Guido Pagliarino - El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín

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El Monstruo De Tres Brazos Y Los Satanistas De Turín: краткое содержание, описание и аннотация

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El autor escribió estos dos cuentos, ahora juntos, con variantes en la tercera edición, en 1994 y 1995, poco antes de que apareciera la moda de las novelas negras y policiacas italianas, Son obras basadas en las figuras de Vittorio D’Aiazzo, comisario y luego subjefe de policía, y Ranieri Velli, su ayudante y amigo, personajes que, uno u ambos, vuelven en otras obras novelas y cuentos de Guido Pagliarino: hace muy poco tiempo que ha salido de las imprentas de la editorial Genesi la última novela sobre su personaje de D’Aiazzo, la precuela «La furia de los insultados». En todas estas obras se puede advertir una atención por las psicologías y los ambientes, todos en un pasado más o menos reciente. Estaban y están destinadas a los lectores de narrativa en general que, aunque no desdeñen obras que tratan sobre delitos, no tienen gustos picantes. Por tanto, no esperéis cuentos al estilo de Raymond Chandler o James Ellroy o, quedándonos en Europa, de Manuel Vázquez Montalbán. Escribí estos dos cuentos largos en 1994 y 1995, poco antes de que apareciera la moda de las novelas negras y policiacas italianas, obras basadas en las figuras de Vittorio D’Aiazzo, comisario y luego subjefe de policía, y Ranieri Velli, su ayudante y amigo, personajes que, uno u ambos, vuelven en otras obras mías: hace muy poco tiempo que ha salido de las imprentas de la editorial Genesi la última novela sobre el personaje de D’Aiazzo, la precuela «La furia de los insultados». En estas obras siempre he prestado en primer lugar atención a las psicologías y los ambientes, todos en un pasado más o menos reciente y con algo de nostalgia por esa Turín de mi adolescencia y juventud que ya no existe. Estaban y están destinadas a los lectores de narrativa en general que, aunque no desdeñen obras que tratan sobre delitos, no tienen gustos picantes. En este libro la acción se desarrolla en un periodo todavía pre-informático, entre finales de la década de 1950 e inicios de la de 1960, en una Turín donde, en el área de Porta Palazzo y alrededores, donde transcurre la primera obra, no vivían todavía, como hoy, prácticamente solo extracomunitarios, sino ancianos piamonteses jubilados, originarios de la zona, y familias jóvenes de inmigrantes del sur; una ciudad donde arterias principales, como el Corso Vittorio Emanuele II y el Corso Regina Margherita casi veían más medios públicos de transporte que privados. Por estos últimos y por los contraviales circulaban muchas bicicletas, algunas a motor, mientras que ya se veían los primeros 600 y 500, normalmente comprados a plazos, con kilos de letras, por algún empleado que prosperaba en su carrera o que trabajaba en la reina FIAT, señora hasta hoy de Turín y alrededores. También retumbaban aquí y allá los automóviles de mayor precio, adquiridos por exponentes de la burguesía alta y media, como el FIAT 1400 y el Alfa Romeo 1900 (este usado también por la policía: la llamada pantera) o como el fantasmagórico y apropiado para los hijos jóvenes de los ricos Lancia Aurelia Sport 1200, el de la película «La escapada», que competía directamente con el Alfa Giulietta Spider 1300. Con los automóviles y las bicicletas circulaban las Vespa y Lambretta, junto a algunas motocicletas de pequeña cilindrada. Aquella era una época en la que no existían todavía el ordenador personal ni el móvil, todas las familias tenían radio, pero poquísimas televisor, en blanco y negro y solo con el canal de la RAI: pero no había publicidad, salvo el simpático y hoy en día casi mítico «Carosello». Una Turín, en suma, en la que un investigador podía trabajar casi como sus colegas de los clásicos de la novela europea negra y policiaca de los años 1920 a 1950.

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Mariangela y su familia, los Ranfi, vivían en la periferia, en una casa nueva con portero automático. Eran poco más de las 19:

—Soy el brigada Velli —grité espontáneamente, ya que la voz masculina que me había respondido apenas se oía.

