Hasta se atrevió a ponerse sus tacones de tres pulgadas que la hacían medir oficialmente más de uno ochenta y cinco y que la metían en el club de las amazonas del que formaba parte Lacy. Originalmente, se había atado su pelo castaño en un moño, pero su compañera de piso y empresaria de la moda le había convencido para que se lo dejara suelto, por lo que le caía como una cascada por la espalda. Al mirarse en el espejo, no le resultaba totalmente ridículo que Lacy dijera que parecían un par de modelos que salían a pasear sus palmitos por la noche.
Sin embargo, una hora después, su estado de ánimo se había apagado. Lacy se lo estaba pasando en grande, flirteando lúdicamente con los chicos que no le interesaban y flirteando seriamente con las chicas que sí lo hacían. Jessie se encontraba junto al bar charlando con el barman, que obviamente tenía mucha práctica en el arte de entretener a las chicas que no estaba acostumbradas al ambiente.
No estaba segura de cuándo se había vuelto tan sosa, aunque era cierto que no había estado soltera en casi una década. Sin embargo, Kyle y ella habían salido por este mismo tipo de sitios cuando vivían aquí, antes de mudarse a Westport Beach. Y ella nunca se había sentido fuera de lugar.
De hecho, le solía encantar pasarse a conocer los nuevos clubs, bares y restaurantes nocturnos del centro de L.A.—o D.T.L.A. para los habitantes locales—, algunos de los cuales parecían abrir cada semana. Ellos dos entraban como una ráfaga de viento y se hacían con todo el lugar, probaban el artículo o bebida menos convencional del menú, bailando con toda despreocupación en el centro del club, ignorando las miradas críticas que pudieran atraer. No echaba en falta a Kyle, pero tenía que reconocer que añoraba la vida que había compartido antes de que todo se torciera.
Un chico joven, probablemente de menos de veinticinco años, se acercó a ella y se acomodó en un taburete vacío que había a su izquierda. Le echó una mirada rápida en el espejo del bar, estudiándole en silencio.
Era parte de un juego privado al que le gustaba jugar consigo misma. De manera informal, lo llamaba “predicción humana”. En el juego, intentaba adivinar cuanto más le fuera posible sobre una persona, en base a su aspecto, su manera de actuar y de hablar. Mientras le echaba una ojeada a escondidas al chico en cuestión, se sintió encantada de darse cuenta de que ahora ese juego le proporcionaba beneficios profesionales. Después de todo, era una criminóloga interina, novata. Esto era trabajo de campo.
El chico era moderadamente atractivo, con el pelo rubio oscuro y desgreñado que le caía por encima del lado derecho de la frente. Estaba bronceado, pero no era un moreno de playa. Era demasiado uniforme y perfecto. Jessie sospechó que visitaba una sala de solárium periódicamente. Estaba en buena forma, pero parecía delgado de un modo que no resultaba natural, como un lobo que no ha comido en mucho tiempo.
Era obvio que venía de su trabajo, ya que todavía llevaba “su uniforme”—un traje, zapatos abrillantados, y la corbata ligeramente aflojada como para indicar que estaba relajándose. Eran casi las 10 de la noche, y si acababa de salir del trabajo, eso sugería que su trabajo requería de largas horas en la oficina. Quizá trabajaba en finanzas, aunque por lo general, eso requería más bien empezar temprano y no salir muy tarde.
Era más probable que se tratara de un abogado, aunque no para el gobierno; quizá era un asociado que estaba en su primer año en alguna compañía de alto nivel donde le estaban exprimiendo. Le pagaban bien, como demostraba el traje de sastre, pero no tenía mucho tiempo para disfrutar de los frutos de su labor.
Parecía estar decidiendo la entrada que iba a utilizar para hablar con ella. No podía ofrecerle un trago porque ya tenía uno que estaba medio lleno. Jessie decidió echarle una mano.
“¿Qué compañía?”, le preguntó, volviéndose hacia él.
“¿Qué?”.
“¿Con qué compañía legal trabajas?”, repitió, casi gritando para que le oyera por encima de la música que les envolvía.
