Array Array - Cuentos de mujeres infieles

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Los Lorry eran una antigua familia de Minneapolis que con la guerra había sufrido algunos reveses económicos. A la señora Lorry, contemporánea de Tom, no le sorprendió que enviara orquídeas para la madre y la hija y les ofreciera en su apartamento una espléndida cena, con caviar fresco, codornices y champán. Annie apenas reparó en él–a Tom le faltaba vivacidad, o así ven los jóvenes a los mayores-, pero no le pasó desapercibido el interés de Tom, y para él representó el tradicional ritual de la belleza juvenil: sonrisas, buenos modales, miradas con los ojos desmesuradamente abiertos cuando él hablaba, poses de perfil a la luz oportuna de las lámparas. En la fiesta bailaron juntos dos veces y, aunque los amigos le gastaron bromas, Annie se sintió halagada por el

hecho de que semejante hombre de mundo —en eso se había convertido Tom, y no en un simple anciano–la eligiera como pareja. Y aceptó su invitación al concierto de la semana siguiente, pues pensaba que rehusar hubiera sido una grosería.

Y hubo más «amables invitaciones» como aquélla. Sentada a su lado, Annie dormitaba a la tibia sombra de Brahms y pensaba en Randy Cambell y en otras nebulosidades románticas que quizás aparecieran en el futuro. Y una tarde en la que por azar se sentía melosa provocó deliberadamente a Tom para que la besara camino de casa, pero apenas pudo contener la risa cuando le cogió las manos y le dijo apasionadamente que se estaba enamorando de ella.

— ¿Cómo puede… ? — protestó-. No debería decir esos disparates. Voy a tener que dejar de salir con usted, y entonces lo lamentará.

Días después, mientras Tom la esperaba en el coche, su madre le preguntó: — ¿Quién es, Annie? — El señor Squires.

— Cierra la puerta un momento. Estás saliendo demasiado con él.

— ¿Y por qué no voy a salir?

— Porque tiene cincuenta años, cariño.

— Pero, mamá, si no queda nadie en la ciudad.

— Pues que no se te ocurra hacer ninguna tontería con el señor Squires.

— No te preocupes. En realidad, me aburre mortalmente casi siempre–de repente tomó una decisión-: No voy a salir más con él. Pero esta tarde no me queda otro remedio.

Y aquella noche, a la puerta de su casa, entre los brazos de Randy Cambell, ya no existían Tom y su beso.

— Dios mío, cómo te quiero–murmuró Randy-. Dame otro beso.

Las mejillas frías y los labios tibios se encontraron en la oscuridad vivificadora, y, al ver la luna helada por encima del hombro de Randy, Annie tuvo la certeza de que aquél era su hombre y, atrayendo su cara, volvió a besarlo, temblando de emoción.

— ¿Cuándo nos casamos? —murmuró Randy.

— ¿Cuándo tendrás…? ¿Cuándo tendremos dinero?

— ¿No podrías anunciar nuestro compromiso? Si supieras lo triste que es saber que has salido con otro y después abrazarte y besarte…

— Pides demasiado, Randy.

— Es tan terrible la despedida… ¿No puedo entrar un momento? — Sí.

Sentados cerca, muy juntos, en éxtasis ante el fuego que agonizaba, no sabían que su destino común estaba siendo decidido fríamente por un hombre de cincuenta años que meditaba en una bañera caliente a pocas manzanas de distancia.

II

Tom Squires había deducido aquella tarde, por la actitud exageradamente amable y despegada de Annie, que había dejado de interesarle. Se había prometido que, ante semejante eventualidad, abandonaría el asunto, pero ahora se daba cuenta de que no tenía ánimo suficiente. No quería casarse con ella; sólo quería verla, pasar de vez en cuando un rato juntos; y, hasta aquel beso dulcemente fortuito, casi ardiente y a la vez completamente desapasionado, renunciar a ella hubiera sido fácil, porque ya había pasado la edad romántica; aunque desde aquel beso, siempre que pensaba en Annie se le desbocaba el corazón.

«Pero ya es hora de que renuncie», se decía. «A mi edad no tengo ningún derecho a inmiscuirme en su vida.»

