1 ...7 8 9 11 12 13 ...17 Oliver respiraba agitadamente por el asombro cuando se topó con un enorme artilugio de madera y metal, como una olla de cocina descomunal. Lo tocó por un lado y empezó a balancearse como un péndula en su marco de metal. También giró y a Oliver le hizo pensar que tenía algo que ver con mapear el sistema solar y el movimiento de los planetas a su alrededor, dando vueltas en varios ejes. Pero Oliver no tenía ni idea para qué servía realmente el artilugio.
Anduvo un poco más y encontró otro objeto de aspecto extraño. Consistía en una columna de metal pero con una especie de brazo dirigido de forma mecánica que salía por arriba y una garra en forma de mano al final. Oliver probó la rueda y el brazo empezó a moverse.
—«Igual que en las máquinas recreativas» —pensó Oliver.
Se movía como las que tienen brazos motorizados y una garra y con las que nunca podías coger un muñeco de peluche. Pero esta era mucho más grande, como si hubiera sido diseñada para mucho más que recoger objetos.
Oliver tocó cada uno de los dedos de la mano en forma de garra. Cada uno tenía el número exacto de articulaciones que tendría una mano de verdad, y cada parte se movía cuando la empujaba. Oliver se preguntó si Armando Illstrom había estado intentando hacer su propio robot, pero decidió que tenía más sentido que fuera un intento de autómata. Había leído sobre ellos; máquinas a cuerda con forma humana que podían realizar acciones específicas planeadas, como escribir a mano o con un teclado.
Oliver continuó andando. A su alrededor, grandes máquinas silenciosas e imponentes, como bestias gigantes congeladas en el tiempo. Estaban hechas de una combinación de materiales como la madera y el metal, y consistían de muchas partes diferentes, como engranajes y muelles, palancas y poleas. De ellas colgaban telarañas. Oliver probó algunos de los mecanismos, despertando a una variedad de insectos que se habían acomodado en las oscuras grietas de las máquinas.
Pero la sensación de asombro empezó a desvanecerse cuando Oliver empezó a darse cuenta, con una horrible sensación de desespero, de que en efecto la fábrica había sido abandonada. Y no hacía poco. Debería haber sido décadas atrás por el grosor de polvo que se veía y la acumulación de telarañas, por el modo en el que chirriaban los mecanismos y por la gran cantidad de bichos que se habían instalado en su interior.
Con una creciente sensación de angustia, Oliver recorrió a toda prisa el resto de la fábrica, echando un vistazo cada vez con menos esperanzas a las habitaciones laterales y por los pasillos oscuros. No había señales de vida.
Se quedó allí quieto, en el oscuro y vacío almacén, rodeado por las antiguallas de un hombre al que ahora sabía que no conocería. Él necesitaba a Armando Illstrom. Necesitaba al salvador que pudiera sacarlo de su tristeza. Pero solo había sido un sueño. Y ahora ese sueño estaba frustrado.
***
Durante todo el viaje en autobús de regreso a casa, Oliver se sintió herido y desanimado. Estaba demasiado abatido hasta para leer su libro.
Llegó a su parada de autobús y, al salir, se encontró con una noche lluviosa. La lluvia le golpeaba la cabeza y lo empavaba. Él apenas se daba cuenta por lo consumido que estaba por su pena.
Cuando llegó a su nueva casa, Oliver recordó que aún no tenía su propia llave. Entrar parecía un cruel golpe extra para un día ya desesperadamente triste. Pero no tenía elección. Llamó a la puerta y se preparó.
La puerta se abrió con un rápido movimiento. Allí, delante de él, estaba Chris con una sonrisa demoníaca.
—Llegas tarde a la cena —dijo, fulminándolo con la mirada y con destellos de placer detrás de sus ojos—. Mamá y papá están se están volviendo locos.
Detrás de Chris, Oliver podía oír la voz chillona de su madre.
—¿Es él? ¿Es Oliver?
Chris le respondió gritando por encima del hombro.
—Sí. Y parece una rata mojada.
