Maria Edgeworth - Ennui

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¿Qué te queda por desear cuando ya lo tienes todo?El conde de Glenthorn fallece dejando a su heredero su título y una enorme fortuna. El joven conde se entrega sin medida a las diversiones y vicios de moda pero, incluso mientras disfruta de todos ellos, se siente permanentemente insatisfecho sin saber por qué. Es víctima del 
ennui, un hastío que sobreviene a quien lo tiene todo.Sin embargo, la visita de la nodriza irlandesa que lo crio hace que Glenthorn emprenda un viaje a las antiguas tierras de su familia en Irlanda, donde encontrará los mejores antídotos contra su enfermedad: el amor, las aventuras y el trabajo.Maria Edgeworth es la principal novelista inglesa de finales del siglo XVIII y comienzos del XIX . Entre sus admiradores se contaban Jane Austen, Lord Byron, Stendhal, Iván Turguénev, Anthony Trollope o Walter Scott."He decidido leer únicamente mis obras y las de Maria Edgeworth." Jane Austen"Las novelas de Maria Edgeworth han sido una revelación para mí. Me gustaría, aunque fuera a mi modesta manera, ser capaz de emular los maravillosos retratos irlandeses que hace la señorita Edgeworth" Iván Turguénev"
Ennui me tiene encantada." Madame de Staël"La contribución más innovadora, valiente e influyente de una escritora inglesa antes de Charlotte Brontë y George Eliot." Marilyn Butler"
Ennui es una obra perfecta, a la altura de los mejores textos de Voltaire." The Edinburgh Review

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John, tras una pausa, prosiguió:

—Te digo, Timothy, que me parece que esta carretera que seguimos nos acabará llevando mar adentro. Supongo yo que si la seguimos acabaremos topando no con un castillo, sino con un barco, pero no sé decir exactamente dónde.

Consternados y perdidos, al final se detuvieron a debatir si aquel era el camino correcto para ir a la casa. Mientras conversaban entre ellos, se acercó un carretero irlandés, que silbaba mientras caminaba junto a su carro y su caballo.

—Buen amigo, ¿es este el camino que lleva al castillo de Glenthorn?

—A Glenthorn va, desde luego, señor.

—¿Y va al castillo?

—De bruces se darán con él, después de la siguiente curva.

—¡De bruces! —Mientras los postillones se preguntaban sobre el significado de esa expresión, el carretero dejó un momento caballo y carro, dio media vuelta y se acercó a ellos para explicar por signos lo que no conseguía hacer inteligible con palabras.

—¿Ven? ¿Pues no está aquí el castillo? —gritó, adelantándose a nosotros en la curva y quedándose allí, señalando algo que nosotros no podíamos ver, pues lo ocultaba un promontorio de rocas.

Cuando alcanzamos en punto en el que él estaba, pudimos ver una panorámica completa del castillo de Glenthorn: parecía elevarse del mismo mar, abrupto y aislado, con toda la lúgubre grandeza de otros tiempos, con sus torretas y murallas y una enorme entrada cuyo arco ojival retrocedía en perspectiva entre las torres que lo rodeaban.

—¡Es el señor en persona, si no estoy muy equivocado! —dijo nuestro guía, quitándose el sombrero—. Mejor será que me adelante y dé la voz en el castillo.

—No, amigo mío, no hay motivo para que se tome más molestias de las que ya se ha tomado; mejor vuelva con su caballo y su carro, que ha dejado en el camino.

—Oh, ya están acostumbrados, señor, continuarán tranquilamente solos y yo iré corriendo al castillo como una liebre para llevar la noticia.

Dicho y hecho, echó a correr frente a nosotros sorprendentemente rápido, mientras nuestros cansados caballos nos arrastraban con lentitud penosa por el camino de tierra. Al acercarnos, las puertas del castillo se abrieron y varios hombres, que parecían enanos comparados con el altísimo edificio, salieron empuñando antorchas. Por el esfuerzo que hacían y la vehemencia con la que se gritaban los unos a los otros, uno habría creído que el castillo entero estaba en llamas, cuando en realidad solo estaban bajando el puente levadizo. Mientras cruzábamos este puente, se abrió una ventana en el castillo, y una voz, que reconocí como la de la anciana Ellinor, exclamó:

—¡Cuidado con el agujero que hay en medio del puente! ¡Dios te bendiga!

