—Un cobarde es lo mejor que se puede ser en una guerra, hazme caso —dijo el reclutador—. Seis meses yendo por delante de las fuerzas enemigas mientras se cansan, con tan solo algún saqueo esporádico para animar las cosas. Piénsalo, la vida, el… espera, tú no eres un chico, ¿verdad?
—No, pero aun así, puedo luchar —insistió Catalina.
El reclutador negó con la cabeza.
—No para nosotros, no puedes. ¡Lárgate!
A pesar de su defensa de la cobardía, parecía que el reclutador podría darle un coscorrón en la cabeza a Catalina si se quedaba allí, así que siguió caminando.
Muchas cosas de la ciudad parecían no tener mucho sentido. La Casa de los Abandonados había sido un lugar cruel, pero por lo menos había tenido algo de orden. En la ciudad, la mitad del tiempo parecía que la gente hacía lo que quería, con poca participación por parte de los gobernantes de la ciudad. La ciudad en sí parecía verdaderamente no tener un plan. Catalina cruzó un puente que había sido levantado con puestos y plataformas e incluso casas pequeñas hasta que apenas había espacio suficiente para usarlo para su propósito. Se hallaba caminando por calles que bajaban en espiral sobre sí mismas, por callejones que de algún modo se convertían en los tejados de las casa que estaban a menor altura y que, después, daban paso a escaleras.
En cuanto a la gente que había en las calles, toda la ciudad parecía disparatada. Parecía que había alguien gritando en cada esquina, proclamando los aspectos de su propia filosofía, pidiendo atención para la actuación que estaban a punto de hacer o condenando la participación del reino en las guerras del otro lado del otro lado del mar.
Catalina se agachaba en los portales cuando veía las siluetas enmascaradas de sacerdotes y monjas ocupados con los inescrutables asuntos de la Diosa Enmascarada, pero después de la tercera o cuarta vez continuó caminando. Vio a una sacudiendo a una cadena de prisioneros y se preguntó a sí misma qué parte de la misericordia de la diosa representaba eso.
En la ciudad había caballos por todas partes. Tiraban de los carruajes, cargaban a los jinetes y algunos de los más grandes tiraban de carros llenos de cualquier cosa desde piedra hasta cerveza. Verlos era una cosa; robar uno estaba resultando ser otra muy diferente.
Al final, Catalina escogió un lugar fuera de la tienda de un mozo de cuadra, se acercó más y esperó su momento. Para robar algo tan grande como un caballo, necesitaba algo más que solo un momento de descuido, pero en principio no era diferente a robar un pastel. Podía sentir los pensamientos de los trabajadores del establo mientras estos deambulaban y daban vueltas. Uno estaba sacando a una yegua de buen aspecto, mientras pensaba en la dama a la que iba dirigida.
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