Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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Ella había dejado de respirar. Pero pensaba con claridad. Si no ponía fin a aquello en ese instante, moriría.

«Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.» Eran las palabras de Chang, que resonaban en su mente.

Retiró el seguro del arma, le apuntó al rostro y disparó.

El disparo la aturdió a ella, y a Po Chu lo envió de nuevo al suelo. A la luz tenue de la lámpara de aceite que seguía en la escalera vio que el rostro de su captor se había convertido en un cráter negro que rezumaba sangre y dejaba adivinar restos de hueso blanco. Ahogó un grito. El arma le temblaba en la mano. Pero en lugar del horror que esperaba sentir, sólo la invadía una satisfacción profunda, visceral, que exteriorizó en forma de salvaje grito de guerra.

Y echó a correr.

Los pasillos la confundían. Giraba y volvía a girar en busca de una puerta que la sacara de allí, pero cada vez que abría una, lo que hacía era acceder a otra habitación. Voces tras ella. Disparaba a las sombras. Una y otra vez. Una bala le rozó el hombro. Se metió en un cuarto en el que dos niños chinos, asustados, se escondieron bajo una piel de tigre. Allí encontró un taburete, y lo arrojó contra una ventana. Los cristales y las persianas se rompieron con estruendo, y un aire frío irrumpió en la estancia.

Lydia saltó por la abertura, apenas consciente del dolor que atenazaba sus pies, y se encontró en un huerto en el que, ordenadamente alineadas, crecían unas verduras de invierno. Le sorprendió que no fuera de noche, que todo estuviera iluminado por una luz grisácea, neblinosa, aunque no tenía ni idea de si estaba amaneciendo o anocheciendo. Otra bala le pasó a milímetros del pelo. Se volvió y disparó, sin apuntar a nada. Corrió. Corrió. Sobre tierra blanda. A través del establo. Caballos. Ladrido de perros. Correr.

Salir. A campo abierto. Prados. Un sendero. Árboles. Más disparos y hombres tras ella, cada vez más cerca. Entonces, súbitamente, delante de ella, un fila de rostros chinos. Unas manos la sujetaron. No, ahora no.

Ahora que ya era libre no.

– ¡No! -gritó, apuntando a la cara del hombre con el arma.

– Lydia, soy yo.

Dejó de gritar. Bajó el arma. Entrecerró los ojos, tratando de enfocar aquel borrón que era un rostro. Uniformes grises a su alrededor.

– Tome. -Alguien le cubrió el cuerpo desnudo y tembloroso con un tabardo-. Todo está bien, está a salvo.

Parpadeó varias veces. Los rasgos del hombre fueron encajando hasta formar una imagen familiar.

– ¡Alexei Serov!

Lydia ahogó un grito, y le vomitó en la pechera.

Capítulo 60

– Mamá.

– ¿Qué tienes, cielo?

– No hace falta que te quedes ahí sentada toda la noche.

– Shhh, duérmete.

– Estoy bien, que lo sepas.

– Claro que estás bien. Ahora cierra los ojos y que tengas dulces sueños.

Valentina estaba sentada en una silla baja, junto a la cama de Lydia. Apoyaba los codos en el colchón, y la barbilla en las manos, sin apartar los ojos del rostro de su hija. Parecía muy cansada, y alrededor de sus ojos y su boca unas arrugas muy finas tejían su tela de araña. Por primera vez Lydia imaginó cuál sería su aspecto cuando fuera vieja y tuviera el pelo cano. Esbozó una sonrisa fugaz mirando a su madre. Las dos sabían que los sueños eran cualquier cosa menos dulces. En el hospital, los médicos la habían mantenido drogada con algo que había amortiguado el dolor y el cerebro, pero que permitía el libre desarrollo de las pesadillas, de modo que ahora que estaba en casa se negaba a tomar pastillas, y permanecía despierta.

Su madre llevaba tres noches a su lado, tres noches en las que estaba ahí cada vez que Lydia abría los ojos. Cuando oyó que Valentina canturreaba la obertura de Romeo y Julieta a primera hora de una mañana, se echó a llorar.

– ¿Dónde está, mamá?

– ¿Quién?

Lydia alargó una mano y la posó en la de su madre.

– Ya sabes quién.

La lámpara verde estaba en un rincón del dormitorio, pero Valentina la había cubierto con un fular color rubí, para amortiguar su luz, que recordaba a un atardecer de invierno, suficiente, con todo, para verle los ojos a su madre.

