Nathaniel Hawthorne - La letra escarlata
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Pronto, igualmente, mi antigua ciudad nativa se me presentará al través de la bruma de los recuerdos que la envolverá por todas partes, como si no fuera una porción de este mundo real y positivo, sino una gran aldea allá en una región nebulosa, con habitantes imaginarios que pueblan sus casas de madera, y pasean por sus feas callejuelas y su calle principal tan uniforme y poco pintoresca. Desde ahora en adelante cesa de ser una realidad de mi vida: soy un ciudadano de otro lugar cualquiera. No lo sentirán mucho las buenas gentes de Salem, pues aunque me he empeñado en llegar con mis tareas literarias á ser algo á los ojos de esos paisanos míos, y dejar una memoria grata de mi nombre en esa que ha sido cuna, morada y cementerio de tantos de mis antepasados, – nunca encontré allí la atmósfera genial que requiere un hombre de letras para que se sazonen debidamente los frutos de su inteligencia. Haré algo mejor entre otras personas; y apenas tengo que añadir que aquellas, que me son tan familiares, no echarán de menos mi ausencia.
I
LA PUERTA DE LA PRISIÓN
UNA multitud de hombres barbudos, vestidos con trajes obscuros y sombreros de copa alta, casi puntiaguda, de color gris, mezclados con mujeres unas con caperuzas y otras con la cabeza descubierta, se hallaba congregada frente á un edificio de madera cuya pesada puerta de roble estaba tachonada con puntas de hierro.
Los fundadores de una nueva colonia, cualesquiera que hayan sido los ensueños utópicos de virtud y felicidad que presidieran á su proyecto, han considerado siempre, entre las cosas más necesarias, dedicar á un cementerio una parte del terreno virgen, y otra parte á la erección de una cárcel. De acuerdo con este principio, puede darse por sentado que los fundadores de Boston edificaron la primera cárcel en las cercanías de Cornhill, así como trazaron el primer cementerio en el lugar que después llegó á ser el núcleo de todos los sepulcros aglomerados en el antiguo campo santo de la Capilla del Rey. Es lo cierto que quince ó veinte años después de fundada la población, ya la cárcel, que era de madera, presentaba todas las señales exteriores de haber pasado algunos inviernos por ella, lo que le daba un aspecto más sombrío que el que de suyo tenía. El orín de que estaba cubierta la pesada obra de hierro de su puerta, la dotaba de una apariencia de mayor antigüedad que la de ninguna otra cosa en el Nuevo Mundo. Como todo lo que se relaciona de un modo ú otro con el crimen, parecía no haber gozado nunca de juventud. Frente á este feo edificio, y entre él y los carriles ó rodadas de la calle, había una especie de pradillo en que crecían en abundancia la bardana y otras malas hierbas por el estilo, que evidentemente encontraron terreno apropiado en un sitio que ya había producido la negra flor común á una sociedad civilizada, – la cárcel. Pero á un lado de la puerta, casi en el umbral, se veía un rosal silvestre que en este mes de Junio estaba cubierto con las delicadas flores que pudiera decirse ofrecían su fragancia y frágil belleza á los reos que entraban en la prisión, y á los criminales condenados que salían á sufrir su pena, como si la naturaleza se compadeciera de ellos.
La existencia de este rosal, por una extraña casualidad, se ha conservado en la historia; pero no trataremos de averiguar si fué simplemente un arbusto que quedó de la antigua selva primitiva después que desaparecieron los gigantescos pinos y robles que le prestaron sombra, ó si, como cuenta la tradición, brotó bajo las pisadas de la santa Ana Hutchinson 12 12 Ana Hutchinson fué una mujer notable por sus virtudes y sus ideas en materia de religión. Nacida en Inglaterra hacia 1590, vino á Boston con su familia en 1634, y comenzó á dar conferencias religiosas. Por desgracia para ella, sus doctrinas no eran las que profesaban los puritanos de la Nueva Inglaterra, quienes alarmados al ver los prosélitos que hacía, la acusaron de hereje y sediciosa, y la desterraron de la Provincia de Massachusetts, con muchos de sus partidarios, después de haberla tenido en prisión algún tiempo. En 1643 fué asesinada por los indios, juntamente con varios miembros de su familia. – N. del T.
cuando entró en la cárcel. Sea de ello lo que fuere, puesto que lo encontramos en el umbral de nuestra narración, por decirlo así, no podemos menos que arrancar una de sus flores y ofrecérsela al lector, esperando que simbolice alguna apacible lección de moral, ya se desprenda de estas páginas, ó ya sirva para mitigar el sombrío desenlace de una historia de fragilidad humana y de dolor.
