Kate Furnivall - La Concubina Rusa

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Año 1928. Exiliadas de Rusia tras la revolución bolchevique, Lydia Ivannova y su madre hallan refugio en Junchow, China.
La situación de los rusos, expulsados de su país sin pasaporte ni patria a la que regresar, es muy difícil. La ruina económica las acecha y Lydia, consciente de que tiene que exprimir su ingenio para sobrevivir, recurre al robo.
Cuando un valioso collar de rubíes (regalo de Stalin) desaparece, Chang An Lo, amenazado por las tropas nacionalistas a la caza de comunistas, interviene en la vida de Lydia y la salva de una muerte segura.
Atrapados en las peligrosas disputas que enfrentan a las violentas Triadas (organizaciones criminales de origen chino) de Junchow, y prisioneros de las estrictas normas vigentes en el asentamiento colonial, Lydia y Chang se enamoran y se implican en una lucha atroz que les obliga a enfrentarse a las peligrosas mafias que controlan el comercio de opio, al tiempo que su atracción sin fin se verá puesta a prueba hasta límites insospechados.

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– Sigo pensando que está mal -insistió Polly en voz baja.

– Por favor, Polly.

– Pero si se lo contara a mi madre…

– No, no se lo digas a nadie. Debes mantener silencio sobre lo que has visto. -Rodeó la muñeca de su amiga con la mano, y le dio un ligero apretón-. Hazlo por mí. -Le dio un beso en la mejilla-. Por favor, Polly, hazlo por mí.

– He estado pensando -dijo Lydia mientras servía de apoyo a Chang An Lo, que avanzaba con dificultad por la habitación-. Ya se me ha ocurrido qué vamos a hacer el sábado.

Chang sudaba copiosamente. El esfuerzo le estaba matando, pero no se detenía.

– El sábado me voy.

A ella se le hizo un nudo en la garganta. Era la primera vez que lo verbalizaba.

– No, a eso me refería. No hace falta que te vayas. Puedes quedarte.

El volvió la cabeza y la miró, esbozando una sonrisa burlona.

– Sí, claro. Tu madre y tu nuevo padre me darán encantados la bienvenida a su casa en calidad de invitado.

– Quiero que te quedes.

Él la atrajo más hacia sí con el brazo que se apoyaba en sus hombros, aunque sin dejar de caminar.

– Verás, he pensado que puedes quedarte en el cobertizo, el que ahora ocupa Sun Yat-sen. Le he puesto un candado, de modo que nadie podrá entrar en él, excepto yo. No sabrán que tú estás dentro. Alfred y mi madre estarán tan ocupados el uno con el otro que no se fijarán, y he trasladado todos los utensilios del jardinero al garaje, y así…

Él ahogó una risita, un sonido malicioso y alegre y tan lleno de vida que a Lydia se le aceleró el pulso de emoción.

– Te adoro, Lydia Ivanova. -Volvió a reírse-. Ni los dioses pueden detenerte.

No había dicho que no. Eso era lo que importaba. No había dicho que sí, pero tampoco que no. Y a eso se aferraba.

Por la noche estaba agotado, y pareció sumirse en un sueño profundo e inquieto. Gemía y balbucía cosas en sus pesadillas, pero hablaba en mandarín. A los dos les había alterado sobremanera la intromisión de Polly, pero Lydia le había asegurado que su amiga no diría nada. Ella se alegró de que su propia voz sonara tan convincente, y le habría gustado creer en sus propias palabras. El asombro de Polly había sido mayúsculo, y no sabía cómo reaccionaría cuando tuviera tiempo para reflexionar sobre lo sucedido.

«Polly -murmuró para sus adentros-, no me decepciones.»

La noche se acercaba, y miró por la ventana antes de correr las cortinas. A pesar de la situación precaria en la que se encontraba, se sentía extraordinariamente a salvo. Sabía que se trataba de algo absurdo, tanto que no pudo reprimir una carcajada. Tenía en su cama a un conocido comunista, su madre estaba a punto de regresar acompañada de su nuevo padrastro, un hombre quisquilloso que pondría su mundo patas arriba… Y sin embargo… se sentía bien.

Observó a un faisán moteado que avanzaba sobre la nieve, en el jardín trasero, picoteando en busca de gusanos, y por primera vez en su vida pensó en la importancia de contar con un refugio. De haber dejado de ser una criatura hambrienta, a la intemperie. Apartó la mirada de la escena invernal y se concentró en la habitación. Estaba caldeada, y su iluminación tenue provenía de la lámpara verde. Sobre la bandeja quedaba algo de comida, y un camisón blanco aguardaba doblado en una silla. Se suponía que así era como debía vivir la gente. Pero ella sabía que no era el camisón ni la bandeja lo que hacía que se sintiera tan bien.

