Nathaniel Hawthorne - La letra escarlata

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– Honradas esposas, – dijo una dama de cincuenta años, de facciones duras, – voy á deciros lo que pienso. Redundaría en beneficio público si nosotras, las mujeres de edad madura, de buena reputación, y miembros de una iglesia, tomásemos por nuestra cuenta la manera de tratar á malhechoras como la tal Ester Prynne. ¿Qué pensáis, comadres? Si esa buena pieza tuviera que ser juzgada por nosotras, las cinco que estamos aquí, ¿saldría acaso tan bien librada como ahora con una sentencia cual la dictada por los venerables magistrados? ¡No por cierto!

– Buenas gentes, decía otra, se corre por ahí que el Reverendo Sr. Dimmesdale, su piadoso pastor espiritual, se aflige profundamente de que escándalo semejante haya sucedido en su congregación.

– Los magistrados son caballeros llenos de temor de Dios, pero en extremo misericordiosos, esto es la verdad, – agregó una tercera matrona, ya entrada en la madurez de su otoño. – Á lo menos deberían haber marcado con un hierro hecho ascua la frente de Ester Prynne. Yo os aseguro que Madama Ester habría sabido entonces lo que era bueno. Pero qué le importa á esa zorra lo que le han puesto en la cotilla de su vestido. Lo cubrirá con su broche, ó con algún otro de esos adornos paganos en boga, y la veremos pasearse por las calles tan fresca como si tal cosa.

– ¡Ah! – dijo una mujer joven, casada, que parecía de natural más suave y llevaba un niño de la mano, – dejadla que cubra esa marca como quiera; siempre la sentirá en su corazón.

– ¿Qué estamos hablando aquí de marcas ó sellos infamantes, ya en el corpiño del traje, en las espaldas ó en la frente? – gritó otra, la más fea así como la más implacable de aquellas que se habían constituído jueces por sí y ante sí. – Esta mujer nos ha deshonrado á todas, y debe morir. ¿No hay acaso una ley para ello? Sí, por cierto: la hay tanto en las Sagradas Escrituras como en los Estatutos de la ciudad. Los magistrados que no han hecho caso de ella, tendrán que culparse á sí propios, si sus esposas ó hijas se desvían del buen sendero.

– ¡El cielo se apiade de nosotros! buena dueña, – exclamó un hombre – ¿no hay por ventura más virtud en la mujer que la debida al temor de la horca? Nada peor podría decirse. Silencio ahora, vecinas, porque van á abrir la puerta de la cárcel y ahí viene en persona Madama Ester.

La puerta de la cárcel se abrió en efecto, y apareció en primer lugar, á semejanza de una negra sombra que sale á la luz del día, la torva y terrible figura del alguacil de la población, con la espada al cinto y en la mano la vara, símbolo de su empleo. El aspecto de este personaje representaba toda la sombría severidad del Código de leyes puritanas, que estaba llamado á hacer cumplir hasta la última extremidad. Extendiendo la vara de su oficio con la mano izquierda, puso la derecha sobre el hombro de una mujer joven á la que hacía avanzar, empujándola, hasta que, en el umbral de la prisión, aquella le repelió con un movimiento que indicaba dignidad natural y fuerza de carácter, y salió al aire libre como si lo hiciera por su propia voluntad. Llevaba en los brazos á un tierno infante de unos tres meses de edad, que cerró los ojos y volvió la carita á un lado, esquivando la demasiada claridad del día, cosa muy natural como que su existencia hasta entonces la había pasado en las tinieblas de un calabozo, ó en otra habitación sombría de la cárcel.

Cuando aquella mujer joven, madre de la tierna criatura, se halló en presencia de la multitud, fué su primer impulso estrechar á la niñita contra el seno, no tanto por un acto de afecto maternal, sino más bien como si quisiera de ese modo ocultar cierto signo labrado ó fijado en su vestido. Sin embargo, juzgando, tal vez cuerdamente, que una prueba de vergüenza no podría muy bien ocultar otra, tomó la criaturita en brazos, y con rostro lleno de sonrojo, pero con sonrisa altiva y ojos que no permitían ser humillados, dió una mirada á los vecinos que se hallaban en torno suyo. Sobre el corpiño de su traje, en un paño de un rojo brillante, y rodeada de bordado primoroso y fantásticos adornos de hilos de oro, se destacaba la letra A. Estaba hecha tan artísticamente, y con tal lujo de caprichosa fantasía, que producía el efecto de ser el ornato final y adecuado de su vestido, que tenía todo el esplendor compatible con el gusto de aquella época, excediendo en mucho á lo permitido por las leyes suntuarias de la colonia.

