Oscar Wilde - Oscar Wilde y yo

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La relación entre Alfred Bosie Douglas y Oscar Wilde es una de las más desafortunadas de la historia literaria. Douglas conoció a Wilde en 1891 y pronto sus vidas quedaron fatalmente unidas. Douglas era un joven estudiante de Oxford; Wilde, un distinguido escritor al borde de la fama. En 1895 Wilde fue acusado de grave indecencia –eufemismo victoriano para referirse al amor homosexual– y condenado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading. Sabemos que en prisión escribe De Profundis, carta que dirige a Douglas con el fin de avergonzarlo mediante reproches, denigraciones y advertencias. Esta carta fue leída en un proceso judicial iniciado en 1913 por Douglas contra Arthur Ransome, que a modo de defensa la expone ante el jurado y hace que la opinión pública se vuelva contra Douglas, acusándolo de haber llevado a Wilde a la ruina moral, física y financiera.
Oscar Wilde y yo fue publicado en 1914, un año después del proceso. Se trata de un descargo contra la ola de demandas que los admiradores del escritor lanzaron contra Douglas y que no cesarían ni aun después de su muerte. Para disponer su argumento, Douglas hace una retrospectiva de la relación y del legado artístico de Wilde, que tilda de vulgar y perverso, llegando a afirmar en alguno de sus escritos que «Wilde es la mayor fuerza diabólica que existió en Europa en los últimos trescientos cincuenta años». Como fuese, pocas veces una polémica tan íntima causó tanto revuelo público. El texto de Douglas quiere refutar la carta de Wilde; la carta de Wilde es una refutación del texto de Douglas. Sin embargo ambos alegatos son mucho más que eso, pues surgen de una historia de amor prohibida, apasionada y secreta. El lector tiene la última palabra.

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Prólogo del editor

I

La relación entre Alfred Bosie Douglas y Oscar Wilde es una de las más desafortunadas de la historia literaria. Douglas conoció a Wilde en 1891 y pronto sus vidas quedaron fatalmente unidas. Douglas era un joven estudiante de Oxford; Wilde, un distinguido escritor al borde de la fama. Cuando su padre, el marqués de Queensberry, descubrió la relación homosexual de su hijo, insultó públicamente a Wilde con una nota denigratoria dejada en el club que frecuentaba el escritor irlandés. Wilde denunció a Queensberry por difamación, animado por el mismo Douglas. Pero luego la demanda se volvió en su contra: Wilde fue acusado de grave indecencia –eufemismo victoriano para referirse al amor entre hombres– y condenado a dos años de trabajos forzados en la cárcel de Reading.

Hasta aquí la historia conocida. Sabemos por gracia de los biógrafos de Wilde sobre sus tribulaciones, su liberación, su errancia y su escala final en París, en el Hotel D’Alsace, donde muere a los 46 años.

Sabemos también que en prisión escribe una carta, que este libro convierte en eje de todas las polémicas y controversias.

Lo que ignorábamos hasta ahora era el punto de vista del propio Bosie, que la historia se encargó de abolir so pretexto de haber sido el responsable de la decadencia moral, física y económica de Oscar Wilde. El estigma cundió entre todos los biógrafos y conocidos de Wilde –Harris (al menos antes de su retractación), Pearson, Winwar, Holland, el propio Ellmann– y colaboró para hacer de Bosie un personaje cuanto menos detestable.

II

Conocemos entonces a Bosie por las cartas de Oscar y, en particular, por la que éste le escribe en prisión y que fue dada a conocer como De Profundis. No conocemos a Oscar por las cartas de Bosie, pues la posteridad las ha ignorado, salvo quizás por la inclusión de alguna de ellas en un legajo judicial.

Un registro objetivo de la relación, a la vista del epistolario de Wilde, arrojaría resultados dispares. Bosie fue el gran amor de Wilde y fue también su ruina. Así lo admite el propio Wilde a su amigo Robert Ross. No obstante, la acusación bien pudo ser recíproca: Bosie viviría el resto de sus días perseguido por el fantasma de Wilde, que se hacía presente con misivas incriminatorias, alegatos, acosos y condena social.

La presente obra fue publicada en 1914, catorce años después de la muerte de Wilde. Se trata de un descargo contra la ola de acusaciones y demandas que los admiradores del escritor lanzaron contra Alfred Douglas y que no cesarían ni aun después de su muerte. Para disponer su defensa, Douglas recrea los entretelones de los juicios en los que se vio envuelto, al tiempo que aventa su historia íntima con Oscar. Hace luego un balance del legado artístico del autor de El retrato de Dorian Gray, que tilda de vulgar y perverso.

Como no podía ser de otro modo, Oscar Wilde y yo corrió la peor de las suertes. Sus contemporáneos lo defenestraron por adulterar la verdad, y tan pronto vio la luz fue relegado y sepultado. Tan escasa fue su circulación que en castellano existe solamente una edición de 1925, traducida y prologada por Rafael Cansinos Assens. Su versión sortea la polémica, quizás porque las secuelas de esta batalla aún estaban vigentes y varios de los implicados se encontraban vivos, aunque se muestra especialmente indulgente con Douglas, a quien, citando al propio Frank Harris, reconoce como poeta1.

