—¿Así que eliges ponerte de su lado? —Dijo Margot entre dientes— Créeme que te arrepentirás, como lo hice yo. No la conoces tanto como yo —apuntó con el dedo de uña carmesí a Antoinette, quien empezó sollozar—. Es igual a su...
—¡Detente!—rugió Pierre— No toleraré discusiones durante la cena. Margot, cállate, ya has dicho suficiente.
Margot se levantó de un salto y su silla se volcó con un estruendo.
—¿Me estás diciendo que me calle? Me iré entonces. Pero no pienses que no he intentado advertirte. Tendrás lo que te mereces, Pierre.
Se marchó hacia la puerta, pero luego se volvió y miró a Cassie con un odio manifiesto.
—Todos tendrán lo que se merecen.
Cassie contuvo la respiración, mientras los pasos enojados de Margot se alejaban por el pasaje. Echó un vistazo alrededor de la mesa, y vio que no era la única que estaba paralizada por el arrebato agresivo de la rubia. Marc tenía los ojos grandes como platillos y la boca bien apretada. Ella se chupaba el dedo. Antoinette estaba con el ceño fruncido por la furia contenida.
Murmurando una grosería, Pierre empujó la silla.
—Yo me encargo —dijo él, dando zancadas hacia la puerta—. Lleva a los niños a la cama.
Cassie, aliviada por tener trabajo para hacer, se levantó y ojeó los platos y la vajilla sucia sobre la mesa. ¿Tenía que levantar la mesa, o pedirles a los niños que ayudaran? La tensión flotaba en el aire, espesa como el humo. Quería hacer una actividad familiar normal y rutinaria, como lavar los platos, para dispersar el humo.
Antoinette vio hacia dónde apuntaba su mirada.
—Deja todo —le dijo de mal modo—. Alguien lo limpiará luego.
—Bueno, es hora de irse a la cama, entonces — dijo Cassie en un tono alegre forzado.
—No quiero ir a la cama —protestó Marc, mientras se balanceaba con la silla hacia atrás.
Cuando perdió el equilibrio, fingió un alarido y se agarró del mantel. Cassie saltó a su rescate. Fue lo suficientemente rápida para impedir que la silla se cayera, pero era demasiado tarde para evitar que Marc tumbara dos vasos, y un plato se estrellara en el piso.
—Vamos para arriba —ordenó, intentando sonar rígida, pero tenía la voz aguda e inestable por el cansancio.
— Quiero salir —anunció Marc, mientras corría rápidamente hacia las puertas francesas.
Recordando cómo la había aventajado en el bosque, Cassie se lanzó detrás de él. Cuando lo alcanzó ya había abierto la cerradura, pero pudo atraparlo y evitar que abriera la puerta. Miró sus reflejos en el vidrio oscuro. El niño con su cabello rebelde y su expresión impenitente, y ella. Con los dedos aferraba los hombros del niño, tenía los ojos grandes y ansiosos, y el rostro pálido como una hoja.
Verse a sí misma en ese momento inesperado, la hizo darse cuenta de que, hasta ahora, había fracasado en sus funciones. Había transcurrido un día entero desde que había llegado y no había estado a cargo ni por un minuto. Se engañaba a sí misma si pensaba lo contrario. Sus expectativas de adaptarse a la familia y de ser querida, o al menos agradarle a los niños, habían sido poco realistas. No tenían una pizca de respeto por ella y no sabía cómo podía cambiar las cosas.
—Hora de irse a la cama —repitió con cansancio.
Con su mano izquierda firme sobre el hombro de Marc, retiró la llave de la cerradura. Vio que había un gancho en la pared lo suficientemente alto y la colgó allí. Se dirigió hacia la planta alta sin soltar a Marc, con Ella trotando a su lado. Antoinette se arrastraba abatida detrás, y dio un portazo a la puerta de su dormitorio sin siquiera decir buenas noches.
— ¿Quieres que te lea una historia? —le preguntó a Marc, pero él sacudió la cabeza.
—Bueno. A la cama entonces. Si te vas a dormir ahora, mañana puedes levantarte temprano y jugar con tus soldados.
