Blake Pierce - El Tipo Perfecto

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En EL TIPO PERFECTO (Libro #2), la perfiladora criminal novata Jessie Hunt, de 29 años, recoge los pedazos de su vida trastocada y sale de los suburbios para empezar una nueva vida en el centro de Los Ángeles. Sin embargo, cuando asesinan a uno de los ricos y famosos, Jessie, a quien han asignado el caso, se ve de nuevo en el mundo de los suburbios de imagen impoluta, a la caza de un asesino demente entre falsas fachadas de normalidad y mujeres sociópatas. Jessie, disfrutando de la vida de nuevo en el centro de Los Ángeles, está convencida de que ha dejado atrás su pesadilla suburbana. Dispuesta a dejar atrás su matrimonio fallido, consigue un puesto con el departamento local de policía, posponiendo su entrada a la academia del FBI. Le encargan de un simple asesinato en un vecindario de lujo, un caso sencillo con el que dar los primeros pasos en su profesión. Sin embargo, sus jefes no tienen ni idea de que hay más detrás de este caso de lo que nadie pudiera sospechar. No hay nada que le prepare para su primer caso, que le forzará a escudriñar las mentes de unas parejas acomodadas, suburbanas, que pensaba haber dejado atrás. Por detrás de sus cuidadas fotos familiares y sus setos bien cuidados, Jessie se da cuenta de que esta perfección no lo es tanto como parece. Un thriller de suspense psicológico de ritmo trepidante con personajes inolvidables y suspense palpitante, EL TIPO PERFECTO es el libro #2 de una nueva serie fascinante que le hará pasar páginas hasta altas horas de la noche. El Libro #3 de la serie Jessie Hunt – LA CASA PERFECTA – está ahora disponible a la preventa.

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“Otra vez, no me estoy rajando”, señaló Jessie, dándole un buen trago a su copa, “solo lo estoy retrasando. Ya estaba indecisa por todo lo que tengo entre manos con la venta de la casa y mi recuperación física. Esto no fue más que el factor decisivo. Además, ¡suena genial!”.

“No, para nada”, dijo Lacy. “Suena completamente aburrido. Hasta tu amigo el detective dijo que estarías haciendo tareas rutinarias y manejando casos de poca monta en los que nadie más quiera trabajar”.

“Al principio, pero cuando tenga un poco de experiencia, estoy segura de que me asignarán a algo más interesante. Estamos en Los Ángeles, Lace. No van a ser capaces de mantener a los locos muy lejos de mí”.

*

Dos semanas más tarde, mientras el coche patrulla dejaba a Jessie a una manzana de la escena del crimen, les dio las gracias a los agentes y se dirigió al callejón donde vio la cinta de acordonamiento de la policía en su lugar. Mientras cruzaba la calle, evitando a los conductores que parecían tener más intenciones de chocarse con ella que de evitarla, se le ocurrió que este iba a ser su primer caso de asesinato.

Echando la vista atrás a su breve periodo en la comisaría central, se daba cuenta de que se había equivocado al pensar que no iban a poder mantener a los locos alejados de ella. De alguna manera, hasta el momento, lo habían conseguido. De hecho, la mayor parte del tiempo en estos días se lo había pasado en comisaría, repasando casos abiertos para asegurarse de que el papeleo que había rellenado Josh Carter antes de largarse estaba al día. Era pura rutina.

No ayudaba el hecho de que la Comisaría Central pareciera una terminal de autobuses transitada. La zona del recinto principal era masiva. La gente revoloteaba a su alrededor todo el tiempo y nunca estaba del todo segura de si se trataba de personal, civiles, o sospechosos. Tuvo que moverse en varias ocasiones a otro escritorio cada vez que los criminólogos sin la etiqueta de “interinidad” utilizaban su experiencia para reclamar las estaciones de trabajo que preferían. Y daba igual donde terminara, parecía que Jessie siempre estaba situada justo debajo de una luz fluorescente titilante.

Pero hoy no. Al entrar al callejón a las afueras de la Cuarta Este, vio al detective Hernández al otro extremo y esperó que este caso fuera diferente a los otros que le habían asignado hasta el momento. En cada uno de ellos, había acompañado a los detectives, pero no le habían pedido su opinión. No había gran necesidad de ello de todos modos.

De los tres casos en que había hecho de acompañante, dos habían sido robos y el otro un incendio provocado. En cada uno de ellos, el sospechoso había confesado a los pocos minutos de que le arrestaran, en una ocasión sin que le tuvieran que interrogar. El detective había tenido que leerle sus derechos Miranda y pedirle que confesara de nuevo.

Pero hoy puede que por fin fuera diferente. Era el lunes después de Navidad, y Jessie esperaba que el espíritu de las fiestas pudiera hacer que Hernández se sintiera más generoso que sus colegas. Se unió a él y a su compañero por el día, un hombre con gafas de unos cuarenta y tantos años llamado Callum Reid, durante su investigación de la muerte de un adicto que habían encontrado al final del callejón.