Esta obra es susceptible de varias lecturas. En primera instancia se trata de un intento, quizás fallido, para exorcizar el legado de un autor cuyo talento fue reconocido incluso en vida. En este sentido, el trabajo de zapa de Douglas quiere ser sistemático: ataca tanto los aspectos literarios como morales y hasta estéticos de Wilde, a fin de hacer de él un imitador, a lo sumo algo ingenioso pero plagiario al fin. Para ello cita ejemplos, delata analogías y exhuma precursores, además de señalar, a voz en cuello, las fuentes de donde Wilde tima su genio. Sin embargo, y en medio de la encerrona, Douglas duda, retrocede y hasta parece vacilar. No es insensible a la fascinación que despiertan algunas páginas de Wilde, y no le cabe más que admitirlo. Entonces cede y, casi a escondidas, se prosterna ante los versos de La balada de la cárcel de Reading.

Siguiendo este razonamiento, tampoco faltaron quienes vieron en este libro la trasnochada reacción de un enamorado, que salta al cuello de su amante por despecho al sentirse traicionado. La lectura es justa y el texto parece consentirla.

Bosie sobrevivió a Wilde 45 años. Durante este tiempo lo atacó por escrito, fue preso, se casó, tuvo un hijo, se separó, se hizo católico, ludópata y antisemita. Vivió de juicio en juicio. Uno de ellos, en 1923, lo llevó al banquillo de los acusados por haber difamado a Winston Churchill, a resultas del cual fue condenado a seis meses de cárcel. Tan luego allí escribió un poema que merecería integrar una antología de la poesía inglesa y que tituló, como una maldición, In Excelsis. La literatura, sin embargo, le escatimó la fama: lord Alfred Bruce Douglas será por siempre el amante prepotente, frívolo e indócil del “pobre Oscar”.

III

La hiel que destila este alegato no procede solamente de Bosie, que acaso sí lo dictó, lo blandió y lo usó como ariete de una batalla en la que llevó siempre las de perder. Surge en incierta medida de la pluma de Thomas Crosland, que también odiaba a Wilde por su condición de homosexual y por haber “victimizado” al joven Bosie, de quien supo ser su amigo.

Las primeras páginas nos sitúan en uno de los tantos entredichos que vertebran el libro: el autor pide reparación a Frank Harris por ciertos pasajes de su biografía sobre Wilde. Harris la concede y se dispone a retirarlos en una futura edición, aunque se niega a incorporar la carta que le enviara Bosie. Éste, desairado, la estampa como primer capítulo en el presente libro.

Al mismo tiempo, Douglas nos pone al tanto de una demanda que inició contra Arthur Ransome, que en su estudio crítico lo hace responsable de arruinar a Wilde. Alega además que se entera, al inicio de este proceso, de que la carta conocida como De Profundis, que Wilde le dedicara en prisión, contenía pasajes omitidos en la primera edición que cargaban sin piedad contra él y su padre.

Entonces Bosie se cuadra y contraataca. No se le escapa que tanto Oscar como él fueron víctimas de una injusticia, pero es incapaz de admitirlo. De hecho, jamás reconoció que era, o había sido, homosexual2. El propio juez que intervino en el caso hubo de reconocer, años más tarde, que Wilde jamás debió haber sido encarcelado. Basta leer el texto de los procesos3 para sonreír ante el interrogatorio con que una corte de pacatos leguleyos trata de estigmatizar a Wilde, que no desaprovecha la ocasión para ametrallarlos con su repertorio de ironías y sarcasmos.

El interés de este libro radica, además, en que ha sido proscrito de la historia de las letras. Obra y autor han sido borrados de los anales literarios –sobre todo fuera del radio anglosajón–, y su nombre cruje apenas en las estanterías donde se apilan decenas de biografías laudatorias del autor de El retrato de Dorian Gray. El mismo André Gide, por lo común tan mesurado y distante, lo denuesta sin más, aunque, como veremos, coincide con Douglas en varios puntos.

IV

Aquietadas ya las aguas, la voz de Bosie puede ser atendida con oídos menos viciados por los cotilleos de su tiempo. Y quizás ahora más que nunca, cuando el ocaso de ciertos mitos ha logrado desnudar el maltrato al que eran sometidas las minorías, sobre todo en la Inglaterra victoriana. ¿Qué hubiera sido de la relación entre Bosie y Oscar sin el funesto interludio de Reading? Quizás una historia de amor algo desgraciada, intensa y a la postre melancólica, como suele ocurrir con las relaciones amorosas. Tóxica, al gusto más moderno. Pero de ningún modo lo que se empeña en certificar la historia. Las siguientes páginas darán una idea de las persecuciones que sufrió Bosie por sus pecados cometidos y acaso también por aquellos que jamás cometió.

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