Nathaniel Hawthorne - La letra escarlata
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En el tercer año de mi empleo de Inspector hubo un acontecimiento notable, cual fué la elección del General Taylor á la Presidencia de los Estados Unidos. Para que se comprendan perfectamente las tribulaciones de la vida de un empleado del Gobierno, es preciso considerarlo en los primeros tiempos de la Administración de un Presidente que pertenece á un partido político distinto del suyo. Su posición es entonces realmente la más dificultosa y hasta desagradable en que pueda hallarse un infeliz mortal, casi sin alternativa alguna en buen sentido, aunque lo que él juzga como lo peor que le puede acontecer, sea tal vez lo mejor. Mas para un hombre digno y sensible es bien doloroso saber que sus intereses dependen de personas que ni le estiman ni le comprenden, y quienes más bien tratarán de hacerle daño que de beneficiarlo. Ni deja tampoco de sorprenderle, y mucho, al que supo conservar toda su calma durante una contienda electoral, ver la sed de sangre que se desarrolla en la hora del triunfo, y tener la conciencia de que él es una de las víctimas en que los vencedores tienen fijas las miradas. Pocas cosas hay tan feas en la naturaleza humana como esta tendencia á la crueldad, tan sólo porque se tiene el poder de hacer daño, que llegué entonces á notar en personas que después de todo no eran peores que sus vecinos. Si en vez de ser una expresión metafórica, aunque muy apropiada, fuera un hecho real lo de la guillotina aplicada á los empleados del Gobierno, después de una nueva Administración, creo sinceramente que los miembros del partido victorioso, en los primeros momentos de la agitación causada por su triunfo, nos habrían cortado la cabeza á todos los del partido opuesto.
Pero sea de ello lo que fuere, y á pesar de lo poco agradable que era mi situación, hallé que tenía más de un motivo para congratularme de estar del lado de los vencidos más bien que del de los vencedores. Si hasta entonces no habían sido muy ardientes mis convicciones políticas, en aquella hora de peligro y de adversidad comencé á sentir vivamente hacia qué partido se inclinaban mis predilecciones; y no sin cierto dolor y vergüenza llegué á vislumbrar que, según cálculos razonables, tenía yo más probabilidades de conservar mi destino que mis otros correligionarios políticos. Pero ¿quién puede ver en lo futuro más allá de sus narices? Mi cabeza fué la primera que cayó.
Tengo para mí, que cuando á un empleado lo declaran cesante, ó, para hablar metafóricamente, le cortan la cabeza, rara vez, ó nunca, es aquella la época más feliz de su vida. Sin embargo, como sucede en la mayor parte de nuestros grandes infortunios, aun ese grave acontecimiento trae aparejado consigo su remedio y su consuelo, con tal de que la víctima trate de sacar el mejor partido de su desgracia. Por lo que á mí respecta, el consuelo lo tenía á la mano, y ya se me había presentado en mis meditaciones mucho tiempo antes de que fuera absolutamente necesario apelar á ese remedio. En la Aduana de Salem, como anteriormente en la Antigua Mansión, pasé tres años; tiempo más que suficiente para que descansara mi cerebro fatigado y para que rompiera con antiguos hábitos intelectuales y adoptara otros nuevos; y tiempo también demasiado largo para la vida que llevé, tan completamente ajena á mis inclinaciones naturales, sin haber hecho en realidad nada que fuera provechoso ó agradable á algún sér humano, habiéndome retraído de una labor que, por lo menos, habría satisfecho los latentes deseos de mi espíritu. Además, la manera poco ceremoniosa con que le declararon cesante, y el haber sido considerado como enemigo por sus adversarios políticos, fué en cierto modo agradable al ex-Inspector de Aduana, puesto que su apatía en los asuntos de la política, – su tendencia á divagar, á merced de su voluntad, por el vasto y apacible campo en que todo el género humano puede codearse sin reparo, antes que ceñirse á los estrechos senderos en que los hermanos de un mismo hogar tienen que separarse unos de otros, – había hecho que sus mismos correligionarios le mirasen con cierta sospecha, dudando si en realidad les pertenecía. Pero ahora, después de haber obtenido la corona del martirio, la duda desapareció. Por otra parte, á pesar de lo poco heroica que es su naturaleza, parecía más decoroso verse también arrastrado en la caída del partido á que estaba afiliado, que no permanecer de pie cuando tantos hombres, mucho más meritorios, iban cayendo día tras día; y, por último, era eso preferible á quedarse cuatro años más en su puesto, á la merced de una Administración hostil, para verse á la postre obligado á definir su posición de nuevo, y mendigar tal vez la buena voluntad de los vencedores. 11 11 En la época en que se escribió La Letra Escarlata había en los Estados Unidos dos grandes partidos políticos, los whigs (hoy republicanos) y los demócratas, al que pertenecía Hawthorne. El período presidencial dura cuatro años, al cabo de los cuales se celebran elecciones para nombrar un sucesor á la Presidencia. Un nuevo Presidente trae numerosos cambios en el personal de los empleados federales y muchas cesantías, especialmente cuando uno de los dos partidos políticos entra á tomar el puesto del otro. En este caso las decapitaciones, como dice Hawthorne, no tienen fin. – N. del T.
