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Alexandre Dumas: Amaury

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Alexandre Dumas Amaury

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Antonia dejó el piano al oír esto y cruzando con ella una mirada de inteligencia repuso:

– Magdalena, no debes salir al aire libre y exponer tu salud con el tiempo frío y nebuloso que está haciendo. Ya iré yo. ¡Verás qué ramo tan precioso voy a traerte! Señora Braun, hágame el favor de traerme al jardín el ramo que verá usted en un jarro del Japón sobre una mesita del cuarto de Magdalena, porque hay que hacerlo enteramente igual a ése.

Diciendo esto bajó al jardín por la escalinata, mientras que el aya, que no tenía que cumplir orden alguna respecto a Amaury y a Magdalena y que conocía los vínculos de afecto que les unían desde la niñez, iba en busca del ramo.

Siguióla Amaury con los ojos, y así que la perdió de vista tomó con dulzura la mano de Magdalena, exclamando con acento apasionado:

– ¡Ya nos han dejado solos, siquiera sea por un instante! Aprovechémoslo, Magdalena: mírame, dime que me amas, pues a ser sincero, desde que he visto a tu padre tan transformado, voy dudando ya de todo. De mí, bien sabes que te amo, que te amo con todo mi ser.

– ¡Sí, Amaury, lo sé! – dijo la joven, exhalando un gozoso suspiro de esos que parecen aliviar un corazón oprimido. – Al verme así tan endeble, me parece que únicamente tu amor me da la vida. ¡Qué singular es lo que me pasa, Amaury! Viéndote a mi lado, respiro mejor y me siento más fuerte. Antes de tu llegada y después de tu partida noto que me falta el aire, y tus ausencias son demasiado prolongadas desde que no vives en nuestra compañía. ¿Cuándo voy a tener el derecho de no separarme de ti, que eres mi alma y mi existencia?

– Oyeme, Magdalena: ocurra lo que quiera, esta misma noche pienso escribir a tu padre.

– ¿Y qué ha de ocurrir, sino que al fin se realizarán los sueños de toda nuestra vida? Desde que cumplimos tú veinte años y yo diez y ocho, ¿no venimos considerándonos destinados el uno al otro? Escribe a mi padre sin temor, que no habrá de resistir a nuestros ruegos.

– Bien quisiera yo participar de tu confianza, Magdalena… Pero por desdicha veo de algún tiempo a esta parte a tu padre muy cambiado para mí. Al cabo de haberme tratado durante quince años como si fuera su propio hijo, viene a mirarme ahora como si fuera un extraño. Después de haber vivido a tu lado como un hermano, hoy mi entrada te asusta y lanzas un grito al verme…

– Me arrancó el gozo ese grito, Amaury; jamás me sorprende tu presencia, puesto que siempre la aguardo; pero estoy tan débil y soy tan nerviosa, que todas las impresiones me causan un efecto extraordinario. Pero no te preocupes por eso; acostúmbrate a tratarme como a aquella pobre sensitiva que días pasados atormentábamos por puro entretenimiento, olvidándonos de que tiene vida como nosotros y de que tal vez le hacíamos mucho daño. Ten en cuenta que yo soy lo mismo que ella. Tu presencia me da el bienestar que sentía en mi niñez al sentarme en el regazo de mi madre. Cuando Dios me la quitó te puso junto a mí para que la reemplazaras. A ella debo mi primera existencia; a ti te soy deudora de la segunda. Ella hizo que brillase para mí la luz del mundo; tú, en cambio, me hiciste ver la del alma. Amaury, para que renazca eternamente tuya, mírame siempre: no apartes de mí tus ojos.

– ¡Oh! ¡siempre, siempre! – exclamó Amaury cubriendo sus manos de besos ardientes y apasionados. – Magdalena: ¡te amo! ¡te amo con frenesí!

Mas al sentir estos besos la pobre niña levantose temblorosa y febril, y con la mano puesta sobre el corazón, exclamó:

– ¡Oh! así, no. Tu voz apasionada me trastorna; tus labios me abrasan. Trátame con miramiento. Acuérdate de la pobre sensitiva; ayer quise contemplarla y la encontré marchita, muerta.

– Haré lo que tú quieras, Magdalena. Siéntate y deja que me siente en este almohadón, a tus pies. Si mi amor te conmueve demasiado te hablaré como un hermano. ¡Gracias, Dios mío! Tus mejillas vuelven a tener su color natural; ya ha desaparecido de ellas el brillo extraño que me sorprendió cuando entré y la triste palidez que las cubría entonces. Ya te encuentras mejor, Magdalena; ya estás bien, hermana mía.

