Estaba en una casa en algún lugar del campo, donde se disfrutaba de la vista de huertos de árboles frutales y campos desde las ventanas de vidrio emplomado. Catalina soñaba con el calor del sol sobre su piel, la suave brisa que movía en ondas las hojas allá fuera.
La siguiente parte nunca parecía tener sentido. No conocía lo suficiente los detalles, o no los recordaba bien. Intentaba forzar el sueño para que le diera la historia completa de lo que había sucedido, pero en cambio solo le daba fragmentos:
Una ventana abierta, con estrellas fuera. La mano de su hermana, la voz de Sofía en su cabeza, diciéndole que se escondiera. Buscando a sus padres a través del laberinto de la casa.
Escondiéndose por la casa a oscuras. Escuchando los ruidos de alguien que se movía por allí. Más allá había luz, aunque fuera era de noche. Sentía que estaba cerca, a punto de descubrir lo que finalmente les sucedió a sus padres aquella noche. La luz de la ventana empezó a brillar más, y más, y…
—Despierta —dijo Sofía, sacudiéndola—. Estás soñando, Catalina.
Catalina parpadeó hasta abrir los ojos con resentimiento. Los sueños siempre eran mucho mejor que el mundo en el que vivía.
Entrecerró los ojos por la luz. Increíblemente, había llegado la mañana. El primer día de su vida durmiendo una noche entera fuera del hedor y los gritos de las paredes del orfanato, la primera mañana de su vida que despertaba en otro, en cualquier otro, lugar. Incluso en un lugar frío y húmedo como este, estaba eufórica.
No solo notó la diferencia de la debilitada luz de la tarde; era el modo en que el río que tenían enfrente había cobrado vida con las barcazas y las barcas que se apresuraban por hacer toda la distancia que podían río arriba. Algunas se movían con pequeñas velas, otras con mástiles que las empujaban o caballos que las arrastraban desde el lado del río.
A su alrededor, Catalina oía que el resto de la ciudad despertaba. Las campanas del templo estaban tocando la hora, mientras entremedio, oía el parloteo de toda la ciudad en la que su gente se dirigía a trabajar o salía de viaje. Hoy era el Día Primero, un buen día para empezar cosas. Quizás eso también significaría buena suerte para ella y Sofía.
—Sigo teniendo el mismo sueño —dijo Catalina—. Continúo soñando con… con aquella noche.
Siempre parecían frenar en seco antes de llamarla más que eso. Era extraño que, cuando probablemente podían comunicarse más directamente que nadie más en la ciudad, ella y Sofía todavía dudaran al hablar de esta cosa.
El rostro de Sofía se ensombreció y Catalina inmediatamente se sintió culpable por ello.
—Yo a veces también sueño con esto —confesó Sofía con tristeza.
Catalina se giró hacia ella, con atención. Su hermana tenía que saberlo. Era mayor, debería haber visto más.
—Tú sí que sabes lo que sucedió, ¿verdad? —preguntó Catalina—. Tú sabes lo que sucedió con nuestros padres.
Era más una afirmación que una pregunta.
Catalina examinó la cara de su hermana en busca de respuestas y lo vio, tan solo un destello, algo que estaba escondiendo.
Sofía negó con la cabeza.
—Hay cosas en las que es mejor no pensar. Tenemos que concentrarnos en lo que suceda a continuación, no en el pasado.
No era exactamente una respuesta satisfactoria, pero era más de lo que Catalina esperaba. Sofía no hablaba de lo que sucedió la noche en que sus padres marcharon. Nunca quería hablar de ello, e incluso Catalina tenía que reconocer que tenía sentimientos de inquietud cada vez que pensaba en ello. Además, en la Casa de los Abandonados, no les gustaba que los huérfanos intentaran hablar del pasado. Decían que era ingrato y era simplemente una cosa más digna de castigo.
Catalina se sacó una rata del pie de una patada y se incorporó un poco más, mirando a su alrededor.
—No podemos quedarnos donde estamos —dijo.
Sofía asintió.
