– Primera época de la dinastía Ching -murmuró, complacido el europeo.
– ¿Usted compra? -le preguntó el vendedor, que llevaba una túnica de un gris apagado, y lo miraba expectante, con sus ojos negros, fingiendo buen humor-. ¿Gusta?
El inglés se echó hacia delante, cuidándose mucho de evitar todo contacto entre el destartalado tenderete y su inmaculada chaqueta. En un tono educado en extremo, le preguntó:
– Dígame, ¿cómo es que su gente es capaz de producir las creaciones más perfectas de la tierra y a la vez la suciedad más espantosa que he visto en mi vida?
Con la mano libre señaló la maraña de cuerpos que atestaban la plaza del mercado, la recua de mulas que, a sus resistentes lomos, cargaban enormes bloques de sal mientras se abrían paso, ruidosamente, entre la muchedumbre, por entre los puestos de comida, soltando por todas partes sus excrementos, que se secaban al calor sofocante del día. El mulero, con la cara picada por la viruela, ahora que había llegado al fin a Junchow y se sentía a salvo, sonreía como un simio, pero apestaba como un yak. Y luego estaba la suciedad blanca de las aves, que brotaba de los centenares de jaulas de bambú y cubría el empedrado de los suelos, confundiéndose con el hedor de la alcantarilla al aire libre que corría por un lado de la plaza. Dos niños de trenza puntiaguda y negra se acuclillaban junto a ella mientras, indiferentes a todo, daban cuenta a mordiscos de algo verde y jugoso. Dios sabía qué sería. Dios y las moscas, que se arremolinaban sobre todo.
El inglés se volvió hacia el vendedor y, con un atisbo de desesperación, volvió a preguntarle:
– ¿Cómo lo hacen?
El chino alzó la vista para observar mejor al fanqui, el «diablo extranjero». Aunque no había entendido nada, le había prometido a su nueva concubina que le compraría unas zapatillas nuevas, rojas, bordadas, por lo que se resistía a perder una venta. Así que repitió una de las ocho palabras que conocía en el idioma de su interlocutor:
– ¿Compra? -A la que añadió, esperanzado-: Muy bonito.
– No. -El inglés depositó con cuidado el cuenco junto a un bote de té lacado en blanco y negro-. No compra.
Y se alejó, aunque no por ello le dejaron en paz, pues al instante le abordó el vendedor del tenderete contiguo. La incesante cháchara, pronunciada en aquella maldita lengua que no comprendía, sonaba a sus oídos occidentales como una pelea de gatos. Y hacía tanto calor que empezaba a pasarle factura. Se secó la frente con el pañuelo y consultó la hora en el reloj de bolsillo. Debía emprender el regreso. No quería llegar tarde a su almuerzo con Binky Fenton en el Club Ulysses. El viejo Binky era muy estricto para esas cosas. Y hacía bien.
Sintió un golpe en el hombro: un rickshaw se abría paso, traqueteando sobre la calle adoquinada. Los había por todas partes, maldita sea. No deberían estar permitidos. Molesto, clavó la vista en el ocupante del vehículo, y al instante su mirada se ablandó. Sentada muy erguida, delgada, con su cheongsang lila, de cuello alto viajaba una hermosa joven china. Su larga cabellera negra coleaba como una capa de raso, más larga que la espalda, y detrás de una oreja, sostenida con una peineta de madreperla, lucía una orquídea amarilla. No le vio los ojos, pues, discretamente, dirigía la mirada a sus manos diminutas, que apoyaba en el regazo, pero el rostro era un óvalo perfecto, y su piel, exquisita como el cuenco de porcelana que acababa de sostener entre sus manos.
Un grito ronco hizo que su atención se desplazara al esforzado porteador del rickshaw, pero, apenas lo hizo, apartó la mirada, escandalizado. El hombre no llevaba más que unos harapos en la cabeza y un taparrabos sucio atado a la cintura. No era de extrañar que la joven prefiriera mirarse las manos entrelazadas. Era repugnante el modo en que aquellos nativos exhibían sus cuerpos desnudos. Se llevó el pañuelo a la nariz. Qué olor, por Dios. ¿Cómo podían convivir con él?
