1 ...6 7 8 10 11 12 ...18 Erec se preparó mientras un enorme soldado del Imperio iba directo hacia él, chillando, levantando su hacha y balanceándola a los lados hacia la cabeza de Erec. Erec se agachó, lo apuñaló en la barriga y salió corriendo hacia delante. Erec, notándose su reflejos para la batalla, apuñaló a otro soldado en el corazón, esquivó un golpe de hacha de otro, después se dio la vuelta y le atravesó el pecho. Otro lo atacó por detrás y, sin girarse, le dio un golpe de codo en el riñón, haciéndolo caer de rodillas.
Erec corría a través de las filas de soldados, más rápido, más veloz y más fuerte que nadie en el campo, dirigiendo a sus hombres como si fueran uno, matando a los soldados del Imperio mientras se dirigían al fuerte. La lucha se intensificó, cuerpo a cuerpo, y aquellos soldados del Imperio, que casi les doblaban el tamaño, eran adversarios feroces. A Erec se le partía el corazón al ver que muchos de sus hombres caían a su alrededor.
Pero Erec, decidido, se movía como un rayo con Strom a su lado y era más actuaba con más astucia que ellos a diestro y siniestro. Corría por la playa como un demonio que hubiera escapado del infierno.
El asunto no tardó en terminarse. Todo estaba en silencio en la arena mientras la playa, ahora roja, estaba llena de cadáveres, la mayoría de ellos eran cuerpos de los soldados del Imperio. Sin embargo, demasiados de ellos eran los cuerpos de sus propios hombres.
Erec, lleno de rabia, se dirigió hacia el fuerte, que todavía estaba lleno de soldados. Tomó los escalones de piedra del lateral seguido por todos sus hombres y se encontró con un soldado que venía corriendo hacia él. Lo apuñaló en el corazón, justo antes de que este pudiera bajar un martillo de doble mango hacia su cabeza. Erec se apartó hacia un lado y el soldado, muerto, pasó por su lado cayendo por las escaleras. Apareció otro soldado, dando cuchilladas hacia Erec antes de que este pudiera reaccionar y Strom dio un paso hacia delante y, con un gran sonido metálico y una llovizna de chispas, paró el golpe antes de que alcanzara a su hermano y le dio un codazo al soldado con la empuñadura de su espada, tirándolo por el filo y haciendo que chillara hasta la muerte.
Erec continuaba al ataque, subiendo las escaleras de cuatro en cuatro hasta llegar a la parte superior del fuerte de piedra. Las docenas de soldados que quedaban en la parte superior ahora estaban aterrorizados al ver a todos sus hermanos muertos y, cuando vieron que Erec y sus hombres llegaron a la parte superior, dieron la vuelta y empezaron a huir. Bajaron corriendo por el otro extremo del fuerte, hacia las calles de la aldea y, al hacerlo, se encontraron con una sorpresa: los aldeanos ahora se habían envalentonado. Sus expresiones se habían transformado del terror a la rabia y se alzaron a la una. Se volvieron en contra de sus captores del Imperio, les arrancaron los látigos de las manos y empezaron a azotar a los soldados que huían mientras corrían en la otra dirección.
Los soldados del Imperio no se lo esperaban y, uno a uno, cayeron bajo los látigos de los esclavos. Los esclavos continuaron azotándolos mientras estaban tirados en el suelo, una y otra y otra vez hasta que, finalmente, dejaron de moverse. Se había hecho justicia.
Erec estaba en lo alto del fuerte, respirando con dificultad, con sus hombres a su lado y estudió la situación en silencio. La batalla había terminado. Allá abajo, a los aturdidos aldeanos les llevó un minuto asimilar lo que había sucedido, pero no tardaron mucho en hacerlo.
Uno a uno empezaron a vitorear y un gran grito de alegría se levantó en el cielo, más y más fuerte, mientras sus rostros se llenaban de pura alegría. Era un grito de libertad. Erec sabía que esto hacía que todo valiera la pena. Sabía que este era el significado del valor.