—Moriremos si nos quedamos aquí en las calles.
Ese era un pensamiento duro, pero probablemente también era cierto. Había muchas maneras de morir en las calles de esta ciudad. El frío y el hambre eran solo el principio de la lista. Con las bandas callejeras, la vigilancia, la enfermedad, y todos los otros peligros que había aquí, incluso el orfanato empezaba a parecer seguro.
Y no era que Catalina fuera a volver jamás. Antes lo quemaría por completo que volver a atravesar sus puertas. Tal vez algún día lo quemaría por completo de todos modos. Sonrió al pensar en ello.
Al sentir dolor por el hambre, Catalina sacó su último pastel y empezó a devorarlo. Entonces se acordó de su hermana. Arrancó la mitad y se la dio.
Sofía la miró con ilusión, pero con culpa.
—No pasa nada —mintió Catalina—. Tengo otro en mi vestido.
Sofía lo cogió a regañadientes. Catalina percibió que su hermana sabía que estaba mintiendo, pero tenía demasiada hambre para negarlo. Pero su conexión era tan cercana, que Catalina sentía el hambre de su hermana y Catalina nunca se permitiría ser feliz si no lo era su hermana.
Finalmente, las dos salieron lentamente de su escondite.
—Bueno, hermana mayor —preguntó Catalina—, ¿alguna idea?
Sofía suspiró con tristeza y negó con la cabeza.
—Bueno, estoy muerta de hambre —dijo Catalina—. Será mejor pensar con la barriga llena.
Sofía asintió para demostrar que estaba de acuerdo, y las dos se dirigieron hacia las calles principales.
Pronto encontraron un objetivo –otro panadero- y robaron el desayuno del mismo modo que habían robado su última comida. Mientras estaban escondidas en un callejón y se atiborraban, era tentador pensar que podrían vivir así el resto de sus vidas, usando el talento que compartían para coger lo que necesitaban cuando nadie las veía. Pero Catalina sabía que esto no podía funcionar así. Nada bueno duraba para siempre.
Catalina echó un vistazo al bullicio de la ciudad que había ante ella. Era abrumadora. Y parecía que sus calles no acababan nunca.
—Si no podemos quedarnos en la calle —dijo—, ¿qué hacemos? ¿A dónde vamos?
Sofía dudó por un momento, parecía estar tan insegura como lo estaba Catalina.
—No lo sé —confesó.
—Bueno, ¿y qué es lo que podemos hacer? —preguntó Catalina.
La lista no parecía ser tan larga como debería haber sido. Lo cierto era que los huérfanos, como eran ellas, no tenían opciones en sus vidas. Se preparaban para vidas en las que serían contratados como aprendices o sirvientas, soldados o algo peor. No existía una esperanza real de que alguna vez fueran libres, pues incluso aquellos que verdaderamente estuvieran buscando un aprendiz solo pagarían una miseria; ni tan solo lo suficiente para saldar su deuda.
Y la verdad es que Catalina tenía poca paciencia para coser y para cocinar, para la etiqueta y para la mercería.
—Podríamos encontrar algún comerciante e intentar aprender por nosotros mismas —sugirió Catalina.
Sofía negó con la cabeza.
—Incluso aunque encontráramos a uno dispuesto a hacerse cargo de nosotras, querrían saber de nuestras familias de antemano. Cuando no pudiéramos mostrar a un padre que nos avalara, sabrían lo que éramos.
Catalina tuvo que admitir que su hermana tenía razón.
—Bien, en ese caso, podríamos enrolarnos como tripulación en una barcaza y ver el resto del país.
Incluso mientras lo decía, sabía que probablemente era tan absurda como su primera idea. El capitán de una barcaza también haría preguntas y, probablemente, los perseguidores de huérfanos fugados vigilarían en las barcazas en busca de los que estuvieran intentando escapar. Definitivamente, no podían confiar en nadie más para que las ayudara, no después de lo que había sucedido en la biblioteca, con el único hombre de esta ciudad que ella había considerado un amigo.
Читать дальше