Crucé el puente salvando el hueco y pasé por la enorme puerta, que se abría a un camino porticado al final del cual acababan de encender una lámpara: finalmente llegué a un gran espacio abierto, que era el patio del castillo. El sonido hueco de los cascos de los caballos y el del carruaje traqueteando por el puente levadizo fue inmediatamente substituido por las extrañas y ansiosas voces de personas que llenaban el patio con todo tipo de ruidos, en un contraste radical y sorprendente con el silencio con el que habíamos viajado sobre el camino de tierra. El enorme efecto que mi llegada surtió de inmediato entre la multitud de sirvientes y demás empleados que salieron del castillo me dio una idea de mi importancia mucho mejor que nada de lo que había vivido en Inglaterra. Estas personas parecían haber «nacido para servirme»: la afanosa precipitación con la que corrían de un lado a otro, el tono en que se dirigían a mí, diciendo, algunos entre lágrimas, «¡Larga vida al conde de Glenthorn!»; otros me bendecían por haber venido a gobernarlos. El conjunto me transmitía más la idea de vasallos que de arrendatarios y hizo que mi imaginación volara siglos atrás, a la época de los señores feudales.

La primera persona que vi al entrar en el salón de mi castillo fue a la pobre Ellinor, que se abrió camino a empujones hasta mí:

—¡Es él! —gritó ella.

Entonces, volviéndose de súbito, añadió:

—¡Mis ojos lo han visto en su castillo! ¡Mis ojos lo han visto aquí y si Dios quiere llevarme ahora mismo, moriré contenta!

—Mi buena Ellinor —dije yo, profundamente emocionado por su afecto—, mi buena Ellinor, espero que vivas muchos años felices más, y si puedo contribuir…

—¡Y que me hable con tanto cariño delante de todos! —me interrumpió—. ¡Oh! ¡Es demasiado! ¡Es demasiado!

La anciana rompió a llorar y, tapándose el rostro con el brazo, se marchó de la sala.

Las escaleras que tuve que subir y la longitud de las galerías por las que me condujeron hasta llegar a mis aposentos —donde me sirvieron la cena— me dieron una idea de lo grande que era mi castillo, pero estaba demasiado fatigado como para disfrutar de las gratificaciones que ofrece el orgullo. Al sencillo placer del apetito, en cambio, me entregué por completo: devoré con voracidad una de las cenas más abundantes y hospitalarias que jamás se ha preparado para un noble, ni siquiera en los tiempos en que los bueyes se asaban enteros. A continuación me entró tanto sueño que pedí que me llevaran de inmediato a la cama. Fui llevado por otra serie interminable de cámaras y pasillos y, mientras atravesaba uno de estos, se abrió la puerta de un extraño dormitorio y de ella emergieron varias cabezas de mujer, entre las cuales pude distinguir el rostro de la anciana Ellinor; pero en cuanto me volví hacia ella, la puerta se cerró tan rápido que no tuve tiempo de hablar. Solo alcancé a oír las palabras:

—¡Bendito sea! ¡Es él!

Tenía tanto sueño que me alegré de ahorrarme una posible conversación, pero agradecí de corazón la bendición de mi pobre nodriza. La torre en la que, tras constantes agasajos, me dejaron al fin a solas para que reposara, estaba decorada con magníficos tapices antiguos. Se asemejaba tanto a una habitación de un castillo encantado que, de no haber estado demasiado cansado, sin duda habría pensado en la señora Radcliffe. *Pero lamento decir que no tengo ningún misterio ni hecho portentoso que explicar sobre esa noche, pues en cuanto me tendí en mi antigua cama, me sumí en un profundo sueño.

Capítulo 7

Cuando desperté me pareció que estaba a bordo de un barco, pues lo primero que oí fue el ruido del mar retumbando contra las paredes del castillo. Me levanté, miré por la ventana de mi dormitorio y constaté que el paisaje rezumaba naturaleza salvaje. Al contemplar las vistas, se apoderó de mi imaginación la idea de que estaba muy lejos de la sociedad civilizada y embargó mi alma la melancolía que acompaña a la solitaria grandeza.

De este estado me sacó el afectuoso rostro de mi vieja nodriza, que en este instante asomó la cabeza por la puerta.

—Solo me he atrevido a entrar para ver el fuego, a ver si ardía bien, porque lo he encendido yo misma y no he querido avivarlo con el fuelle por no despertarte.

—Entra, Ellinor, entra —dije yo—. Entra, por favor.

—Lo haré, ya que veo que no estás con nadie que me dé miedo —dijo, paseando la mirada por la habitación y dándose por satisfecha al ver que no me acompañaba mi ayuda de cámara.

—Mientras yo viva no tendrás que temer a nadie —dije yo—, porque yo siempre te protegeré. No olvido cómo te portaste cuando creíste que estaba muerto en aquel salón.

—¡Oh! ¡No quiero ni pensar en ello! ¡Gracias a Dios que no pasó nada peor! Veo que ya te has recuperado. ¡Que Dios te conserve la vida! Seguro que debías estar muy cansado ayer noche, porque esta mañana estabas tendido muy quieto, durmiendo como un ángel; y eras igualito a cuando eras un bebé en mis brazos.

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