El hombre replicó con impaciencia:

—… ¿pero por qué tiene que gritar tanto? —Y añadió un insulto vulgar.

—¡Seguridad Pública! —dije enojado.

—¿Cómo? —La voz está vez, sonaba alarmada.

Recordando que no tenía una orden judicial, me contuve y repliqué con calma:

—Soy el subbrigada Velli. Déjeme subir: debo hablar con la señorita Mariangela. Es por la agresión.

—Ah… sí: primer piso, escalera B, de Bolonia.

Estaba a punto de entrar cuando un hombre de unos cincuenta años salió ágilmente del edificio mirando al suelo. Era grande, calvo y tenía un esbozo de joroba. En un segundo, lo detuve mostrando mi placa:

—¡Documentos! —¿Tal vez habían tardado en abrirme para que pudiera salir?

Me dijo espontáneamente, con un fuerte acento siciliano:

— Pe'cché mai, che fici?! Niente di niente fici! 8

—¡No discuta! ¡Documentos! —Por prudencia, colocando la mano derecha a un lado, bajo la chaqueta, la acerqué a la pistola que llevaba en su funda mientras con la izquierda tomaba la tarjeta de identidad del hombre.

Era un comerciante ambulante, que vivía en el edificio. Su apellido, Gargiulo, no se correspondía con el de Mariangela, pero podía ser un pariente político.

—Lléveme a su piso.

—… pero comisario…

—Soy subbrigada. No se preocupe, estos realizando una investigación… Así que estamos interrogando a todos en la zona.

Se calmó:

—Mire que somos buena gente.

Según los empleados de Benvenuto, el agresor hablaba con acento piamontés, pero ya sabía por experiencia que los testimonios muchas veces eran incorrectos, aunque fuera involuntariamente. Por otro lado, el maltratador había dicho muy pocas palabras. Además, había advertido una cicatriz sobre la frente del hombre, aunque muy corta y vertical, sobre la nariz, no larga y horizontal.

No tenía ningún derecho a comportarme así: solo podía comprobar los documentos del hombre y luego dejarle que siguiera su camino.

Tomamos el ascensor hasta el sexto piso.

Una vez en la vivienda, le pedí que reuniera a todos los miembros de la familia, porque tenía algunas preguntitas que hacer. A los Gargiulo les debía ir bastante bien: de hecho, un televisor, y además de 21 pulgadas y no de 17, algo de ricos en 1959, destacaba en la estancia en la que nos reunimos: el jefe de la casa, su mujer, una señora baja y estropeada de unos cincuenta años, tres hijos de quince a veinte años, que ayudaban al padre en los mercados, y yo.

—¿Estáis todos?

—Sí —respondió la madre.

—… y de vuestros parientes, los Ranfi del primer piso, ¿qué me podéis decir?

—¿Parientes? —se sorprendió el hombre—, ¡pero si ni siquiera nos conocemos!

—¿No me digáis que vivís en la misma casa y nunca los habéis visto?

—Sí, visto sí— respondió por él la mujer—, pero solo dándonos los buenos días o las buenas noches; ecché, male ficero? 9

—Antes que nada, ¿adónde iba? —pregunté al cabeza de la familia sin responder a la pregunta.

—¡Eh! ¿Adónde iba a ir? Con los amigos al bar, como siempre. Para… para charlar amigablemente y tomar un aperitivo antes de cenar.

Había abusado demasiado y decidí despedirme. Pero antes dije, dirigiéndome a la señora:

—A propósito de su pregunta, los Ranfi no han hecho nada malo —Les di las gracias y me dispuse a bajar a pie al piso de Mariangela.

—Un dolor en el culo —me llegó desde el piso, con la puerta ya cerrada: era la voz de la señora.