II
LA PLAZA DEL MERCADO
EL pradillo frente á la cárcel, del cual hemos hecho mención, se hallaba ocupado hace unos doscientos años, en una mañana de verano, por un gran número de habitantes de Boston, todos con las miradas dirigidas á la puerta de madera de roble con puntas de hierro. En cualquiera otra población de la Nueva Inglaterra, ó en un período posterior de su historia, nada bueno habría augurado el aspecto sombrío de aquellos rostros barbudos; se habría dicho que anunciaba la próxima ejecución de algún criminal notable, contra el cual un tribunal de justicia había dictado una sentencia, que no venía á ser sino la confirmación de la expresada por el sentimiento público. Pero dada la severidad natural del carácter puritano en aquellos tiempos, no podía sacarse semejante deducción, fundándola sólo en el aspecto de las personas allí reunidas: tal vez algún esclavo perezoso, ó algún hijo desobediente entregado por sus padres á la autoridad civil, recibían un castigo en la picota. Pudiera ser también que un cuákero ú otro individuo perteneciente á una secta heterodoxa, iba á ser expulsado de la ciudad á punta de látigo; ó acaso algún indio ocioso y vagamundo, que alborotaba las calles en estado de completa embriaguez, gracias al aguardiente de los blancos, iba á ser arrojado á los bosques á bastonazos; ó tal vez alguna hechicera, como la anciana Señora Hibbins, la mordaz viuda del magistrado, iba á morir en el cadalso. Sea de ello lo que fuere, había en los espectadores aquel aire de gravedad que cuadraba perfectamente á un pueblo para quien religión y ley eran cosas casi idénticas, y en cuyo carácter se hallaban ambos sentimientos tan completamente amalgamados, que cualquier acto de justicia pública, por benigno ó severo que fuese, asumía igualmente un aspecto de respetuosa solemnidad. Poca ó ninguna era la compasión que de semejantes espectadores podía esperar un criminal en el patíbulo. Pero por otra parte, un castigo que en nuestros tiempos atraería cierto grado de infamia y hasta de ridículo sobre el culpable, se revestía entonces de una dignidad tan sombría como la pena capital misma.
Merece notarse que en la mañana de verano en que comienza nuestra historia, las mujeres que había mezcladas entre la multitud, parecían tener especial interés en presenciar el castigo cuya imposición se esperaba. En aquella época las costumbres no habían adquirido ese grado de pulimento en que la idea de las consideraciones sociales pudiera retraer al sexo femenino de invadir las vías públicas, y si la oportunidad se presentaba, de abrir paso á su robusta humanidad entre la muchedumbre, para estar lo más cerca posible del cadalso, cuando se trataba de una ejecución. En aquellas matronas y jóvenes doncellas de antigua estirpe y educación inglesa había, tanto moral como físicamente, algo más tosco y rudo que en sus bellas descendientes, de las que están separadas por seis ó siete generaciones; porque puede decirse que cada madre, desde entonces, ha ido trasmitiendo sucesivamente á su prole un color menos encendido, una belleza más delicada y menos duradera, una constitución física más débil, y aun quizás un carácter de menos fuerza y solidez. Las mujeres que estaban de pie cerca de la puerta de la cárcel en aquella hermosa mañana de verano, mostraban rollizas y sonrosadas mejillas, cuerpos robustos y bien desarrollados con anchas espaldas; mientras que el lenguaje que empleaban las matronas tenía una rotundidad y desenfado que en nuestros tiempos nos llenaría de sorpresa, tanto por el vigor de las expresiones cuanto por el volumen de la voz.
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