¿Ha muerto su alma?
No, no está muerta, está dormida. Ha sido sometida a la frustración de verse reducida a objeto de estudio arqueológico y biogeográfico. Y la sierra entera, expectante, está aguardando su plena manifestación... Pero cuando una suave brisa recuerde el alma dormida y sople dulcemente a la entrada de la cueva como un hálito de vida, no habrá ya un profeta que se estremezca tapándose el rostro y conteste, en nombre de la creación a esa llamada.
“O quizá sí” –pensé– “quizá ese hombre soy yo” Pero este pensamiento me asustó como algo que no puede mirarse cara a cara y desechándolo, seguí curioseando entre aquellas ruinas de tramoya.
También anteriores a la última reforma se veían por allí dos antiguos proyectores de diapositivas y numerosos álbumes de filminas apilados en una estantería: “El románico en Aragón”, “Cuando un bosque se quema, algo tuyo se quema”, “Conservación del oso pardo en los Pirineos”…Con ellos había numerosas publicaciones: folletos del antiguo ICONA, guías turísticas de la comarca, mapas excursionistas, publicaciones científicas y una carpeta que llamó mi atención. Desaté sus lazos y eché un rápido vistazo a los papeles que contenía. Eran recortes de artículos, fragmentos de libros fotocopiados o páginas sueltas de revistas especializadas, todos ellos relacionados con el sitio de San Juan de la Peña.
Alguien los había ido recopilando durante mucho tiempo, a juzgar por las anotaciones manuscritas en los márgenes y la diversa procedencia de las publicaciones. Algunos autores me sonaban como “Agustín Ubieto” o “Antonio Durán Gudiol”; otros tenían menos renombre académico o me eran totalmente desconocidos. Pero entre todos aquellos folios llamó mi atención un grabado –con los negros muy subidos por la multicopista– que representaba a los mismísimos Voto y Félix.
“Los que cuentan del principio de esta casa –narraba la cuartilla mecanografiada con la que el dibujo había sido grapado– dicen que hubo en aquella peña una ermita, en la cual hacía santa vida un ermitaño de nombre Juan de Atarés (…). Muerto este santo ermitaño, que por tal se le tiene, estuvieron en aquella ermita dos hermanos naturales de Zaragoza, Voto y Félix.” –Muy interesante, dos hermanos almendrones, por eso en Zaragoza tienen a su nombre sendos callejones– “Voto dicen que andando a caza por el bosque que queda en lo alto de este monasterio, corriendo tras un venado, llegó a la punta de la peña donde el venado se despeñó, y el caballo quedó con las manos en el aire, e invocando Voto a san Juan Bautista para que le valiese, volvió el caballo en redondo y quedó a salvo del peligro. Por lo que dejando el mundo y las riquezas que tenía, se hizo ermitaño con su hermano Félix en aquella ermita”.
Juan Bautista Labaña
Itinerario del reino de Aragón, 1610–1611
¡El mirador de San Voto! Así pues, no era un balcón a donde el santo se asomaba, ¡sino el risco por el que casi se despeña! Inauguraba así una tradición muy arraigada entre los zaragozanos domingueros cuyo único propósito es importunar a los montañeses y a los operativos de rescate… aunque san Voto no los necesitó pues confiando en la Providencia más que en un GPS, salvó en el mismo día alma y cuerpo.
El santo no tenía en el grabado el aspecto que yo había imaginado. Él y su hermano Félix parecían chicos de ciudad, con espadín al cinto, gorras adornadas con plumas, jubones acuchillados y ropillas muy galanas. El dibujante los había identificado escribiendo su nombre a los pies de cada cual. San Voto, con la barba cuidadosamente recortada al gusto de la época (de la época del grabado), parecía llevar la iniciativa. Ambos habrían bajado en busca del venado que esperaban encontrar reventado contra las peñas. Y habiendo desmontado pero todavía con las lanzas de montero en la mano, se habían adentrado en la cueva que hoy cobija al monasterio. Voto, milagros aparte, quizá aún pensaba cobrar la pieza; no se daba cuenta en ese momento de que era el ciervo el que le había herido con una sola de sus miradas. El dibujo representa el momento en el que, sorprendidos, encuentran en la gruta el cadáver incorrupto de Juan de Atarés. Lo del cuerpo intacto no lo dice la leyenda, pero se deduce del saludable aspecto del difunto, que tendido en el suelo y vestido con ropas de fraile, sostiene entre sus manos un crucifijo.
