Mientras se acercaba, Gwen alzó la vista hacia las enormes puertas arqueadas que asomaban ante ella, hechas de roble antiguo, grabadas con símbolos que no comprendía y observó asombrada cómo varios monjes se adelantaban y tiraban de ellas hasta abrirlas. Chirriaron y dejaron al descubierto un interior lúgubre, iluminado solo por antorchas y se encontró con una fría corriente, que olía ligeramente a incienso. Krohn estaba tenso a su lado y gruñía y Gwen entró y escuchó cómo las puertas se cerraban de golpe tras ella.
El ruido resonó en el interior y a Gwen le llevó un instante ubicarse. Allí dentro estaba oscuro, las paredes solo estaban iluminadas por antorchas y por la luz del sol que se filtraba a través de los vitrales de arriba. El aire aquí parecía sagrado, silencioso y le daba la sensación de que había entrado en una iglesia.
Gwen alzó la vista y vio que la torre en espiral era aún más alta, con rampas graduales y circulares que llevaban a los pisos de arriba. No había ventanas y en las paredes resonaba el débil sonido de un cántico. Aquí el incienso era intenso en el aire y los monjes aparecían y desaparecían continuamente, entrando y saliendo de los aposentos como si estuvieran en trance. Algunos ondeaban incienso y otros canturreaban, mientras otros estaban en silencio, perdidos en la reflexión y Gwen se hacía más preguntas acerca de la naturaleza de aquel culto.
“¿Te envía mi padre?” dijo una voz, que resonó.
Gwen, sorprendida, dio la vuelta y vio a un hombre que estaba a pocos metros, que vestía una sotana larga y de color escarlata y que le sonreía de buena manera. Apenas podía creer lo mucho que se parecía a su padre, el Rey.
“Sabía que enviaría a alguien tarde o temprano”, dijo Kristof. “Sus esfuerzos por hacer que cumpla su voluntad no tienen fin. Por favor, venga,” la llamó, girándose de lado y haciendo una señal con la mano.
Gwen se puso a su lado y caminaron por un pasillo arqueado de piedra, que subía de forma gradual por la rampa en círculos hacia los pisos más altos de la torre. A Gwen la cogió desprevenida; ella imaginaba a un monje loco, un fanático religioso y se sorprendió al encontrar a alguien amable y bondadoso y que obviamente estaba cuerdo. Kristof no parecía la persona perdida y loca que su padre le había pintado.
“Tu padre pregunta por ti”, dijo ella finalmente, rompiendo el silencio después de que se cruzaran a un monje que bajaba la rampa en dirección contraria, sin levantar nunca la vista del suelo. “Quiere que te lleve a casa”.
Kristof negó con la cabeza.
“Este es el problema de mi padre”, dijo. “Él cree que ha encontrado el único hogar verdadero en el mundo. Pero yo he aprendido algo”, añadió, mirándola a la cara. “Existen muchos hogares verdaderos en el mundo”.
Él suspiró mientras continuaban caminando, Gwen quería darle su espacio, no quería presionarlo demasiado.
“Mi padre nunca aceptaría quién soy yo”, añadió finalmente. “Nunca aprenderá. Él continúa atascado en sus creencias limitantes y me las quiere imponer. Pero yo no soy él y nunca lo aceptará”.
“¿No echas de menos a tu familia?” preguntó Gwen, sorprendida de que entregara su vida a aquella torre.
“Sí”, respondió él sinceramente, sorprendiéndola. “Mucho. Mi familia significa todo para mí, pero mi llamada espiritual significa más. Mi hogar está aquí ahora”, dijo girando en un pasillo mientras Gwen lo seguía. “Ahora sirvo a Eldof. Él es mi sol. Si lo conocieras,” dijo, girándose y mirando fijamente a Gwen con una intensidad que la asustó, “también sería el tuyo”.
Gwen apartó la vista, pues no le gustaba la mirada de fanatismo que había en sus ojos.
“Yo no sirvo a nadie salvo a mí misma”, respondió ella.
Él le sonrió.
“Quizás este sea el origen de todas tus preocupaciones terrenales”, respondió él. “Nadie puede vivir en un mundo donde no sirva a otro. Ahora mismo estás sirviendo a otro”.
Gwen lo miró fijamente con recelo.
“¿Qué quieres decir?” preguntó.
