Мигель Сервантес Сааведра - Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha

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Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский / Don Quijote de la Mancha: краткое содержание, описание и аннотация

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«Хитроумный идальго Дон Кихот Ламанчский» – знаменитый роман Мигеля де Сервантеса, написанный в начале XVII века. Без сомнения, приключения Рыцаря печального образа и его верного оруженосца Санчо Пансы известны каждому, кто заинтересован в испанском языке и культуре. Данное издание позволит читателю познакомиться с обеими частями великого произведения в оригинале.
Книга сокращена и адаптирована в соответствии с нормами современного испанского языка; в тексте сохранена сюжетная линия и все особенности яркого языка автора. Cноски поясняют сложные моменты, пословицы и реалии, а в конце книги вы найдете краткий словарь.
Предназначается для продолжающих изучать испанский язык (уровень 4 – для продолжающих верхней ступени).

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Capítulo XXII

Don Quijote quiere saber la respuesta de Dulcinea a su carta

Mientras caminaban, Dorotea contó a don Quijote la imaginada historia de su reino y las desgracias que le trajo el famoso gigante. Relató también cómo su padre le había descrito al caballero que debía remediar sus males. Dijo que había de ser un caballero alto de cuerpo, delgado de cara, y que en el hombro derecho había de tener un lunar [113] lunar – родинка oscuro.

Al oír esto, dijo don Quijote a su escudero:

–Ven aquí, Sancho, ayúdame a desnudarme, que quiero ver si soy el caballero que aquel sabio rey indicó.

–Pues ¿para qué quiere vuestra merced desnudarse? ―preguntó Dorotea.

–Para ver si tengo ese lunar que vuestro padre dijo ―respondió don Quijote.

–No hay para qué desnudarse ―dijo Sancho―, que yo sé que tiene vuestra merced un lunar de esas características en la mitad de la espalda, que es señal de ser hombre fuerte.

–Eso basta ―dijo Dorotea―; porque con los amigos no importa que el lunar esté en el hombro o en la espalda, que todo es el mismo cuerpo.

Después de caminar un buen rato en silencio, dijo don Quijote a Sancho:

–Desde que llegaste no he tenido tiempo de preguntarte acerca de la carta que llevaste y de la respuesta que has traído.

–Pregunte vuestra merced lo que quiera ―dijo Sancho―, que a todo daré respuesta.

–Dime entonces, Panza amigo, ¿dónde, cómo y cuándo hallaste a Dulcinea? ¿Qué hacía? ¿Qué le dijiste? ¿Qué te respondió? ¿Qué cara puso cuando leyó mi carta? ¿Quién te la escribió en papel?

–Señor ―respondió Sancho―, si he de decir la verdad, la carta no me la escribió nadie, porque no llevé ninguna carta. Pero la tenía en la memoria de cuando vuestra merced me la leyó.

–¿Y la tienes todavía en la memoria, Sancho? ―preguntó don Quijote.

–No, señor ―respondió Sancho―, como ya se la recité a un sacristán, que la trasladó al papel… Aunque recuerdo aquello de «soberana señora», y lo último: «Vuestro hasta la muerte, el Caballero de la Triste Figura ». Y en medio de estas dos cosas le puse más de trescientas almas y vidas y ojos míos, y cosas parecidas.

–Todo eso no me descontenta ―dijo don Quijote―. Llegaste, ¿y qué hacía aquella reina de la hermosura? Seguro que la hallaste bordando con hilos de oro para su andante caballero.

–La hallé ―respondió Sancho― echando dos sacos de trigo en el corral de su casa.

–Seguro que los granos de aquel trigo eran de perlas ―dijo don Quijote―. Pero sigue adelante. Cuando le diste mi carta, ¿la besó? ¿Se la puso en la cabeza? ¿Qué hizo?

–Cuando le iba a dar la carta ―respondió Sancho―, ella estaba removiendo el trigo que tenía en la criba [114] criba – сито , y me dijo: «Poned, amigo, esa carta sobre aquel saco de trigo, que no la puedo leer hasta que acabe lo que estoy haciendo».

–¡Discreta señora! ―dijo don Quijote―. Eso debió de ser por leerla despacio luego. ¿Qué te preguntó de mí? Cuéntamelo todo.

–Ella no me preguntó nada ―dijo Sancho―, pero yo le dije cómo vuestra merced estaba haciendo penitencia, desnudo, durmiendo en el suelo, sin comer, llorando, y todo por servirla ella.

–Es verdad ―dijo don Quijote― que todo hago por amor de tan alta señora como Dulcinea.