Todavía tenía una aguja pinchada en su brazo izquierdo y el agente de uniforme solo había llamado a los detectives como mera formalidad. Mientras Hernández y Reid hablaban con el agente, Jessie se metió por debajo de la cinta de acordonamiento y se acercó al cadáver, asegurándose de que no pisaba en ningún lugar importante.

Miró al joven, que no parecía ser mayor que ella. Era afroamericano, con un corte de pelo difuminado. Hasta tumbado y descalzo, podía asegurar que era alto. Algo sobre él le resultaba familiar.

“¿Debería saber quién es este tipo?”, le gritó a Hernández. “Me da la impresión de que le he visto antes en alguna parte”.

“Probablemente”, le gritó Hernández de vuelta. “Fuiste a la USC, ¿verdad?”.

“Así es”, dijo ella.

“Seguramente coincidió contigo uno o dos años. Se llamaba Lionel Little. Jugó al baloncesto allí durante un par de años antes de hacerse profesional”.

“Vale, ahora creo que me acuerdo de él”, dijo Jessie.

“Tenía un increíble tiro con la mano izquierda en que volteaba los dedos”, recordó el detective Reid.

“Me recordaba un poco a George Gervin. Fue un novato muy solicitado, pero acabó desvaneciéndose en unos pocos años. No podía jugar como defensa, y no supo cómo manejar todo ese dinero ni el estilo de vida de la NBA. Solo duró tres temporadas antes de que le sacaran por completo de la liga. Para entonces, las drogas se lo llevaron por delante. En algún momento, acabó viviendo en la calle”.

“Le veía de vez en cuando”, añadió Hernández. “Era un chico muy agradable—nunca le detuvieron por otra cosa que vagabundear o mearse en público”.

Jessie se inclinó y miró más de cerca a Lionel. Trató de imaginarse a sí misma en su posición, un chico perdido, adicto a las drogas, pero no problemático, vagabundeando por los callejones de atrás del centro de L.A. durante los últimos años. De algún modo, se las arregló para mantener su hábito sin llegar a la sobredosis o terminar en prisión. Y, aun así, allí estaba, tumbado en un callejón, con una aguja en el brazo, descalzo. Algo no encajaba del todo.

Se arrodilló para echarle una mirada de cerca donde la aguja sobresalía de su piel. Estaba metida hasta el fondo en su piel básicamente limpia.

Su piel limpia….

“Detective Reid, ¿dijiste que Lionel tenía un giro de dedos de la mano izquierda que estaba muy bien, ¿verdad?”.

“Algo realmente hermoso”, respondió con entusiasmo.

“¿Entonces podemos asumir que era zurdo?”.

“Oh claro que sí, era completamente zurdo. Tenía problemas para pasarse a su derecha. Los defensas le hacían pasarse a ese lado y así terminaban con él. Fue otra de las razones de que nunca triunfara como profesional”.

“Eso es extraño”, murmuró ella.

“¿Qué pasa?”, preguntó Hernández.

“Es solo que… ¿podéis venir aquí, chicos? Hay algo que no me parece que tenga mucho sentido en esta escena del crimen”.

Los detectives se acercaron y se detuvieron justo detrás de donde estaba arrodillada. Señaló al brazo izquierdo de Lionel.

“Parece que esa aguja esté metida hasta la mitad de su brazo, pero no está ni siquiera cerca de una vena”.

“¿Quizá tuviera mala puntería?”, sugirió Reid.

“Quizá”, concedió Jessie. “Pero mira su brazo derecho. Hay una línea nítida de rastros que siguen sus venas. Es bastante meticuloso para un drogadicto. Y tiene sentido, porque era zurdo. Naturalmente, se inyectaría el brazo derecho con su mano dominante”.

“Eso tiene sentido”, asintió Hernández.

“Entonces pensé que quizá es que era más torpe cuando utilizaba su mano derecha”, continuó Jessie. “Como dijiste, detective Reid, quizá tuviera mala puntería”.

“Exactamente”. dijo Reid.

“Pero mira”, dijo Jessie señalando al brazo. “Excepto por el punto donde está la aguja ahora mismo, su brazo izquierdo está limpio—no hay rastros de marcas en absoluto”.

“¿Qué te indica eso?”, preguntó Hernández, que empezaba a ver lo que quería decir.

“Me indica que no se pinchaba en su brazo izquierdo en absoluto. Por lo que puedo decir, este tampoco es la clase de hombre que dejaría que otra persona le pinchara en su brazo. Tenía un sistema. Era muy metódico. Mira la parte superior de su mano derecha. También tiene marcas allí. Prefería pincharse en la mano antes que confiar en otra persona. Apuesto a que, si le quitamos los calcetines, también encontraremos marcas entre los dedos de su pie derecho”.

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