El súbito chillido de una trompeta lo sobresaltó y terminó de destrozarle los nervios. Se echó hacia atrás, y tropezó contra una joven europea que caminaba detrás de él.
– Por favor, le ruego disculpe mi torpeza. Ese ruido vil ha podido conmigo.
La muchacha llevaba un vestido azul marino y un sombrero de paja, de ala ancha, que le ocultaba el pelo e impedía al inglés verle el rostro. A pesar de ello, su impresión era que aquella europea se reía de él, pues la trompeta resultó no ser más que el modo en que el afilador anunciaba su llegada al mercado. Tras despedirse de ella con una breve inclinación de cabeza, cruzó la calle. En cualquier caso, aquella joven no debería estar allí sola, sin carabina. Sus pensamientos se interrumpieron ante la visión de una imagen tallada de Sun Wu-Kong, el dios-mono de poderes mágicos, que se exhibía en uno de los puestos, y dejó de preguntarse qué motivos tendría una muchacha blanca para recorrer sola un bullicioso mercado chino.
Las manos de Lydia eran rápidas. Su tacto, suave. Era capaz de robar con los dedos la sonrisa del mismísimo Buda sin que ni él se diera cuenta.
Se alejó entre la multitud. Sin mirar atrás. Eso era lo más difícil. El deseo de girarse a comprobar que estaba a salvo era tan intenso que le ardía en el pecho. Pero metió la mano en el bolsillo, se ocultó bajo el extremo gastado del palo del aguador, y se dirigió hacia el arco profusamente labrado que daba acceso al mercado. En los puestos, a ambos lados de la calle, se apilaban pescados y frutas, y en el tramo final, que se estrechaba, la multitud se hacía más densa. Allí se sentía más segura.
Pero tenía la boca seca.
Se pasó la lengua por los labios, y se atrevió a mirar atrás, sólo un instante. Sonrió. El traje color crema seguía en el mismo lugar en que lo había dejado, inclinado frente a un tenderete, abanicándose con el sombrero. Con su vista aguda distinguió a un pilluelo autóctono que llevaba lo que parecía un basto pijama azul, y que merodeaba con malas intenciones frente al extranjero, que no se había percatado en absoluto. Todavía. Pero en cualquier momento podía decidir consultar la hora en su reloj de bolsillo. Eso era lo que hacía cuando ella lo vio por primera vez. ¿Se podía ser más cabeza hueca? ¿Es que no tenía dos dedos de frente?
Y lo supo al instante: iba a ser una presa fácil.
Dejó escapar un suspiro complacido. No era sólo la voz de la adrenalina una vez apresado con éxito el botín. La visión del mercado, extendido ante ella, le causaba gran placer. Adoraba la energía que desprendía. Rebosante de vida en cada esquina, lleno de ruido y estruendo, con los gritos agudos de los vendedores y los amarillos y los rojos vivísimos de palosantos y sandías. Adoraba los aleros de los tejados, su modo de curvarse hacia arriba, como si quisieran salir volando, llevados por el viento, y los ropajes livianos de la gente que se afanaba para comprar cangrejos, o cuencos de anguilas asadas, o un jin [1] de brotes de alfalfa. Era como si el aroma de aquel lugar se le infiltrara en la sangre.
No como en el Asentamiento Internacional. A Lydia le parecía que allí la gente llevaba corsés con ballenas no sólo sobre el cuerpo, sino sobre la mente.
Avanzaba deprisa, pero sin excederse. No quería llamar la atención. Aunque no era raro ver a extranjeros en los mercados locales sí lo era encontrarse con una muchacha de quince años caminando sola. Debía andarse con cuidado. Ante ella se extendía el camino ancho y pavimentado que conducía al Asentamiento Internacional, y allí era donde esperaría encontrarla el hombre del traje color crema si le daba por buscarla. Pero Lydia tenía otros planes, y giró a la derecha.
Allí se topó de cara con un policía.
– ¿Está bien, señorita?
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