“Supongo que me estoy enterando de cuáles son tus prioridades,” le respondió.
“Jessica, tú siempre eres mi principal prioridad,” insistió Kyle. “Solamente estoy intentando balancear todo. Supongo que la he cagado. Te prometo que estaré en casa para las nueve, ¿vale? ¿Encaja eso con tu horario?”
Le había sonado sincero hasta esa última línea, que le salió llena de sarcasmo y resentimiento. La pared emocional que había erigido Jessie entre ellos se estaba derrumbando poco a poco hasta que escuchó esas palabras.
“Haz lo que tú quieras,” le replicó con brusquedad antes de colgar.
Se puso de pie y captó un reflejo de sí misma en el espejo del dormitorio. Llevaba puesto un vestido elegante de satén azul con un cuello que se hundía entre sus senos y una apertura alargada en el costado derecho desde su muslo. Tenía el pelo atado en un moño casual que había pensado deshacer como parte de su seducción después de la cena. Los tacones que llevaba le añadían como 12 centímetros a su altura normal, con lo que parecía que medía más de uno ochenta.
De pronto, le resultó todo tan ridículo. Estaba jugando a un juego patético con eso de ponerse guapa. Pero a la hora de la verdad, solo era otra patética ama de casa esperando a que llegara su hombre a casa para darle un sentido a su vida.
Agarró los platos y se dirigió a la cocina, donde tiró las dos comidas a la basura, con el pescado entero. Se cambió de ropa y se puso sus sudaderas. Después, regresó al comedor, agarró la botella que había abierto de Shiraz, se sirvió una copa hasta los topes, y le dio un buen trago de camino al comedor. Se tiró sobre el sofá, encendió la televisión, y se acabó conformando con lo que parecía ser un maratón de Life Below Zero, una serie de casos reales sobre gente que ha vivido voluntariamente en ciertas partes inhóspitas de Alaska. Lo racionalizó diciéndose a sí misma que esto le ayudaría a apreciar que había gente a la que le iba bastante peor que a ella con su mansión elegante al sur de California y su vino de cien dólares y su pantalla de televisión de 70 pulgadas.
En algún punto del tercer episodio, con la botella medio vacía, se quedó dormida. Se despertó cuando Kyle le sacudió suavemente el hombro. A través de sus ojos borrosos, podía asegurar que iba medio borracho.
“¿Qué hora es?” murmuró.
“Poco más de las once.”
“¿Qué pasó con lo de llegar a casa a las nueve?” le preguntó.
“Me entretuvieron,” le dijo tímidamente. “Mira, cariño, ya sé que te tenía que haber llamado antes. No estuvo bien, y lo siento de veras.”
“Muy bien,” dijo ella. Tenía la boca pastosa y le dolía la cabeza.
Kyle le pasó un dedo por el brazo.
“Me gustaría compensarte por ello,” le ofreció provocativamente.
“Esta noche no, Kyle,” le dijo, echando su mano a un lado al tiempo que se incorporaba. “No estoy de humor. Ni siquiera un poco. Quizá la próxima vez puedas tratar de no hacerme sentir como el pobre segundo plato. Me voy a la cama.”
Ascendió por las escaleras y, a pesar de las ganas que tenía de volver la vista para ver su reacción, siguió caminando sin decir ni una palabra más. Kyle no dijo nada. Se metió en la cama sin tan siquiera apagar las luces. A pesar del dolor de cabeza y de la boca pastosa, se quedó dormida en menos de un minuto.
*
Jessie notaba cómo unas ramas llena de pinchos le arañaban el rostro mientras corría a través del bosque. Era invierno y sabía que incluso descalza, sus pisadas, pateando las hojas caídas y secas que cubrían la nieve, se oían perfectamente; que seguramente él las podría escuchar. Pero no había elección. Su única esperanza era continuar en movimiento y esperar que él no pudiera encontrarla.