“Benson & Aguirre”, respondió con un acento de la costa este que Jessie no pudo identificar del todo. “¿Cómo supiste que soy abogado?”.
“Pura suerte; parece que te están haciendo trabajar de lo lindo. ¿Acabas de salir?”.
“Hace como media hora”, dijo él, con una voz que mostraba un tono más bien del Atlántico medio que de New York. “Llevo tres horas deseando tomarme un trago. Podría tomarme un agua con hielo, pero tendré que conformarme con esto”.
Le dio un trago a su cerveza.
“¿Cómo se compara Los Ángeles con Filadelfia?”, preguntó Jessie. “Ya sé que han pasado menos de seis meses, pero ¿te parece que te estás adaptando bien?”.
“Pero bueno, ¿qué diablos es esto? ¿Eres algo así como un detective privado? ¿Cómo sabes que soy de Filadelfia y que me mudé aquí el pasado agosto?”.
“Es una especie de talento que tengo. Me llamo Jessie, por cierto”, dijo, extendiéndole la mano.
“Doyle”, dijo él, estrechándosela. “¿Me vas a contar cómo haces ese truco de salón? Porque me estás asustando un poco”.
“No quiero desvelar el misterio. El misterio es muy importante. Deja que te haga otra pregunta, solo para completar la imagen. ¿Fuiste a Temple o a Villanova para estudiar leyes?”.
Él se la quedó mirando con la boca abierta de par en par. Tras pestañear unas cuantas veces, se recompuso.
“¿Cómo sabes que no fui a Penn?”, le preguntó, fingiendo sentirse insultado.
“De ningún modo, no pedías aguas heladas en Penn. ¿Cuál de ellas es?”.
“¡Guau, guau, y más guau, chica!”, le gritó. “¡Vamos Wildcats!”.
Jessie asintió con entusiasmo.
“Soy una chica troyana también”, dijo ella.
“Oh, vaya. ¿Fuiste a USC? ¿Te enteraste de lo de eso chico Lionel Little—que solía jugar a baloncesto allí? Le han matado hoy”.
“Algo escuché”, dijo Jessie. “Qué historia tan triste”.
“Escuché que le mataron por sus deportivas”, dijo Doyle, sacudiendo la cabeza. “¿Puedes creerlo?”.
“Deberías cuidar de tus zapatos, Doyle. Tampoco parecen baratos”.
Doyle bajó la mirada, y después se inclinó y le susurró al oído. “Ochocientos dólares”.
Jessie silbó fingiendo admiración. Estaba perdiendo rápidamente todo el interés en Doyle, cuya juvenil exuberancia se veía superada por su juvenil autocomplacencia.
“¿Y cuál es tu historia?”, le preguntó.
“¿No quieres intentar adivinarla?”.
“Oh bueno, no soy tan bueno con esas cosas”.
“Haz un intento, Doyle”, le exhortó ella. “Puede que te sorprendas a ti mismo. Además, un abogado tiene que ser perspicaz, ¿no es cierto?”.
“Eso es cierto. Muy bien, lo intentaré. Diría que eres una actriz. Eres lo bastante bonita como para serlo. Aunque el centro de Los Ángeles no sea el territorio habitual de las actrices. Es más bien Hollywood y apunta hacia el oeste. ¿Modelo quizás? Podrías serlo, pero pareces demasiado inteligente como para que eso sea tu actividad principal, tu profesión. Quizá hiciste algo de modelaje de adolescente, pero ahora te has metido en algo más profesional. Ah, ya lo sé, eres relaciones públicas. Por eso eres tan buena en leer a las personas. ¿He acertado? Sé que lo he hecho”.
“Te has quedado muy cerca, Doyle, pero no del todo”.
“¿Entonces, a qué te dedicas?”, le preguntó con exigencia.
“Soy criminóloga para el L.A.P.D.”.
Le sentó bien decirlo en voz alta, sobre todo mientras veía cómo se le abrían los ojos de sorpresa.
“¿Como en esa serie Mindhunter?”.
“Sí, algo así. Ayudo a la policía a meterse en las mentes de los criminales para que tengan más posibilidades de atraparles”.
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