Era tener a Chang An Lo en la cama.

Él la despertó en plena noche.

Lydia estaba tendida en la cama. Como la noche anterior, bajo el edredón, pero encima de la manta. Se había cepillado los dientes, se había puesto el camisón y ocupado su posición, junto a él, que ya dormía. La lámpara estaba apagada, y entre la mezcla de sombras silenciosas que ocupaban el dormitorio, sus sentidos se aguzaron. Oía la respiración de Chang, y hasta ella llegaba el olor masculino de su piel. No tenía prisa por quedarse dormida.

– Lydia -susurró él, agarrándola del brazo con fuerza.

Ella despertó al instante.

– ¿Qué sucede? ¿Te duele más?

Chang estaba temblando. Lydia oía el castañetear de sus dientes. Se incorporó en la cama.

– No -respondió él-. Es sólo el dolor de los sueños.

Ella se tendió a su lado y le pasó el brazo por el pecho, abrazándolo con fuerza. Incluso a través de la manta sentía los latidos de su corazón. Él apoyó su mejilla húmeda en la frente de Lydia, aspiró hondo y soltó el aire muy despacio. Durante un largo rato, permanecieron en esa posición.

– Nunca me lo has preguntado -dijo él al fin, envuelto en la oscuridad de la habitación.

– ¿Preguntado qué?

– Qué sucedió.

– Creía que, si querías que lo supiera, me lo contarías tú.

Él asintió.

– Pero, tal vez, si me lo cuentas ahora, te liberarás, y dejarás de tener pesadillas.

Chang volvió a aspirar hondo, y cuando habló lo hizo con voz dura, grave.

– No hay mucho que contar. Fue muy sencillo. Me desnudaron y me metieron en un baúl de metal. Sobreviví. Tres meses, tal vez más. No lo recuerdo bien. Era una caja con agujeros para que entrara el aire. De la longitud de un brazo, y de la misma altura. Me alimentaban cuando les parecía, es decir, casi nunca. Sólo me sacaban del baúl para divertirse. Para cortarme los dedos, o el pecho. Y otras cosas. No quiero que tus oídos lo oigan.

Lydia levantó una mano y le acarició la mejilla, el cuello… caricias largas, lentas. Pero no dijo nada.

– Un día se descuidaron. Dejaron los puñales demasiado cerca mientras jugaban a sus jueguecitos conmigo. Creían que era un muerto viviente. Que no suponía la menor amenaza para ellos. Pero se equivocaban. Mi mano aún sabía cómo se clavaba un filo en una barriga bien alimentada.

Se detuvo. Había dejado de temblar. Lydia sentía que su ira era como una capa de acero bajo la piel.

– Escapé. Pero no podía acudir a ningún amigo en busca de ayuda. Habría sido demasiado peligroso.

– De modo que recurriste a Tan Wah.

– Sí. No lo conocía nadie. Las cabañas las usan los adictos al opio. Nadie más va hasta allí. Pensé que era un lugar seguro. -Dejó escapar un gemido grave-. Me equivocaba.

– No, Chang An Lo, no, tenías razón. Si murió fue por mi culpa. Por culpa de mi estúpido abrigo, y por la avaricia de otra persona. Lo siento.

– Los dos lo sentimos; Tan Wah -susurró él.

El silencio duró poco, porque ahora era Lydia la que sentía que su ira luchaba por salir a la superficie.

– ¿Quién te hizo esas cosas? ¿Quiénes son «ellos»? ¿Los Serpientes Negras? ¿El Kuomintang? Dímelo.

Chang movió la cabeza sobre la almohada y la miró. La oscuridad le impedía distinguir la expresión de su rostro, pero Lydia le tocó la cara y descubrió, asombrada, que sus labios se curvaban componiendo una sonrisa.

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Vas a salir a matarlos para vengarte en mi nombre?

– Eso es lo que merecen.

Chang se rió en voz baja y se acercó más a ella.

– ¿Es difícil matar a alguien? -le preguntó Lydia en un susurro.

– Lydia, si no tuvieras más remedio, matarías a un hombre.

Y entonces la besó, y esa vez no fue un beso tierno, sino fiero, ávido, un beso que recorrió todo su cuerpo, como un dolor.

– ¿Quién fue? -volvió a preguntar ella cuando recobró el aliento.

– Nunca te rindes.

– ¿Quién?

– Fue Feng Po Chu. Su padre, Feng Tu Hong, es el jefe de las Serpientes Negras y el presidente del Consejo.

– ¿Po Chu? ¿El que robó los explosivos? ¿Y por qué te hizo esto?

– Porque yo hice algo que le hizo perder autoridad.

– ¿Qué hiciste?

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