—¿Qué hacéis? ¿De estatuas? ¿Quién es este? Y vosotros, ¿quiénes sois?
—El jefe, y nosotros somos sus empleados —respondió una joven por todos.
—¿Habéis llamado ya a una ambulancia?
—N… no —balbuceó.
—¿Usted es…?
—Mariangela.
—Podría denunciaros por omisión de socorro, ¿lo sabéis? —Pedí a uno de los míos que llamara a una ambulancia por teléfono y luego identifiqué a los cuatro. Se trataba de un hombre grande y grueso de unos treinta años, un tal Alfonso, turinés, de cara larga, muy pálido y dientes de caballo, que llevaba una alianza nupcial, y de tres señoritas de unos diecisiete a diecinueve años, todas del sur, de la primera inmigración, y todas muy bonitas, Mariangela, Jolanda y Annunziata, rubias, pero, como se veía en las raíces de sus cabellos, sin duda teñidas.
Llegó la ambulancia, que condujo al herido al cercano Hospital Instituto de la Caridad Cristiana. Mandé a uno de mis hombres con la víctima, para caso de que recuperara la consciencia y dijera algo acerca de la agresión, algo que resultaría inútil.
Ordené a los empleados que me contaran los hechos. Me respondieron hablando todos a la vez, por lo que los interrogué individualmente. Era Mariangela la que había telefoneado: como me atestiguó en primer lugar, un hombretón al que nunca habían visto antes había irrumpido de repente desde la calle, gritando con el rostro encarnado: «¿Dónde está ese monstruo de circo? ¡Sal, cerdo!» Dando grandes zancadas, había entrado en la oficina de dueño, Tarcisio Benvenuto, que en aquel momento estaba sentado en su mesa haciendo las cuentas. Allí había empezado a darle puñetazos sin más palabras. El propietario, consiguiendo protegerse con sus brazos, había podido levantarse de la silla y escapar casi hasta salir de la tienda bajo una tormenta de patadas en el trasero, pero antes de que pudiera huir por la calle, el otro le había aferrado con la mano derecha por la solapa y lo había aplastado contra los muebles de la casa, lanzándole con el puño izquierdo una avalancha de golpes en la cara y la cabeza hasta que la víctima se desplomó en el suelo. Luego el hombretón se fue de inmediato, exclamando con acento piamontés: «¡Así aprenderás, pedazo de mierda!»
Los demás empleados confirmaron la versión de los hechos.
—¿Sabéis si Benvenuto tenía enemigos?
—Supongo que tendría un montón —respondió por todos Alfonso. Jolanda y Annunziata asintieron con la cabeza. Por el contrario, Mariangela me miró directamente a los ojos, abriendo ligeramente la boca, como para decir algo, pero se quedó callada.
La pregunté:
—¿Tenéis alguna idea de por qué el insulto de monstruo de circo?
—Porque… lo es, pobrecillo.
—¿Pobrecillo? —dijeron a coro los otros tres, mirando a Mariangela con desaprobación. Luego, solo Annunziata dijo:
—Tiene el aspecto que se corresponde con su carácter.
—¿Qué quiere decir? —pregunté, curioso.
—Quiero decir que tenía un brazo de más, sobre el pecho, que al entreverlo bajo la ropa parece salir de la espalda derecha, aunque no lo muestra nunca: como mucho, alguna vez despuntaban solo los dedos, asomando entre los botones de la camisa, me refiero a ciertos momentos en los que estaba más enfadado y no conseguía refrenarse.
—Además —intervino Jolanda—, en la parte de la derecha tiene una fila doble de dientes y una monja que vino aquí una vez nos dijo que también tiene un pedazo de cerebro de más. Es verdad que, a veces, le hemos sorprendido haciéndose preguntas y respondiéndose solo en voz baja. Además… también hay otra cosa… que no me atrevo a decir.
—¿Otra cosa?
—Sí —precisó Alfonso—, parece que entre las piernas… ¡tiene dos! —Y empezó a reírse.
—¿Quién os lo ha dicho? ¿También la monja? —pregunté entre contenido y divertido.