Magdalena se dejó caer en la butaca, inclinando el rostro, medio oculto por sus blondos cabellos, cuyos bucles acariciaban con leve roce la frente del mancebo.

Confundíanse sus alientos.

– Sí, Amaury, sí – dijo la joven. – Tú me haces ruborizar y palidecer a tu antojo. Eres para mí lo que el sol para las flores.

– ¡Oh! ¡Qué placer! ¡Qué feliz soy al poder vivificarte así, con la mirada, al poder reanimarte con una palabra! ¡Te amo, Magdalena, te amo!

Reinó el silencio un momento, durante el cual parecía haberse concentrado toda el alma de Amaury en su mirada.

Oyose de pronto un leve ruido. Magdalena alzó la cabeza. Amaury se volvió y vieron al señor de Avrigny que les miraba de hito en hito con manifiesta severidad.

– ¡Mi padre! – exclamó Magdalena echándose hacia atrás.

– ¡Mi querido tutor! – dijo Amaury levantándose para saludarle y sin poder disimular su turbación.

El padre de Magdalena, antes de responder, se quitó con calma los guantes, dejó el sombrero sobre una butaca, y sólo entonces rompió el glacial silencio que tuvo un rato en tortura a nuestros dos jóvenes, para decir con acritud:

– ¡Ya estás aquí otra vez, Amaury! ¡A fe mía que vas a hacer un gran diplomático si sigues estudiando la política en los tocadores y las necesidades y los intereses de tu país viendo bordar a las niñas! A ese paso no serás por mucho tiempo simple agregado; pronto te nombrarán primer secretario en Londres o en San Petersburgo, si así te engolfas en la ciencia de los Talleyrand y los Metternich haciendo compañía a una colegiala.

– Señor de Avrigny – contestó Amaury con acento en el cual vibraban a la vez el amor filial y el orgullo herido. – Quizás a sus ojos descuide yo algún tanto los estudios a que usted me ha destinado; pero puedo decirle que el ministro nunca ha observado en mí esa falta y que ayer mismo leyendo un trabajo que me había encomendado…

– ¡Hola! ¿Conque el ministro te ha encomendado un trabajo?.. ¿Y sobre qué, vamos a ver? ¿sobre la formación de un nuevo Jockey-club, sobre los principios del boxeo o de la esgrima, sobre las reglas del sport en general o del steeple-chase en particular? ¡En tal caso, ya me explico la satisfacción que muestras!

– Pero, querido tutor – repuso Amaury, sin poder reprimir una ligera, sonrisa, – habré de hacerle observar que todos esos conocimientos superfluos que usted me critica los debo a su cuidado casi paternal. Usted me ha dicho siempre que la esgrima y la equitación, unidas al conocimiento de algunos idiomas extranjeros, vienen a completar la educación de un noble en nuestra época.

– Así es, no lo niego, cuando esas cosas se tornan como una distracción a trabajos serios; pero no cuando se juzgan éstos como un pretexto para divertirse. Veo que eres el prototipo de los hombres de nuestro siglo, que creen poseer la ciencia infusa; que con pasarse una hora por la mañana en la Cámara, otra en la Sorbona por la tarde y otra en el teatro por la noche, se consideran capaces de eclipsar la gloria de Mirabeau, de Cuvier y de Geoffroy, juzgando todas las cosas desde la altura de su ingenio y dejando caer con desdén sus fallos de salón en la balanza donde se pesan los destinos de la humanidad… ¿Conque ayer te felicitó el ministro? ¡Enhorabuena! Vive de esas gloriosas esperanzas, descuenta esos pomposos elogios, y el día en que llegue la ocasión te traicionará la suerte. Porque a los veintitrés años, dirigido por un tutor bonachón, te ves doctor en derecho, bachiller en letras y agregado de embajada; porque asistes de uniforme a las fiestas palatinas; porque te han prometido la cruz de la Legión de honor, lo mismo que a otros muchos que aún no la tienen, crees ya haberlo hecho todo y que lo demás te lo ofrecerá la suerte. Tú razonas así: – Soy rico, y por lo tanto, tengo derecho a ser inútil; y con arreglo a tan luminoso raciocinio tu título de nobleza ha venido a parar en privilegio de holgazanería.

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