Joaquín Peón Iñiguez - La extracción de la piedra picaresca

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Esta es la historia de un pícaro que nació en cuna robada y nunca tuvo más talento que la travesura", así comienza el alegato por parte del abogado defensor de Piter Pérez (acusado de hurtar la Alhaja de Leningrado), un niño bastardo que, a falta de madre, de padre, y cuya única herencia fueron las claves y secretos del buen mentir, se entrega a la hospitalidad callejera en busca de trabajo y amistad, y donde además descubre su capacidad para amar.
La extracción de la piedra picaresca es una historia contada a través de las voces de los protagonistas: el abogado defensor y los testigos dan vida al acusado a través de testimonios que van a favor o en contra: «Tenía un ojo para la travesura como pocos tienen oído para la música», «Piter intentó, desde que llegó a este mundo, dar a otro ese amor que cargaba, pero nadie lo quería recibir», «Los últimos vestigios de mi esperanza se hicieron añicos cuando se apareció el chamaco que, para sorpresa de nadie, ahora es acusado de criminal»…
El autor de La extracción de la piedra picaresca, Joaquín Peón Íñiguez, hace guiños a la tradición de la picaresca (Periquillo sarniento y El Lazarillo de Tormes) y a través de su discurso irónico permite entrever el dolor y la rabia de quienes han sido marginados y pugnan por sobrevivir. Ya lo dijo el abogado de Piter para concluir la defensa: "Si el castigo es el medio de la autoridad para ajusticiar, ¿por qué la picardía no podría ser la justicia de quienes no caben en la política, la civilización o la ley?

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Lo cierto, lo sabe porque a su padre le encantaba contarlo, es que manifestó sus primeras impresiones del mundo al mear la calva del doctor. Según decían, tomó más años de lo habitual enseñarle cuál era un espacio propio para orinar y cuál no. Autos ajenos, inflables de fiestas infantiles y resbaladillas, no son bien vistas por la sociedad como urinarios. Lo normal. Ese es el tema. Los urinarios, por lo tanto, también.

La mayoría de las personas que viven en el mundo civilizado tienen una idea de lo que es una familia normal; sin embargo, no hay nada menos normal que una familia —salvo dos o tres familias juntas en un día de campo—. Así se les llama siempre, tengo entendido, sin importar cómo cumplan con sus funciones. Igual que los urinarios, que no cambian de nombre cuando están descompuestos.

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A su padre lo veía cada viernes o quincena o mes, siempre en fines de semana. De lunes a viernes trabajaba en una planta de energía nuclear en la costa. A Piter nunca lo llevó porque, según él, la radiación era más peligrosa para los niños.

—Yo ya soy radioactivo, por eso debo beber toda esa cerveza, para inmunizarme, pero tú eres un escuincle, podrías quedarte de ese tamaño para siempre o incluso encogerte más.

Y luego contaba anécdotas de las extrañas mutaciones que ocurrían alrededor de su trabajo. En principio eran animales, pájaros con tres alas que solo podían volar en línea recta, lagartijas que se derretían al sol y se rehacían en la sombra. También algunos insectos, como el cucaragato o la araña que tejió un pueblo. Al cabo de un tiempo, cuando Piter rondaba los ocho años, le contó de los percances que sufrían sus compañeros. Recuerda en particular la historia de uno al que le habían crecido un par de pezones encima de los párpados.

Cuando su hijo cumplió nueve, llegó tres horas tarde a la fiesta, pero con el beneficio de llevar una oreja falsa adherida a la frente, que se volvió el foco de atención y motivo de celebración entre los niños, pero no le alcanzó para escuchar a la madre de su niño llorar a cántaros en el baño.

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La única ocasión en que su padre los llevó de viaje, lo hizo para esconderse de un cliente al que le vendió diez computadoras descompuestas. Condujeron entre los agaves en un auto de origen incierto. Caminaron por el centro colonial y ya tarde llegaron a la playa. La oscuridad cayó como un manto de plomo y Piter tuvo la sensación de estar atrapado en una postal. Apenas desempacaron las maletas, la noche se vino bocabajo y el cielo, lejos de las luminarias de la civilización, reveló miles de túneles de luz a la pupila. Piter se recuerda acostado en la arena, con su madre a un lado, su padre al otro, a merced de un cielo protector. Nunca volvió a experimentar semejante paz.

Al día siguiente, cuando despertaron, un viejo jipi que la noche anterior les había contado de la cueva de los platanales jurásicos y de los tiburones que viven en la arena, les informó que amaneció con marea roja. Así fue que el niño levantó castillos y murallas mientras el mar oleaba peces muertos hasta la costa. Su madre no supo explicar el fenómeno y su padre, a falta de conocimiento, dijo que los ciclos menstruales de las ballenas debieron haberse alineado a causa de las lunas de mar. Durante años pensó que así eran siempre las playas. Imaginaba a la gente tomar el sol, jugar al frisbi, nadar desnudos bajo la luna menguante, pero con cientos de peces muertos siendo arrastrados a su alrededor.