Volvió a mirar a Oliver, su expresión era de alegría ante el enfrentamiento que se avecinaba. Oliver se abrió camino hacia dentro con un empujón y pasando por delante del cuerpo grande y gordo de Chris. De su ropa empapada salía un rastro de gotas, haciendo un charco bajo sus pies.
Su madre fue corriendo hacia el pasillo y se quedó en el otro extremo mirándolo fijamente. Oliver no podía decir si su expresión era alivio o rabia.
—Hola, mamá —dijo con resignación.
—¡Mírate! —exclamó ella—. ¿Dónde estabas?
Si era un alivio ver a su hijo otra vez en casa, ¿por qué a eso no lo seguía un abrazo o algo así? La madre de Oliver no daba abrazos.
—Tenía que hacer una cosa después de la escuela —respondió Oliver, evasivamente. Se quitó su suéter empapado.
—¿Una clase de empollones? —abrió la boca Chris. Después rio de forma estridente de su propio chiste.
Su madre extendió la mano para coger el suéter de Oliver.
—Dámelo. Tendré que lavarlo —Suspiró ruidosamente—. Ahora entra. Se te está enfriando la cena.
Acompañó a Oliver hasta la sala de estar. Inmediatamente, Oliver se dio cuenta de que habían revuelto las cosas en su hueco, que las habían movido. Al principio pensó que era porque habían traído un colchón hasta allí, y que lo habían tirado todo encima, pero después vio el tirachinas encima de su sábana. Al lado estaba su maleta, con las cerraduras rotas y la cubierta entreabierta. Y después vio horrorizado que todos los rollos para su capa de invisibilidad habían sido desparramados por el suelo y deformados, como si los hubieran pisoteado.
Oliver supo al instante que había sido cosa de Chris. Le lanzó una mirada asesina. Su hermano observaba su reacción a la expectativa.
—¿Lo has hecho tú? —preguntó Oliver.
Chris se metió las manos en los bolsillos y se meció hacia atrás sobre sus talones, en una imagen de inocencia.
—No tengo ni idea de qué estás hablando —dijo con una sonrisita reveladora.
Era la gota que colmaba el vaso. Después de todo lo que había sucedido en los dos últimos días, con la mudanza, la horrible experiencia en la escuela y la pérdida de su héroe, Oliver no tenía fuerzas para soportarlo. La rabia explotó en su interior. Antes de que tuviera ocasión de pensarlo, Oliver fue corriendo hacia Chris a toda velocidad.
Se estrelló fuerte contra su hermano. Chris apenas se tambaleó hacia atrás por la fuerza; era muy grande y estaba claro que esperaba que Oliver le atacara. Y era evidente que disfrutaba de los intentos de Oliver por enfrentarse a él, pues reía alocadamente. Era tan más grande que Oliver que lo único que tuvo que hacer fue colocar una mano en la cabeza de Oliver y empujarlo hacia atrás.
Desde la mesa de la cocina, su padre gritó:
—¡CHICOS! ¡DEJAD DE PELEAROS!
—Es Oliver —gritó Chris—. Me atacó sin razón.
—¡Sabes exactamente cuál es la razón! —exclamó Oliver, moviendo los puños en el aire, incapaz de llegar al cuerpo de Chris.
—¿Yo pisoteando tus rollitos raros? —dijo Chris entre dientes, lo suficientemente bajo para que ninguno de sus padres pudiera oírlo—. ¿O rompiendo tu estúpido tirachinas? ¡Eres un friqui, Oliver!
Oliver se había agotado luchando contra Chris. Se echó hacia atrás, respirando con dificultad.
—¡ODIO esta familia! —gritó Oliver.
Fue corriendo hasta su hecho, recogiendo todos los rollos dañados y los trozos rotos de alambre, las palancas partidas y el metal doblado y los tiró dentro de su maleta.
Sus padres vociferaban:
—¿Cómo te atreves? —gritó su padre.
—¡Ya te lo encontrarás! —chilló su madre.
—Ahora sí que la has liado —dijo Chris, sonriendo maliciosamente.
Mientras todos le estaban chillando, Oliver sabía que solo había un lugar al que podía escapar. El mundo de sus sueños, el lugar dentro de su imaginación.
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