Había sido Nicola, el padre de Mariangela, el que había respondido al portero automático: grande, pero en un sentido enfermizo, ojos arrugados y rostro exangüe, no tenía piernas y estaba en una silla de ruedas. En cuanto su esposa, Annachiara, me llevó a la cocina, el hombre, que todavía estaba junto a la entrada, me dijo sin aliento, como si no hubiera esperado otra cosa en su vida:

—Es la fábrica la que me redujo a esto: un accidente en el trabajo que se hubiera podido evitar si…

—… son cosas que no le interesan al señor —le calló la esposa, una mujer agradable, alzando brevemente los ojos al techo. Luego dijo, volviéndose a mí—: ¿Podemos ofrecerle un café, oficial?

—No, gracias: todavía no he cenado.

—Bueno, pues un aperitivo —Acercó otra silla a la mesa y, mirando por un momento su marido, me dijo—: Si se lo permite, oficial, él se va ahora a oír la radio. Usted, por el contrario, se sienta aquí con nosotras —E inmediatamente tomó la botella de la fresquera, un licor ordinario, y empezó a servirme mientras su cónyuge se iba yendo, mientras farfullaba:

—¡Menos mal que me han dado la pensión de invalidez! Si no, quién sabe cómo nos las arreglaríamos en esta casa.

—Menos mal que mi hija trabaja y yo trabajo todo el día —me susurró la señora de la casa, sin preocuparse por que el consorte, apenas al otro lado de la puerta, pudiera oírla y tendiéndome el vaso, añadió—: Modestamente, creo que nos las arreglamos bastante bien sin señores.

Me acomodé, después de dar la mano a Mariangela, que estaba sentada en la mesa. Apenas debían haber terminado de cenar, porque todavía estaban allí los platos con los restos de la fruta.

—¿Toda la familia está aquí? —pregunté a la joven, mientras la madre se sentaba a su vez.

—Sí.

—¿Otros parientes aquí en Turín?

—El único pariente es mi marido —intervino Annachiara.

—No entiendo.

—No, no en el sentido de que es mi marido, sino en que somos primos muy lejanos. Vinimos aquí hace muchos años.

—¡Nos habíamos metido en un lío! —se entrometió desde la otra estancia la voz de Nicola, que, evidentemente, estaba oyendo todo—: ¡Yo tenía solo trece años, modestamente! ¡Y ella también! Fue en 1941. Escapamos de Apulia para venir aquí, a Turín. ¡Querían matarnos, sus parientes y los míos! Ella llevaba a Mariangela en su vientre, ¿entiende? —A esto le siguió una risita chillona.

La mujer se puso lívida:

—No le haga caso: después del accidente se ha vuelto un poco… raro.

—Al menos —llegaba de nuevo la voz del consorte—, no se tuvo que pagar las celebraciones: matrimonio aquí, en Turín, una vez llegamos a la edad legal. ¡Matrimonio de pobres!

Annachiara quiso precisar:

—Muchos sacrificios, oficial. Como muchos mozos estaban en el frente, Nicola encontró trabajo con un artesano, sin cotizar, naturalmente, y por unas pocas liras. Yo trabajé como asistenta de su jefa, solo comida y alojamiento. Cuando se dieron cuenta de que estaba encinta, quisieron echarme, pero luego sintieron compasión y…

—… ¡no! Le convenía explotarnos —esta vez el tono de voz del hombre era airado.

—En resumen, la señora me ayudó con el parto, dejando que me quedara con la niña, en lugar de hacerme dejarla en el orfanato. Nicola dormía sobre un catre en un rincón del taller, yo con Mariangela en el desván de la casa, pero estábamos en guerra y de noche, por las alarmas, estaba casi más tiempo en el sótano que en la cama. La pudimos reconocer como nuestra, a la niña, solo después del matrimonio. Para el papeleo, nos ayudó un abogado de un sindicato, porque había complicaciones, dado que no habíamos registrado el nacimiento: se basó en cosas como la guerra, los bombardeos y la familia dividida.

Se entrometió de nuevo la voz del marido:

—La guerra terminó justo a tiempo. Si no, hubiera acabado siendo soldado.

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