Fue el único incentivo que se le ocurrió, pero parecía haber funcionado. O quizás el cansancio al fin lo había alcanzado. De cualquier forma y para su alivio, él hizo lo que le pidió. Lo arropó con el acolchado y se dio cuenta de que sus manos temblaban de puro cansancio. Si él volvía a escaparse, sabía que estallaría en lágrimas. No estaba convencida de que se quedara en la cama, pero, por ahora, al menos su trabajo estaba cumplido.
—Quiero una historia —dijo Ella, tirando de su brazo—. ¿Me lees una?
—Claro que sí.
Cassie fue hasta su dormitorio y eligió un libro de la pequeña selección que había sobre el estante. Ella saltó sobre la cama rebotando en el colchón con alegría, y Cassie se preguntó con qué frecuencia le habían leído historias antes, porque no parecía formar parte de su rutina habitual. Aunque suponía que la infancia de Ella no había sido muy normal hasta ahora.
Le leyó la historia más corta que encontró, para que luego Ella insistiera en que le leyera una segunda. Las palabras nadaban frente a sus ojos cuando llegó al final y cerró el libro. Levantó la mirada y vio con alivio que la lectura había tranquilizado a Ella, y finalmente se había dormido.
Apagó la lámpara y cerró la puerta. Regresó por el corredor y, en silencio, echó un vistazo a Marc. Afortunadamente, la habitación estaba oscura y podía sentir su suave respiración.
Cuando abrió la puerta de Antoinette, la luz estaba prendida. Antoinette estaba sentada en la cama y garabateaba unas notas en un cuaderno de tapa color rosa.
—Debes golpear antes de entrar —la reprendió—. Es una regla.
—Lo siento. Te prometo que lo haré de ahora en más —se disculpó Cassie.
Temía que el quiebre de esa regla se transformara en una discusión, pero, por el contrario, ella volvió a escribir algunas palabras más en su cuaderno, antes de cerrarlo.
—¿Estás terminando tu tarea? —le preguntó Cassie con sorpresa, Antoinette no parecía ser una persona que dejaba las cosas para último momento.
Su dormitorio estaba impecable. La ropa que había usado más temprano estaba doblada en el cesto de la ropa sucia, y su prolija mochila estaba lista debajo de un blanco y perfectamente ordenado escritorio.
Cassie se preguntaba si Antoinette sentía que a su vida le faltaba control, e intentaba ejercerlo en su ambiente más cercano. O quizás, como la niña de cabello oscuro ya había demostrado, estaba resentida por la presencia de una niñera, e intentaba probar que no necesitaba a nadie que la cuidara.
—Mi tarea ya está hecha. Estaba escribiendo en mi diario íntimo —le dijo Antoinette.
—¿Lo haces todas las noches?
—Lo hago cuando estoy enojada.
Tapó la lapicera.
—Lamento lo que pasó esta noche —dijo Cassie con empatía, sintiendo como si caminara sobre un hielo que se podía quebrar en cualquier momento.
—Margot me odia y yo la odio a ella —dijo Antoinette, con la voz un tanto temblorosa.
—No, no creo que eso sea cierto —protestó Cassie, pero Antoinette sacudió la cabeza.
—Es cierto. La odio. Desearía que estuviera muerta. Ya me había dicho cosas así. Me enoja tanto que podría matarla.
Cassie se la quedó mirando, conmocionada.
No eran solamente las palabras de Antoinette, sino la tranquilidad con que las decía lo que le produjo escalofríos. No sabía cómo tenía que responder. ¿Era normal que una niña de doce años tuviera esos pensamientos asesinos? Sin dudas, Antoinette necesitaba la ayuda de alguien más calificado para controlar su ira. Un terapeuta o psicólogo, incluso un párroco.
Ante la falta de alguien competente, supuso que ella era la única que estaba disponible.
Cassie repasó sus propios recuerdos, intentó recordar lo que hacía y decía a esa edad. Cómo había reaccionado y qué había sentido cuando su propia situación se había descontrolado. ¿Alguna vez había querido matar a alguien?
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