Valentina le giró la mano y, con un dedo fino, recorrió la línea de la vida hasta llegar a la muñeca.

– Está preso.

– ¿Dónde?

– ¿Cómo voy a saberlo, dochenka?

– ¿Quién lo tiene?

– Los chinos, claro. Ya sabes cómo son, siempre se están peleando los unos con los otros.

– ¿Te refieres al Kuomintang?

– Sí, supongo, esos que llevan esos uniformes de campesino horrorosos.

– ¿Está vivo?

Valentina suspiró con parsimonia, y el gesto de su boca se relajó.

– Sí. Tu malvado comunista sigue vivo.

– ¿Cómo lo sabes?

– Le pedí a Alfred que lo averiguara. No te alegres tanto, Lydia. No es para ti. Debes olvidarlo.

– Lo olvidaré el día que me olvide de respirar.

– Dochenka! Ya has sufrido bastante. Pon fin a esta locura.

– Le quiero, mamá.

– Pues deja de quererle.

– No puedo. Y ahora menos que nunca.

Valentina se incorporó, posó la mano suavemente en el edredón, se arregló el kimono y se cruzó de brazos.

– Está bien, cielo. Dime, ¿qué es entonces lo que tu alma testaruda quiere? ¿Qué planes has urdido en tu retorcida cabecita?

Se hizo un largo silencio. En la planta baja, el reloj de pared dio las tres. Lydia oía la respiración de su madre.

– Mamá, estuve a punto de morir en ese baúl -dijo en voz baja.

– No, cielo, no.

– Siempre me había parecido que bastaba con sobrevivir. Pero no basta.

Eran las siete y media y empezaba a clarear cuando Lydia bajó. Valentina estaba en el baño, y, a juzgar por el perfume de las sales y los aceites que se colaban por la rendija de la puerta, pensaba pasar ahí un buen rato, de modo de Lydia y Alfred estarían solos, sin protección.

– Hola.

– Dios santo, Lydia, me has asustado. -Alfred estaba sentado a la mesa, enfrascado en la lectura del periódico, con un cuenco de gachas humeantes frente a él-. ¿No deberías estar durmiendo, querida?

Ella se sentó en la silla que quedaba frente a la suya.

– Necesito tu consejo.

Alfred apartó el periódico y le dedicó toda su atención. -Cualquier cosa que pueda hacer para ayudarte… sólo tienes que pedírmelo.

– Mamá me ha contado que has hecho averiguaciones sobre Chang An Lo.

– Así es.

– Tengo que verlo. De modo que…

– No, Lydia.

– Alfred, si no fuera por él, estaría muerta.

– Bien, a mí me parece que fue más bien ese joven caballero ruso el que…

– No, fue Chang An Lo. Fue él el que hizo que los soldados chinos empezaran a buscarme. Me lo dijo el propio Alexei Serov en el bosque. De modo que, ya ves, tengo que hablar con él.

Alfred parecía incómodo. Levantó la cuchara y revolvió las gachas; les añadió una pizca de azúcar mientras meneaba la cabeza de un lado a otro, con expresión triste.

– Lo siento, Lydia, no puedo ayudarte. A Chang An Lo no le están permitidas las visitas.

– ¿Dónde está?

– En la cárcel de Chou Dong, que está junto al río. Pero escúchame bien -añadió, alargándole las tostadas, que ella le aceptó, pues sabía que intentaba ayudarla-. Todo este asunto de tu secuestro ha causado bastante revuelo, con la policía investigando la muerte de Po Chu y demás.

Ella levantó la cabeza, alarmada.

– Creía que habían dicho que yo no tendría problemas. Que había sido en defensa propia.

– Eso es cierto. -Alfred alargó la mano y le dio una palmadita en el brazo, pero ella se dio cuenta de que estaba alterado-. Veras, sir Edward Carlisle cree que cuanto antes se tranquilice todo, mucho mejor, porque lo cierto es que ha creado muchas tensiones entre los chinos y nosotros. Si vas por ahí quejándote y pidiendo ver a ese comunista que está encarcelado, bueno… las cosas se pondrán más difíciles. De modo que, si quieres que te dé un consejo, te sugiero que te mantengas al margen. Vuelve a la cama y quédate ahí hasta que todo haya pasado. Lo siento mucho, Lydia, sé que es duro, pero es lo mejor, querida.

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