Entretanto, la prensa periódica había tomado por su cuenta el asunto de mi cesantía, y durante un par de semanas me exhibió ante el público en mi nuevo estado de persona decapitada, deseando yo que me dejaran en paz y me enterrasen al fin, como conviene á un hombre políticamente muerto. Esto, hablando naturalmente en el sentido figurado, porque en la realidad, todo este tiempo en que se trataba de mí en los periódicos como del Inspector decapitado, tenía yo muy bien asegurada la cabeza en los hombros, y había llegado á la excelente conclusión de que no hay mal que por bien no venga; y empleando algunos cuantos reales en tinta, papel y plumas, abrí mi olvidado escritorio, y me convertí de nuevo en hombre de letras.
Entonces fué cuando dediqué toda mi atención á las lucubraciones de mi antiguo predecesor el Inspector de Aduana Sr. Pue; y como mis facultades intelectuales se hallaban un tanto entorpecidas por la falta de conveniente uso durante largo tiempo, pasó también alguno antes de que me fuera dado trabajar en mi narración de una manera algo satisfactoria. Y con todo, á pesar de que la obra absorbía por completo mis pensamientos, ésta se presenta á mi vista con un aspecto sombrío y grave, sin que la alegre un festivo rayo de sol, sin que se hagan sentir mucho en ella las dulces y familiares influencias que á menudo suavizan casi todas las escenas de la naturaleza y de la vida real, y debieran suavizar también la pintura que de ellas se hace. Este efecto poco halagüeño es quizás el resultado del período de agitación é incertidumbre en que la historia tomó forma; sin que indique carencia de buen humor en el espíritu del novelista, pues era más feliz mientras divagaba entre la lobreguez de estas tristes fantasías suyas, que en ninguna otra época desde que salió de la Antigua Mansión. Pero continuando con la metáfora de la guillotina política, si este bosquejo de la Aduana, que voy á terminar, pareciere por ventura demasiado autobiográfico para que lo publique en vida una persona que, como su autor, no es de mucho viso, téngase en cuenta que procede de un caballero que lo escribe desde ultratumba. ¡La paz sea con el mundo! ¡Mi bendición para mis amigos! ¡Mi perdón para mis enemigos! ¡Me encuentro en la región del reposo!
La vida de la Aduana yace en lo pasado, como si fuera un sueño. El octogenario empleado del resguardo, – que, siento decirlo, murió hace algún tiempo en consecuencia de la coz de un caballo, pues de lo contrario habría vivido de seguro eternamente, – así como todos los demás venerables personajes que se sentaban junto con él en la Aduana, se han convertido para mí en sombras: imágenes de rostros arrugados y cabezas blancas en canas, con quienes mi fantasía se ocupó algún tiempo y que ya ha arrojado á lo lejos para siempre. Los comerciantes, cuyos nombres me eran tan familiares hace sólo seis meses, estos hombres del tráfico que parecía ocupaban una posición tan importante en el mundo, – ¡cuán corto tiempo se ha necesitado para separarme de todos ellos, y aun para borrarlos de la memoria, hasta el punto de haberme sido preciso un esfuerzo para recordar el rostro y nombre de alguno que otro!
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