Pero ella no conocía bien el bosque y él sí. Estaba corriendo a ciegas, completamente perdida y en busca de algún hito familiar. Sus piernecitas eran demasiado cortas. Sabía que él le estaba alcanzando. Podía escuchar sus pisadas fuertes y hasta su respiración todavía más sonora. No había lugar dónde esconderse.
Jessie se incorporó de repente en la cama, despertándose justo a tiempo de oír su propio grito. Le llevó unos segundos reorientarse y caer en la cuenta de que estaba en su propia cama en Westport Beach, y que llevaba puesta la ropa en la que se había quedado frita la noche pasada con la embriaguez.
Tenía el cuerpo cubierto de sudor y la respiración agitada. Creyó que realmente podía escuchar cómo le corría la sangre por las venas. Levantó la mano y se tocó la mejilla izquierda. La cicatriz causada por la rama todavía seguía allí. Se había difuminado y podía cubrirla con maquillaje, a diferencia de la otra más alargada que tenía a la derecha del cuello. Aun así, podía sentir dónde sobresalía del resto de su piel. Casi podía sentir el pincho afilado en este momento.
Echó una mirada a su izquierda y vio que la cama estaba vacía. Podía asegurar que Kyle había dormido allí por el hueco que había en su almohada y el lío de sábanas, pero él no estaba por ninguna parte. Se quedó escuchando a ver si oía el sonido de la ducha, pero la casa estaba en silencio. De una ojeada a su reloj de sobremesa, vio que eran las 7:45 de la mañana. A estas horas, Kyle ya se habría ido al trabajo.
Salió de la cama, tratando de ignorar su cabeza pulsante mientras se metía al cuarto de baño. Después de una ducha de quince minutos, de la que se pasó la mitad sentada en las baldosas frescas, se sentía preparada para vestirse y bajar. En la cocina, vio una nota que habían colocado sobre la mesa del desayuno. Decía “Lamento de nuevo lo de anoche. Me encantaría hacerlo de nuevo cuando estés dispuesta. Te quiero.”
Jessie la puso a un lado y se preparó algo de café y avena, lo único que se sentía capaz de engullir en este momento. Consiguió terminar la mitad del bol, tiró el resto a la basura, y se fue hasta la sala de estar, donde le esperaban una docena de cajas por desembalar.
Se acomodó en una butaca con unas tijeras, dejó su café sobre la mesa que había al final, y acercó una caja hacia sí. Mientras revisaba distraídamente las cajas, tachando artículos a medida que los localizaba, su mente divagó hacia el tema de su tesis en el DNR.
De no haberse peleado, seguramente Jessie le hubiera acabado contando a Kyle no solo lo de sus prácticas en las instalaciones, sino lo de las terribles consecuencias a las que había tenido que enfrentarse debido a su tesis, entre ellas el interrogatorio. Y eso hubiera sido una violación de su acuerdo de confidencialidad.
Obviamente, él conocía el tema a grandes rasgos, ya que había hablado del proyecto con él mientras lo investigaba. Pero el Panel le había obligado a guardar el secreto a posterioridad, incluso de su marido.
Le había resultado extraño ocultarle una parte tan importante de su vida a su compañero. Pero le habían asegurado que era necesario. Y aparte de algunas preguntas generales sobre cómo había ido todo el asunto, él no le presionó mucho sobre ello. Unas cuantas respuestas vagas le dejaron satisfecho, lo cual había sido todo un alivio en su momento.
Pero ayer, con el entusiasmo por lo que había estado haciendo—visitando un hospital mental para asesinos—en su máximo cociente, estaba dispuesta a ponerle por fin al día, a pesar de la prohibición y de sus consecuencias. Si su pelea tenía alguna consecuencia positiva, era que le había impedido contarle todo a Kyle y poner sus futuros en peligro.
Pero, ¿qué clase de futuro es ese si no puedo contarle mis secretos a mi propio marido? ¿Y si a él parece no importarle que los tenga?
Una ligera ola de melancolía le recorrió el cuerpo ante esa idea. Intentó echarla a un lado, pero no podía deshacerse de ella.
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