De este modo se hizo el relevo y los dos hermanos sostuvieron la plegaria escondida en el roquedo y otros hombres después de ellos la perpetuarían en aquel lugar sagrado durante siglos y siglos.
Todavía estuve junto a la ventana mirando a su luz aquellos papeles: allí aparecían los nombres del abad Sancho y de Evancio, monje de a pie en el siglo XI; de San Indalecio y Juan de Atarés… la lectura de aquel legajo se anunciaba prometedora, pero me estaba quedando frío y ya era hora de volver al trabajo, así que ordené los folios y al reagruparlos apoyando la resma sobre una estantería se escurrió el recorte amarillento de un periódico local:
“La leyenda del santo Grial” rezaba el titular.
¡El Santo Grial! Yo lo había visto en la catedral de Valencia, pero siempre había oído que durante los siglos más oscuros, cuando los caballeros de la tabla redonda partieron de Camelot en su busca, había sido custodiado en la abadía pinatense.
Eché un vistazo al artículo, leyendo en diagonal palabras sueltas: Parsifal, Jerusalén y los cruzados, Amfortas o el “Rey pescador”, Arturo, los caballeros del Santo Sepulcro, Alfonso I el Batallador…
¿Qué más podía pedir? La exploración de la segunda planta había sido tan excitante como la de los bosques nevados días atrás. Cerré la ventana. Ya podían caer chuzos de punta o nevar o granizar, que la letra impresa, como lluvia sobre mi espíritu, me llevaría muy lejos. Ya podía oír arneses y armaduras entrechocando entre las apretadas líneas de la escritura, ya escuchaba caballos piafando impacientes ante los paréntesis y lanzas quebrándose en los puntos y aparte y ya se batían en retirada los sarracenos ante la compacta formación de los párrafos que seguían a las banderas de cada mayúscula.
***
Dejé la carpeta en mi dormitorio, atrapada la hueste que rebullía entre sus papeles con los lazos de sus tapas, y pasé la tarde pintando. Acabé de componer la escena equilibrándola con un viejo tocón astillado y carcomido. Tenía unos apuntes de abetos muertos tomados a lápiz en los bosques de la Alta Saboya, cuando todavía era un estudiante de Bellas Artes. Entre ellos destacaba un árbol desmochado: un buen dibujo que había utilizado en más de una ocasión aunque cada vez lo interpretaba de manera diferente. En el mural para la selva de Oza lo dibujé mucho más alto, con piñas entre el ramaje seco y descortezado sólo en la parte superior…
¡La selva de Oza… con aquel trabajo sí que había pasado frío! Lo ejecuté en Zaragoza sobre siete paneles de dos metros cuadrados que después se instalaron definitivamente en la villa de Hecho. En mi taller no cabía semejante superficie, así que la administración me permitió trabajar en uno de sus almacenes. Eran los bajos de un edificio sin calefacción, con muy mala luz y sin agua corriente. Cada mañana tenía que ir a la fuente de César Augusto, junto al Mercado Central, romper el hielo y llenar un par de cubos: uno para pintar y lavar los pinceles, el otro lo usaba como orinal. Era diciembre, durante una ola de frío, en esos días de nieblas densas que tejen puntillas de escarcha en los tristes árboles del asfalto ciudadano. No se vio el sol en una semana y mi pequeña estufa eléctrica no llegaba a calentar el inmenso local. Pero en la pintura la luz entra a raudales entre las vetustas hayas y los pinos centenarios del bosque cheso; el musgo espeso de sus cortezas se enciende con verdes luminosos y el sol alcanza las cimas lejanas de Castillo de Acher y Petrachema, creando una atmósfera limpia y cálida. En mi imaginación resonaban unos versos de Machado: “Entre las vetustas hayas / y los pinos centenarios / un rojo sol se filtraba”. Cómo a partir de esas pocas palabras pude recrear la serenidad radiante de los primeros días del otoño montañés en la sórdida y fría calle del casco viejo es algo que todavía no puedo explicarme.
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