Godfrey estaba sentado en el suelo de piedra del cuarto subterráneo del palacio de Silis, Akorth, Fulton, Ario y Merek estaban a su lado, Dray a sus pies y Silis y sus hombres delante de ellos. Todos estaban allí sentados tristes, con las cabezas bajas, cogiéndose las rodillas con las manos y sabiendo que estaban esperando la muerte. La habitación temblaba con el ruido sordo de la guerra que se libraba allá arriba, de la invasión de Volusia, el sonido de su ciudad siendo saqueada resonaba en sus oídos. Todos estaban allí sentados, esperando, mientras los Caballeros de los Siete hacían Volusia añicos por encima de sus cabezas.
Godfrey tomó otro trago de su zurrón de vino, el último zurrón de vino que quedaba en la ciudad, para intentar anestesiar el dolor, la certeza de su muerte inminente a manos del Imperio. Se miraba fijamente los pies mientras se preguntaba cómo había podido llegar a aquello. Hace unas lunas, estaba a salvo dentro del Anillo, bebiendo todo lo que quería, sin otra preocupación que no fuera qué taberna o qué prostíbulo debía visitar una noche cualquiera. Ahora aquí estaba, al otro lado del océano, en el Imperio, atrapado bajo tierra en una ciudad que se estaba quedando en ruinas, tras haber levantado una pared en su propia tumba.
Su cabeza daba zumbidos y él intentaba aclarar su mente, concentrarse. Percibía lo que sus amigos estaban pensando, podía sentir el desprecio en sus miradas fulminantes: nunca tendrían que haberlo escuchado; tendrían que haber escapado cuando tuvieron la ocasión. Si no hubieran vuelto a por Silis, podrían haber llegado al puerto, subido a un barco y ahora estarían lejos de Volusia.
Godfrey intentaba consolarse con el hecho de que, por lo menos, había devuelto un favor y había salvado la vida de aquella mujer. Si no hubiera llegado a tiempo para advertirle que bajara, seguramente ahora estaría allí arriba muerta. Esto debía de valer la pena, incluso aunque fuera impropio de él.
“¿Y ahora qué?” preguntó Akorth.
Godfrey se dio la vuelta y vio que le estaba lanzando una mirada acusadora, expresando la pregunta que quemaba en la mente de todos ellos.
Godfrey miró a su alrededor y examinó la pequeña y sombría habitación, con las antorchas parpadeando, casi apagadas. Lo único que tenían eran sus míseras provisiones y un zurrón de cerveza, que estaban en un rincón. Era un velatorio. Todavía escuchaba el ruido de la guerra allá arriba, incluso a través de aquellos gruesos muros, y se preguntaba cuánto tiempo durar aquella invasión. ¿Horas? ¿Días? ¿Cuánto tiempo les llevaría a los Caballeros de los Siete conquistar Volusia? ¿Se marcharían?
“No es a nosotros a quien quieren”, observó Godfrey. “Es el Imperio luchando contra el Imperio. Tienen una venganza contra Volusia. No tienen ningún problema con nosotros”.
Silis negó con la cabeza.
“Ocuparán este lugar”, dijo con pesimismo, cortando el silencio con su fuerte voz. “Los Caballeros de los Siete nunca se retiran.
Todos se quedaron en silencio.
“Entonces ¿durante cuánto tiempo podemos vivir aquí abajo?” preguntó Merek.
Silis negó con la cabeza mientras echaba un vistazo a sus provisiones.
“Una semana, quizás”, respondió.
Entonces se escuchó un tremendo retumbo proveniente de arriba y Godfrey se encogió al notar que el suelo temblaba bajo sus pies.
Silis se puso de pie de un salto, inquieta, andando de un lado al otro, examinando el techo mientras el polvo empezaba a colarse, cayendo como la lluvia sobre todos ellos. Sonaba como si de una avalancha de piedras sobre ellos se tratara y ella lo observaba como un dueño de la casa preocupado.
“Han violado mi castillo”, dijo, más para sí misma que para ellos.
Godfrey vio la mirada de dolor en su rostro y la reconoció como la mirada de alguien que pierde todo lo que tenía.
Se giró y miró a Godfrey agradecida.
“Si no fuera por ti, ahora estaría allí arriba. Salvaste nuestras vidas”.
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