–Tan alta es ―respondió Sancho― que me lleva a mí más de un palmo [115] palmo – мера длины (около 21 см) .

–¿Te has medido con ella? ―preguntó don Quijote.

–Pues es que me acerqué a ella para ayudarla a echar un saco de trigo sobre un asno y vi que me llevaba más de un palmo, como he dicho a vuestra merced.

–Cuando llegaste junto a ella, ¿no sentiste un olor a delicioso perfume?

–Lo que sé decir ―dijo Sancho― es que sentí un olorcillo algo hombruno [116] hombruno – мужеподобный ; debía de ser que estaba sudada y algo húmeda.

–No sería eso ―dijo don Quijote―, sino que tú debías de estar algo resfriado y te fallaba el olfato, o te debiste oler a ti mismo; porque yo sé bien a lo que huele aquella rosa del campo.

–Todo puede ser ―respondió Sancho―, porque muchas veces sale de mí aquel olor que entonces me pareció que salía de la señora Dulcinea.

–Y bien ―continuó don Quijote―, después de limpiar el trigo, ¿qué hizo cuando leyó la carta?

–La carta ―dijo Sancho― no la leyó, porque dijo que no sabía leer; entonces la rompió diciendo que no quería que la leyera nadie, para que no se enteraran de sus secretos, y que bastaba lo que yo le había dicho de palabra acerca del amor que vuestra merced le tiene y de la penitencia que por su causa está haciendo. Me dijo, finalmente, que dejara vuestra merced estos matorrales y se pusiera camino del Toboso, porque tenía gran deseo de verle.

–Y ¿qué te parece, amigo Sancho, que debo hacer ahora? ―preguntó don Quijote―; porque aunque estoy obligado a ir al Toboso, veo también la necesidad de cumplir con lo prometido a la princesa.

–Eso está claro ―respondió Sancho―. Deje ahora de ir a ver a la señora Dulcinea y vayase a matar al gigante, y terminemos este negocio que ha de ser de gran beneficio.

–Te digo, Sancho ―dijo don Quijote―, que estás en lo cierto y seguiré tu consejo de ir primero con la princesa y luego a ver a Dulcinea.

Capítulo XXIII

La batalla con los cueros de vino y el regreso a la aldea

[117] cuero de vino – (зд.) мех для вина

En esta conversación andaban, cuando llegaron a la venta. La ventera, el ventero, su hija y Maritornes, cuando vieron a don Quijote y Sancho, salieron a recibirlos con mucha alegría. Don Quijote pidió que le prepararan un lecho para descansar, pero que fuera mejor que el que le ofrecieron la última vez. La ventera le dijo que, si lo pagaba mejor que la otra vez, ella se lo daría de príncipes. Don Quijote dijo que así lo haría. Le prepararon la cama y se acostó, porque estaba cansado.

Todos los de la venta estaban admirados de la hermosura de Dorotea y del buen parecer de Cardenio, y sobre ellos trató la conversación durante la comida que preparó el ventero. Mientras tanto, don Quijote dormía; no lo despertaron porque pensaban que le haría más provecho dormir que comer. Maritornes contó lo que le había sucedido con el arriero y don Quijote, así como la broma de la manta con Sancho. El cura decía que los libros de caballerías que había leído don Quijote le habían trastornado el juicio.

En esto, salió Sancho diciendo a voces:

–Acudid, señores, y socorred a mi señor, que está metido en la más terrible batalla que he visto. ¡Vive Dios, que ha dado una cuchillada al gigante enemigo de la señora princesa Micomicona!

Entonces oyeron un gran ruido y a don Quijote que decía:

–¡Alto, ladrón, que aquí te tengo y no te ha de valer tu espada!

–Entren ―dijo Sancho― a ayudar a mi amo, que el gigante debe de estar muerto, porque he visto correr la sangre por el suelo.

–Que me maten ―dijo el ventero― si don Quijote no ha dado una cuchillada a uno de los cueros de vino tinto que hay ahí dentro.

Entraron en la habitación y encontraron a don Quijote en camisa, con un gorro colorado, con la espada en la mano dando cuchilladas a todas partes. Lo curioso es que tenía los ojos cerrados, y es que estaba soñando que se enfrentaba al gigante en el reino Micomicón. Había dado tantas cuchilladas a los cueros que toda la habitación estaba llena de vino.

El ventero se enojó tanto, que se echó encima de don Quijote y no paró de darle puñetazos hasta que el cura se lo quitó de las manos. Mientras tanto, Sancho buscaba la cabeza del gigante y decía en voz alta:

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