—No —respondió Annunziata— se lo dijo Giulia.
—¿Quién es?
—Una colega que fue despedida hace unos días: parece que el jefe le hizo propuestas… vaya, parece… que la quería en los dos sentidos, vaya.
—En realidad —se entrometió Alfonso—, no dijo que la quisiera en los dos sentidos, pero el hecho de que supiera de las dos cosas entre las piernas hace pensar que Tarsicio al menos se las hizo ver —Y se rio más fuerte que antes.
Pedí que me describieran al agresor. Todos estuvieron de acuerdo: se trataba de un hombre muy de unos cincuenta años, ojos castaños pitarrosos, sin cejas y completamente calvo, grandes orejas de soplillo, grande y grueso, cuello corto y potente, brazos de descargador y ancho de hombros, espalda curvada. Tenía una cicatriz violácea horizontal sobre la frente que la atravesaba casi completamente y la nariz achatada de un boxeador. La boca era pequeña, casi sin labios.
—… Y llevaba unos zapatos que serían de talla cincuenta —completó Mariangela.
—Tampoco este, como monstruo, está mal —bromeé con una breve sonrisa. Luego pedí que me dieran el apellido y la dirección de la empleada despedida y copié de los libros de contabilidad los datos de proveedores y clientes: datos incompletos, porque, como supimos por Alfonso, muchas de las ventas al detalle, las de los accesorios, se habían realizado a viandantes desconocidos y la mayor parte de las adquisiciones eran a personas privadas, pagadas al contado sin que quedara ningún rastro de ellas. 5
Ya casi era la una. Tras anunciar que tal vez volvería a pasar y que, en todo caso, serían convocados para una declaración formal, dejé que los empleados cerraran la tienda y me fui a casa de mis padres.
Después de un centenar de metros, cuando entraba en a Via della Consolata, me llegó la voz de Alfonso:
—¡Brigada! —Me había seguido, añadió en cuanto se acercó, para decirme algo a espaldas de Mariangela—: Parece que esa criña 6se lo hacía con el jefe. Se ve —añadió— que le gusta que se lo hagan de dos maneras a la vez. Y por eso está de su parte. De todos modos… no sé, tal vez me equivoque, pero… ¿y si hubiera sido un pariente de Mariangela el que ordenara fraccare a golpes 7al jefe?
—Me habéis dicho que el hombre tenía acento piamontés, mientras que Mariangela es del sur. Si fuese un pariente suyo…
—… podría haber emparentado aquí con uno de los nuestros —sugirió, recalcando la palabra nuestros como dando a entender que se trataba de una estirpe mejor y mostrando una mueca de disgusto.
—Está bien, lo comprobaremos.
—… pero le ruego…
—No diremos nada a sus colegas, esté tranquilo.
Nos dimos la mano: la suya era viscosa.
III
De vuelta a la oficina después de tomar rápidamente la pasta con mis padres, redacté el informe para Vittorio.
Mi amigo no estaba. Hacía una media hora que se había ido a la estación de Porta Nuova para esperar un tren que debía traerle de Nápoles una ancella, como había pronunciado en broma. Se trataba, había precisado, de una huérfana de diecinueve años apenas alfabetizada, Carmen, que le enviaban su padre y su madre, «después de las debidas enseñanzas domésticas durante dos meses por parte de mamá», para que le llevara la casa, con un salario razonable, impidiendo así que, al vivir solo, continuará «estropeándose el estómago y el hígado en las casas de comidas».
Mi amigo llegó a la comisaría hacia las cinco de la tarde y con cara de completa satisfacción me dijo:
—Hoy he comido bien, ¡viejos sabores de mi hogar! Te tengo que invitar, Ran —Pero cuando supo acerca del caso del monstruo, se puso serio—: ¡A trabajar! Mira: esta tarde, hacia la hora de la cena, te vas a la casa de la tal Mariangela, como un invitado inesperado, y mientras están todos en la mesa ves si alguno de ellos tiene las características del agresor, escuchas y… en resumen, ya me entiendes. Pero trata de no despertar sospechas delante de sus parientes si ves que todo está bien. Cuando vuelvas, me cuentas.
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