Aquella mujer era de elevada estatura, perfectamente formada y esbelta. Sus cabellos eran abundantes y casi negros, y tan lustrosos que reverberaban los rayos del sol: su rostro, además de ser bello por la regularidad de sus facciones y la suavidad del color, tenía toda la fuerza de expresión que comunican cejas bien marcadas y ojos intensamente negros. El aspecto era el de una dama caracterizado, como era usual en aquellos tiempos, más bien por cierta dignidad en el porte, que no por la gracia delicada, evanescente é indescriptible que se acepta hoy día como indicio de aquella cualidad. Y jamás tuvo Ester más aspecto de verdadera señora, según la antigua significación de esta palabra, que cuando salió de la cárcel. Los que la habían conocido antes y esperaban verla abatida y humillada, se sorprendieron, casi se asombraron al contemplar cómo brillaba su belleza, cual si le formaran una aureola el infortunio é ignominia en que estaba envuelta. Cierto es que un observador dotado de sensibilidad habría percibido algo suavemente doloroso en sus facciones. Su traje, que seguramente fué hecho por ella misma en la cárcel para aquel día, sirviéndole de modelo su propio capricho, parecía expresar el estado de su espíritu, la desesperada indiferencia de sus sentimientos, á juzgar por su extravagante y pintoresco aspecto. Pero lo que atrajo todas las miradas, y lo que puede decirse que transfiguraba á la mujer que la llevaba, – de tal modo que los que habían conocido familiarmente á Ester Prynne experimentaban la sensación de que ahora la veían por vez primera, – era LA LETRA ESCARLATA, tan fantásticamente bordada é iluminada que tenía cosida al cuerpo de su vestido. Era su efecto el de un amuleto mágico, que separaba á aquella mujer del resto del género humano y la ponía aparte, en un mundo que le era peculiar.

– No puede negarse que tiene una aguja muy hábil, observó una de las espectadoras; pero dudo mucho que exista otra mujer que haya ideado una manera tan descarada de hacer patente su habilidad. ¿Á qué equivale esto, comadres, sino á burlarse de nuestros piadosos magistrados, y vanagloriarse de lo que esos dignos caballeros creyeron que sería un castigo?

– Bueno fuera, – exclamó la más cariavinagrada de aquellas viejas, – que despojásemos á Madama Ester de su hermoso traje, y en vez de esa letra roja tan primorosamente bordada, le claváramos una hecha de un pedazo de esta franela que uso para mi reumatismo.

– ¡Oh! basta, vecinas, basta, – murmuró la más joven de las circunstantes, – hablad de modo que no os oiga. ¡No hay una sola puntada en el bordado de esa letra que no la haya sentido en su corazón!

El sombrío alguacil hizo en este momento una señal con su vara.

– Buena gente, haced plaza; ¡haced plaza en nombre del Rey! exclamó. Abridle paso, y os prometo que Madama Ester se sentará donde todo el mundo, hombre, mujer ó niño, podrá contemplar perfectamente y á su sabor el hermoso adorno desde ahora hasta la una de la tarde. El cielo bendiga la justa Colonia de Massachusetts, donde la iniquidad se vé obligada á comparecer ante la luz del sol. Venid acá Madama Ester, y mostrad vuestra letra escarlata en la plaza del mercado.

Inmediatamente quedó un espacio franco al través de la turba de espectadores. Precedida del alguacil, y acompañada de una comitiva de hombres de duro semblante y de mujeres de rostro nada compasivo, Ester Prynne se adelantó al sitio fijado para su castigo. Una multitud de chicos de escuela, atraídos por la curiosidad y que no comprendían de lo que se trataba, excepto que les proporcionaba medio día de asueto, la precedía á todo correr, volviendo de cuando en cuando la cabeza ya para fijar las miradas en ella, ya en la tierna criaturita, ora en la letra ignominiosa que brillaba en el seno de la madre. En aquellos tiempos la distancia que había de la puerta de la cárcel á la plaza del mercado no era grande; sin embargo, midiéndola por lo que experimentaba Ester, debió de parecerle muy larga, porque á pesar de la altivez de su porte, cada paso que daba en medio de aquella muchedumbre hostil era para ella un dolor indecible. Se diría que su corazón había sido arrojado á la calle para que la gente lo escarneciera y lo pisoteara. Pero hay en nuestra naturaleza algo, que participa de lo maravilloso y de lo compasivo, que nos impide conocer toda la intensidad de lo que padecemos, merced al efecto mismo de la tortura del momento, aunque más tarde nos demos cuenta de ello por el dolor que tras sí deja. Por lo tanto, con continente casi sereno sufrió Ester esta parte de su castigo, y llegó á un pequeño tablado que se levantaba en la extremidad occidental de la plaza del mercado, cerca de la iglesia más antigua de Boston, como si formara parte de la misma.

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