“Aunque creas que te sirves a ti misma”, respondió, “estás engañada. La persona a la que estás sirviendo no eres tú, sino más bien la persona que tus padres moldearon. Es a tus padres a quien sirves y a todas sus viejas creencias, herencia de sus padres. ¿Cuándo serás lo suficientemente valiente para liberarte de sus creencias y servirte a ti misma?”
Gwen frunció el ceño, pues no creía en su filosofía.
“¿Y aceptar las creencias de quién en su lugar?” preguntó. “¿De Eldof?”
Él negó con la cabeza.
“Eldof es simplemente un conducto”, respondió él. “Te ayuda a liberarte de quien eres. Te ayuda a encontrar tu verdadero yo, todo lo que tenías que ser. A este es a quien debes servir. Este es el que nunca descubrirás hasta que tu falso yo se libere. Esto es lo que Eldof hace: nos libera a todos”.
Gwendolyn miró de nuevo a sus ojos brillantes y vio lo devoto que era y aquella devoción la asustó. Ya podía decir ahora mismo que no atendía a razones, que nunca dejaría aquel lugar.
Era escalofriante la red que este Eldof había tejido para atraer a todas aquellas personas y atraparlas aquí, una filosofía barata, con cierta lógica. Gwen no quería escuchar nada más; era una red que estaba decidida a evitar.
Gwen se giró y continuó caminando, sacudiéndose todo aquello con un escalofrío y continuó subiendo por la rampa, dando círculos a la torre, subiendo más y más de forma gradual, a donde fuera que los llevara. Kristof se puso a su lado.
“No he venido a discutir las cualidades de vuestro culto”, dijo Gwen. “No puedo convencerte de que regreses a tu padre. Prometí que te lo pediría y así lo he hecho. Si tú no valoras a tu familia, yo no puedo enseñarte a valorarla”.
Kristof la miró seriamente.
“¿Y tú crees que mi padre valora a la familia?” preguntó él.
“Mucho”, respondió ella. “Al menos por lo que yo veo”.
Kristof negó con la cabeza.
“Permíteme que te muestre algo”.
Kristof la tomó del hombro y la llevó por otro pasillo a la izquierda, después hacia arriba por un largo tramo de escaleras y se detuvo ante una gruesa puerta de roble. La miró significativamente, a continuación, la abrió, dejando al descubierto unas barras de hierro.
Gwen estaba allí, curiosa, nerviosa por ver lo que él quería mostrarle y dio un paso adelante para mirar a través de las barras. Se horrorizó al ver a una chica joven y hermosa sentada sola en una celda, mirando fijamente por la ventana, con su largo pelo cayéndole por la cara. Aunque sus ojos estaban abiertos como platos, no parecía darse cuenta de su presencia.
“Así es cómo mi padre se preocupa por la familia”, dijo Kristof.
Gwen lo miró con curiosidad.
“¿Su familia?” preguntó Gwen aturdida.
Kristof asintió.
“Kathryn. Su otra hija. La que esconde del mundo. Ha sido desterrada aquí, a esta celda. ¿Por qué? Porque está tocada. Porque no es perfecta, como él. Porque se avergüenza de ella”.
Gwen se quedó en silencio, sentía un agujero en el estómago al mirar con tristeza a la chica y querer ayudarla. Empezaba a preguntarse acerca del Rey y si había algo de verdad en las palabras de Kristof.
“Eldof valora la familia”, continuó Kristof. “Nunca abandonaría a uno de los suyos. Él valora nuestro verdadero yo. Aquí no se aparta a nadie por vergüenza. Esta es la maldición del orgullo. Y aquellos que están tocados están más cerca de su verdadero yo”.
Kristof suspiró.
“Cuando conozcas a Eldof”, dijo, “lo comprenderás. No existe nadie como él y nunca existirá”.
Gwen veía el fanatismo en sus ojos, veía lo perdido que estaba en este lugar, en este culto y sabía que estaba demasiado perdido para regresar jamás al Rey. Echó un vistazo y vio a la hija del Rey allí sentada y se sintió abrumada de tristeza por ella, por todo este lugar, por su familia destrozada. Su imagen de cuadro perfecto de la Cresta, de la perfecta familia real se estaba desmoronando. Este lugar, como cualquier otro, tenía su propio punto flaco oscuro. Aquí se estaba librando una silenciosa batalla y era una batalla de creencias.
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