cristiano que pueda levantar el dedo. Todos somos nietos de judíos o de moros. Y el que no… el que no…
Aquí se detenía, y tras una breve pausa afirmaba con resolución:
–Y el que no, es nieto de fraile.
En la Península no se conoce el odio tradicional al judío que aún separa la población de Mallorca en dos castas. Pablo Valls se enfurecía hablando de su patria. No existían en ella judíos de religión. Hacía siglos que había quedado disuelta la última sinagoga. Todos se habían convertido en masa, y los rebeldes fueron quemados por la Inquisición. Los chuetas de ahora eran los católicos más fervorosos de Mallorca, llevando a sus creencias un fanatismo semita. Rezaban en alta voz, hacían sacerdotes a sus hijos, buscaban influencias para meter a sus hijas en los conventos, figuraban como gente de dinero entre los partidarios de las ideas más conservadoras, y sin embargo pesaba sobre sus personas la misma antipatía que en otros siglos, y vivían aislados, sin que ninguna clase social quisiera aliarse con ellos.
–Cuatrocientos cincuenta años llevamos en el cogote el agua del bautismo—seguía vociferando el capitán Valls—, y somos aún los malditos, los réprobos, como antes de la conversión. ¿No tiene gracia esto?… «¡Los chuetas ! ¡Cuidado con ellos! ¡Mala gente!…» En Mallorca hay dos catolicismos: uno para los nuestros y otro para los demás.
Luego, con un odio en el que parecían concentradas todas la persecuciones, decía el marino, refiriéndose a sus hermanos de raza:
–Bien empleado les está, por cobardes, por tener demasiado amor a la isla, a esta Roqueta en la que hemos nacido. Por no abandonarla se hicieron cristianos, y hoy que lo son de veras les pagan a coces. De seguir judíos, esparciéndose por el mundo como lo hicieron otros, tal vez serían a estas horas personajes y banqueros de reyes, en vez de estar en las tiendecitas de «la calle» fabricando bolsillos de plata.
Escéptico en materias religiosas, despreciaba o atacaba a todos: a los judíos fieles a sus antiguas creencias, a los conversos, a los católicos, a los musulmanes, con los que había vivido en sus viajes a las costas de África y en las escalas de Asia Menor. Otras veces sentíase dominado por una ternura atávica, mostrando cierto respeto religioso hacia su raza.
Él era semita: lo declaraba con orgullo golpeándose el pecho. «El primer pueblo del mundo.»
–Éramos unos piojosos muertos de hambre cuando vivíamos en Asia, porque allí no había con quién hacer comercio ni a quién prestar dinero. Pero nadie más que nosotros ha dado al rebaño humano sus pastores actuales, que aún serán por muchos siglos los amos de los hombres. Moisés, Jesús y Mahoma son de mi tierra… Qué tres socios de fuerza, ¿eh, caballeros? Y ahora hemos dado al mundo un cuarto profeta, también de nuestra raza y nuestra sangre, sólo que éste tiene dos caras y dos nombres. Por un lado se llama Rothschild, y es el capitán de todos los que guardan el dinero; por otro lado se llama Carlos Marx, y es el apóstol de los que quieren quitárselo a los ricos.
La historia de su raza en la isla la condensaba Valls a su modo en breves palabras. Los judíos eran muchos, muchísimos, en otros tiempos. Casi todo el comercio estaba en sus manos; gran parte de las naves eran suyas. Los Febrer y otros potentados cristianos no tenían reparo en asociarse con ellos. Los tiempos antiguos podían llamarse de libertad; la persecución y la barbarie eran relativamente modernas. Judíos eran los tesoreros de los reyes, los médicos y otros cortesanos en las monarquías medioevales de la Península.—Al iniciarse los odios religiosos, los hebreos más ricos y astutos de la isla habían sabido convertirse a tiempo, voluntariamente, fundiéndose con las familias del país y haciendo olvidar su origen. Estos católicos nuevos eran los que después, con el fervor del neófito, habían azuzado la persecución contra sus antiguos hermanos. Los chuetas de ahora, los únicos mallorquines de origen judío conocido, eran los descendientes de los últimos convertidos, los nietos de las familias en las que se había ensañado la Inquisición.
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