—Ésa es exactamente la situación. Watson estaba pidiéndome órdenes.
—Lo mismo hago yo.
—Muy bien. Esta noche está usted invitado a cenar, según tengo entendido, con nuestros amigos los Stapleton.
—Espero que también venga usted. Son unas personas muy hospitalarias y estoy seguro de que se alegrarán de verlo.
—Mucho me temo que Watson y yo hemos de regresar a Londres.
—¿A Londres?
—Sí; creo que en el momento actual hacemos más falta allí que aquí.
Al baronet se le alargó la cara de manera perceptible.
—Tenía la esperanza de que me acompañaran ustedes hasta el final de este asunto. La mansión y el páramo no son unos lugares muy agradables cuando se está solo.
—Mi querido amigo, tiene usted que confiar plenamente en mí y hacer exactamente lo que yo le diga. Explique a sus amigos que nos hubiera encantado acompañarlo, pero que un asunto muy urgente nos obliga a volver a Londres. Esperamos regresar enseguida. ¿Se acordará usted de transmitirles ese mensaje?
—Si insiste usted en ello...
—No hay otra alternativa, se lo aseguro.
El ceño fruncido del baronet me hizo saber que estaba muy afectado porque creía que nos disponíamos a abandonarlo.
—¿Cuándo desean ustedes marcharse? —preguntó fríamente.
—Inmediatamente después del desayuno. Pasaremos antes por Coombe Tracey, pero mi amigo dejará aquí sus cosas como garantía de que regresará a la mansión. Watson, envíe una nota a Stapleton para decirle que siente no poder asistir a la cena.
—Me apetece mucho volver a Londres con ustedes —dijo el baronet—. ¿Por qué he de quedarme aquí solo?
—Porque éste es su puesto y porque me ha dado usted su palabra de que hará lo que le diga y ahora le estoy ordenando que se quede.
—En ese caso, de acuerdo. Me quedaré.
—¡Una cosa más! Quiero que vaya en coche a la casa Merripit. Pero luego devuelva el cabriolé y haga saber a sus anfitriones que se propone regresar andando.
—¿Atravesar el páramo a pie?
—Sí.
—Pero eso es precisamente lo que con tanta insistencia me ha pedido usted siempre que no haga.
—Esta vez podrá hacerlo sin peligro. Si no tuviera total confianza en su serenidad y en su valor no se lo pediría, pero es esencial que lo haga.
—En ese caso, lo haré.
—Y si la vida tiene para usted algún valor, cruce el páramo siguiendo exclusivamente el sendero recto que lleva desde la casa Merripit a la carretera de Grimpen y que es su camino habitual.
—Haré exactamente lo que usted me dice.
—Muy bien. Me gustaría salir cuanto antes después del desayuno, con el fin de llegar a Londres a primera hora de la tarde.
A mí me desconcertaba mucho aquel programa, pese a recordar cómo Holmes le había dicho a Stapleton la noche anterior que su visita terminaba al día siguiente. No se me había pasado por la imaginación, sin embargo, que quisiera llevarme con él, ni entendía tampoco que pudiéramos ausentarnos los dos en un momento que el mismo Holmes consideraba crítico. Pero no se podía hacer otra cosa que obedecer ciegamente; de manera que dijimos adiós a nuestro cariacontecido amigo y un par de horas después nos hallábamos en la estación de Coombe Tracey y habíamos despedido al cabriolé para que iniciara el regreso a la mansión. Un muchachito nos esperaba en el andén.
—¿Alguna orden, señor?
—Tienes que salir para Londres en este tren, Cartwright. Nada más llegar enviarás en mi nombre un telegrama a Sir Henry Baskerville para decirle que si encuentra el billetero que he perdido lo envíe a Baker Street por correo certificado.
—Sí, señor.
—Y ahora pregunta en la oficina de la estación si hay un mensaje para mí.
El chico regresó enseguida con un telegrama, que Holmes me pasó. Decía así:
«Telegrama recibido. Voy hacia allí con orden de detención sin firmar. Llegaré a las diecisiete cuarenta. LESTRADE».