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El chico que tienen frente a ustedes no tuvo una madre adulta sino en transición a la adultez, es decir, atravesaba el primer umbral de la desilusión. Y tal vez su juventud lo explique, estoy seguro de que la mayoría de los integrantes del jurado alguna vez fueron jóvenes y de que algunos todavía lo son, pero tal vez no; pudo ser su hambre de vida, sus ganas de mostrarle el mundo su incomodidad con la mazmorra en que vivían, con los niños sicarios que la rondaban, o quizá su miedo a encontrarse a solas consigo misma. Lo cierto es que en ese entonces no sabía estarse quieta.

A Piter sus primeros años se le figuran como un montaje fílmico, con pasajes quemados por la luz, un flujo de espacios disímiles aunque continuos. Un tianguis, un parque, un camión. Una sala vacía y una docena de mujeres bailando. Una casa de empeño. Un concierto de música electrónica. Una celda de centro comercial. Hasta que su madre perdió el dominio de sí, por cierto, y disculpe usted, su señorisisísima, en consecuencia de la aprobación de una ley, y ya no hubo domingos de caminatas en el campo, ni sábados de cantina de mierda en la periferia de la ciudad.

Los paseos favoritos del acusado siempre fueron nocturnos. A veces su madre hacía planes para salir y luego su padre no se aparecía, de modo que con un brazo cargaba una bolsa de colosal proporción y con el otro llevaba al niño o lo arrastraba o lo usaba para desenfundar el dedo gendarme. Luego llegaban a un departamento en un barrio marginal, se desprendía de la bolsa, del chamaco, y usaba sus brazos para abrazar, beber o rumbear. Él no entendía del todo, pero percibía la calidez, la alegría, la ridícula esperanza que caracteriza a las amistades en juventud. De algún modo sentía que pertenecía a esa jácara y no a la solemnidad de esos otros espacios no festivos, como la guardería.

Por su memoria desfilan rostros, quizá con otras orejas, otras sonrisas, acercándose a jugar con él o a escucharlo o a relatarle con desbordado entusiasmo su interés por un disco, una idea, un lugar. Había uno de ellos que le decían el Mapache y casi siempre hablaba de cine. El tipo tenía una memoria privilegiada y podía actuar prolongados diálogos por sí mismo, sin fallar una sola línea. Fue así como Piter vio por primera vez una docena de películas, sentado en un sofá, en medio de un bailongo tropical, frente a un loco poseído por su amor al séptimo arte.

Se acuerda también, como si lo hubiese visto en una sala de cine, de la primera vez que su madre lo llevó a ese lugar alfombrado, con luces de colores, caballeros con trajes de sastre, bebidas en copas estilizadas y máquinas que parecían del futuro, ese lugar de gente discretamente desesperada, que la conduciría a la ruina.

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Apunte por favor, joven mecanógrafo, que aun en la lejanía, en la umbra de los pensamientos remotos, tras años de padecer las inclemencias de la vida en sociedad, Piter conserva su experiencia en las guarderías públicas entre las más grotescas demostraciones de que el ser humano, en lugar de alma, tiene una paloma gorgoreando. Así como los locos terminan por dedicarse a la psicología, y las personas que solo piensan en sus intereses terminan por gobernar un país, la gente que guarda rencor a su infancia termina por abrir una guardería.

La primera a la que lo llevó su madre se hallaba a tres cuadras de su casa, frente a un parque donde oscurecía antes que en el resto de la ciudad. Habrá tenido cuatro años y fracción, ella trabajaba turno completo en un centro de llamadas y él se quedaba nueve horas a merced de la señorita Tecla, su primer archienemigo, un ser del inframundo, libre de acusaciones penales, que reprimía toda energía vital de los niños. Su juego favorito consistía en confinarlos dentro de jaulas para mascotas y salir a fumar. Pero, ¿quién castiga al castigador? Castigar amerita cuando menos un castigo, dirían los progresistas.

Una mañana de aquellas, Piter aprovechó el cigarro del mediodía y se las arregló para salir de la jaula, escalar la despensa, tomar el frasco de azúcar, vaciarlo en la papilla y revolverlo sin dejar rastro. Llegó la hora de la comida y, como era viernes, también sirvieron postre, un helado industrial cuyo sabor nunca pudieron adivinar. Cuando se levantaron de las sillas fue como si se hubiese abierto la Caja de Pandora, pero peor, con niños azucarados. De súbito, la sala de juegos se convirtió en zoológico y estaban los niños cabra, los niños chango y Piter, un alebrije prensado del tupé de la señora Tecla, colgado de su espalda, exigiendo que cabalgara hasta un lugar donde no existieran reglas para los niños.

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