Se secó con la toalla, se peinó ante el espejo y, al dejar el peine en la repisa, se dijo tajantemente: «Está decidido». Y, después de leer una hora, apagó la lámpara y dijo en voz alta:

— Está decidido.

En otras palabras: no estaba decidido en absoluto. No se podía terminar con Annie Lorry con el clic de un interruptor, como se cierra un trato comercial golpeando un lápiz contra la mesa.

«Voy a seguir adelante, un poco más», se dijo a eso de las cuatro y media. Y, tras llegar a esta conclusión, dio media vuelta y se durmió.

Por la mañana Annie parecía algo más lejos, pero a las cuatro de la tarde volvía a estar en todas partes: el teléfono existía para que la llamara, los pasos de una mujer que pasaba cerca de su despacho eran los pasos de Annie, la nieve que caía al otro lado de la ventana quizás en aquel momento le rozaba la cara.

«Siempre queda la posibilidad que se me ocurrió anoche», se dijo. «Dentro de diez años habré cumplido los sesenta, y entonces se habrán acabado para siempre la juventud y la belleza.»

Con algo parecido al pánico cogió un papel y redactó, eligiendo cuidadosamente las frases, una carta para la madre de Annie, en la que le pedía permiso para cortejar a su hija. Él mismo fue a echar la carta, pero, antes de que se deslizara en el buzón, la rompió y tiró los trozos a una escupidera.

«A mi edad no puedo recurrir a semejantes triquiñuelas», se dijo. Pero se felicitó demasiado pronto, pues volvió a escribir la carta y la envió aquella misma noche, antes de dejar el despacho.

Al día siguiente llegó la respuesta que esperaba: podía adivinar las palabras exactas antes de abrirla. Era una negativa breve e indignada.

Terminaba así:

Creo que lo mejor es que usted y mi hija no vuelvan a verse. Le saluda atentamente, MABEL TOLLMAN LORRY

«Y ahora», pensó Tom con frialdad, «veremos lo que dice la chica».

Escribió una nota a Annie. La carta de su madre lo había sorprendido, decía, pero quizá fuera mejor que no volvieran a verse, en vista de la actitud de su madre.

A vuelta de correo llegó la desafiante respuesta de Annie a la prohibición de su madre. «No estamos en la Edad Media. Te veré cuando me dé la gana.» Y fijaba una cita para la tarde siguiente. La torpeza de la madre producía lo que él no había podido lograr; pues, si Annie había estado a pumo de deshacerse de él, ahora estaba decidida a ni siquiera planteárselo. Y la clandestinidad engendrada por la desaprobación de la familia le añadió al asunto la emoción que le faltaba. Cuando en febrero cuajó el invierno profundo, solemne e inacabable, seguían viéndose con frecuencia, y de otra manera. A veces iban en coche a Saint Paúl a ver una película o a cenar; a veces aparcaban en un paseo, mientras una implacable aguanieve esmerilaba el parabrisas hasta volverlo opaco y cubría de armiño los faros. A menudo Tom llevaba alguna bebida: lo suficiente para ponerla un poco alegre, pero nada más; pues con emociones de otro tipo se mezclaba cierto paternalismo.

Poniendo las cartas sobre la mesa, Tom llegó a decirle que había sido su madre la que involuntariamente la había empujado hacia él, pero Annie sólo se rió de aquella doblez suya.

Con él se lo estaba pasando mejor que con cuantos había conocido hasta entonces. En lugar de las exigencias egoístas de un hombre más joven, Tom le demostraba una consideración inagotable. Qué importaba que tuviera los ojos cansados y las mejillas apergaminadas y llenas de venas, si su voluntad era viril y fuerte. Su experiencia era además una ventana que daba a un mundo más ancho y más rico; y, al día siguiente, con Randy Cambell, se sentiría menos protegida, menos valorada, menos singular.

Ahora era Tom el que se sentía vagamente insatisfecho. Tenía lo que quería–la juventud de Annie a su lado-, y tenía la impresión de que ir más lejos sería un error. La libertad era preciosa para él, y a Annie sólo podría ofrecerle una docena de años antes de convertirse en un viejo, pero también Annie había llegado a serle preciosa, y era consciente de que aquel dejarse llevar por los acontecimientos no estaba bien. Entonces, un día de finales de febrero, el asunto se resolvió sin más.

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