—Es la respuesta al que envié esta mañana. Considero a Lestrade el mejor de los profesionales y quizá necesitemos su ayuda. Ahora, Watson, creo que la mejor manera de emplear nuestro tiempo es hacer una visita a su conocida, la señora Laura Lyons.
Su plan de campaña empezaba a estar claro. Iba a utilizar al baronet para convencer a los Stapleton de que nos habíamos ido, aunque en realidad regresaríamos en el momento crítico. El telegrama desde Londres, si Sir Henry lo mencionaba en presencia de los Stapleton, serviría para eliminar las últimas sospechas. Ya me parecía ver cómo nuestras redes se cerraban en torno al lucio de mandíbula estrecha.
La señora Laura Lyons estaba en su despacho, y Sherlock Holmes inició la entrevista con tanta franqueza y de manera tan directa que la hija de Frankland no pudo ocultar su asombro.
—Estoy investigando las circunstancias relacionadas con la muerte de Sir Charles Baskerville —dijo Holmes—. Mi amigo aquí presente, el doctor Watson, me ha informado de lo que usted le comunicó y también de lo que ha ocultado en relación con este asunto.
—¿Qué es lo que he ocultado? —preguntó la señora Lyons, desafiante.
—Ha confesado que solicitó de Sir Charles que estuviera junto al portillo a las diez en punto. Sabemos que el baronet encontró la muerte en ese lugar y a esa hora y sabemos también que usted ha ocultado la conexión entre esos sucesos.
—No hay ninguna conexión.
—En ese caso se trata de una coincidencia de todo punto extraordinaria. Pero espero que a la larga lograremos establecer esa conexión. Quiero ser totalmente sincero con usted, señora Lyons. Creemos estar en presencia de un caso de asesinato y las pruebas pueden acusar no sólo a su amigo, el señor Stapleton, sino también a su esposa. La dama se levantó violentamente del asiento.
—¡Su esposa! —exclamó.
—El secreto ha dejado de serlo. La persona que pasaba por ser su hermana es en realidad su esposa.
La señora Lyons había vuelto a sentarse. Apretaba con las manos los brazos del sillón y vi que las uñas habían perdido el color rosado a causa de la presión ejercida.
—¡Su esposa! —dijo de nuevo—. ¡Su esposa! No está casado.
Sherlock Holmes se encogió de hombros.
—¡Demuéstremelo! ¡Demuéstremelo! Y si lo hace... —el brillo feroz de sus ojos fue más elocuente que cualquier palabra.
—Vengo preparado —dijo Holmes sacando varios papeles del bolsillo—. Aquí tiene una fotografía de la pareja hecha en York hace cuatro años. Al dorso está escrito «El señor y la señora Vandeleur», pero no le costará trabajo identificar a Stapleton, ni tampoco a su pretendida hermana, si la conoce usted de vista. También dispongo de tres testimonios escritos, que proceden de personas de confianza, con descripciones del señor y de la señora Vandeleur, cuando se ocupaban del colegio particular St. Oliver. Léalas y dígame si le queda alguna duda sobre la identidad de esas personas.
La señora Lyons lanzó una ojeada a los papeles que le presentaba Sherlock Holmes y luego nos miró con las rígidas facciones de una mujer desesperada.
—Señor Holmes —dijo—, ese hombre había ofrecido casarse conmigo si yo conseguía el divorcio. Me ha mentido, el muy canalla, de todas las maneras imaginables. Ni una sola vez me ha dicho la verdad. Y ¿por qué, por qué? Yo imaginaba que lo hacía todo por mí, pero ahora veo que sólo he sido un instrumento en sus manos. ¿Por qué tendría que mantener mi palabra cuando él no ha hecho más que engañarme? ¿Por qué tendría que protegerlo de las consecuencias de sus incalificables acciones? Pregúnteme lo que quiera: no le ocultaré nada. Una cosa sí le juro, y es que cuando escribí la carta nunca soñé que sirviera para hacer daño a aquel anciano caballero que había sido el más bondadoso de los amigos.
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