Sobre el bello sexo decía: «Creo que la mujer será la última posibilidad de la civilización del hombre». Esta monstruosa burla provocó cierto revuelo entre las damas.
Una aventurera acudió al Colegio de Armas, 1 y allí confirmó que el grifo entre dos gavillas de trigo de la portadilla del libro era el escudo de armas de sir Austin Absworthy Bearne Feverel, un hombre rico y honorable, con una historia lamentable a sus espaldas, baronet de la abadía de Raynham, en cierto condado del oeste colindante con el Támesis.
La historia del baronet no era nueva. Tenía una mujer y un amigo. Se casó por amor; su mujer era una belleza, su amigo se decía poeta. La mujer tenía su corazón, y el amigo, su confianza. Cuando, entre sus compañeros de escuela, se hizo amigo de Denzil Somers no fue por semejanza de carácter, sino por la intensa adoración que sentía por el genio, lo que le llevó a pasar por alto la falta de principios de su socio en aras de su prometedor talento. Denzil poseía un pequeño patrimonio que derrochó antes de terminar los estudios. En adelante, dependió por completo de su admirador, con el que vivía, desempeñando nominalmente la labor de alguacil de la finca, escribiendo poesía satírica y sentimental. Tenía propensión al vicio y ocasionalmente lo practicaba sin escándalo, de modo que, por supuesto, era un sentimental dado a la sátira, y se atribuía el derecho a criticar la época en que vivía y a quejarse de la naturaleza humana. Sus primeros poemas, publicados bajo el seudónimo de Diaper Sandoe, eran tan puros y exangües en sus pasajes amorosos, y a la vez tan mordaces en su tono moral, que ganaron multitud de adeptos entre los virtuosos del público inglés que compra libros. Las elecciones le inspiraron baladas a favor de los torys. 2 Diaper poseía una indudable fluidez, pero trabajaba poco, a pesar de que sir Austin esperaba mucho de él.
La mujer lánguida y sin experiencia —cuyo marido goza de una excepcional estatura intelectual y moral—, pasada la admiración romántica por su noble porte, al ver que sus inquietos refinamientos no son correspondidos, se encuentra en una convivencia insana con un hombre grácil y desenvuelto en prosa y verso. En Raynham, donde lady Feverel se ocupaba de sus obligaciones, sintió celos del amigo de su marido; pero, poco a poco, lo fue tolerando. Con el tiempo, él empezó a tocar la guitarra en su habitación, y ellos hacían de Rizzio y María. 3 «¡Pues no soy el primero en encontrar fatal el nombre de María!», dice uno de los poemas de amor que escribió Diaper.
Este era el esquema de la historia. Y el baronet lo completaba. Había entregado su alma a los dos. Había sido el noble amor de ella y el amigo perfecto de él. Los consideraba hermanos, los amaba, los había invitado a vivir una edad de oro en Raynham. De hecho, había prodigado las excelencias de su naturaleza, algo que no debe hacerse; como Timón, 4 acabó en bancarrota, sumido en la amargura.
La infiel dama no venía de una familia excepcional; era huérfana de un almirante que la educó con su pequeña paga. Su conducta sorprendió al hombre cuyo apellido adoptó.
Después de cinco años de matrimonio y doce de amistad, sir Austin se quedó solo, sin nada que aliviara su corazón, salvo un bebé en la cuna. Perdonó al hombre; lo apartó al no considerarlo digno de su ira. A la mujer no la pudo perdonar; había pecado de la peor manera. La ingratitud hacia un benefactor es una transgresión que puede perdonarse, y él no era dado a aplastar al culpable enumerando las obras de las que el amigo se había beneficiado. Pero a la mujer la había convertido en su igual, y como tal la juzgaba. Ella había hecho que el bello rostro del mundo se volviera oscuro.
Frente a ese mundo, que ahora le parecía tan distinto, decidió comportarse como si nada hubiera sucedido, y aprendió a hacer de sus rasgos una máscara maleable.
La señora Doria Forey, su hermana viuda, dijo que Austin se retiraría un tiempo de la carrera parlamentaria y renunciaría a las alegrías y ese tipo de cosas. Su opinión, fundada en la observación tanto en público como en privado, era que la mujer que había volado era una pluma en el corazón de su hermano, y que la vida reanudaba su curso. A veces los hombres corrientes no pueden soportar tanto peso. Hippias Feverel, uno de sus hermanos, creía que la desgracia le había mejorado (si una pérdida así puede llamarse desgracia), y dado que Hippias recibió alojamiento gratuito en Raynham y entró en posesión del ala de la abadía que ella había habitado, resulta provechoso saber su pensamiento. Si el baronet hubiera ofrecido dos o tres cenas espectaculares en el gran salón, habría engañado a todo el mundo, como había hecho con sus parientes y amigos. Pero estaba demasiado afectado; solo podía actuar de forma pasiva.
La niñera que cuidaba al bebé veía cada noche una figura solitaria con una lámpara sobre el pequeño, y tanto se acostumbró que nunca se despertó sobresaltada. Una noche la desveló el sonido de un sollozo. El baronet estaba de pie junto a la cuna con su larga capa negra y el gorro de viaje. Tapaba la luz de la lámpara con sus dedos, enrojecidos entre las sombras intermitentes proyectadas sobre la pared. Apenas podía creer lo que veía: el austero caballero, silencioso como un muerto, dejaba caer lágrima tras lágrima. Ella se quedó inmóvil, en un trance de terror y aflicción, contando las lágrimas que caían. El rostro oculto, el brillo y la caída de las pesadas gotas a la luz de la lámpara, la figura erguida y terrible, respirando con agitación a intervalos regulares, como un reloj, le daban tanta pena que el corazón de la niñera comenzó a latir deprisa. Sin poderlo evitar, la pobre chica gritó: «¡Oh, señor!» y comenzó a llorar. Sir Austin se volvió, iluminó su almohada con la lámpara, le dijo sin delicadeza que volviera a dormirse y abandonó la habitación a zancadas. La despidió con una indemnización al día siguiente.
Hace tiempo, cuando Richard tenía siete años, se despertó y vio a una joven inclinada sobre él. Lo contó al día siguiente, pero lo creyeron un sueño. Hasta que, en el transcurso del día, llevaron a casa a su tío Algernon desde el campo de cricket de Lobourne con una pierna rota. Entonces se recordó que había un fantasma en la familia; nadie creía en él, pero ningún pariente quería pasar una circunstancia que atestiguara su existencia, aunque poseer un fantasma otorga una distinción mayor que cualquier título.
Algernon Feverel perdió la pierna y dejó de ser un caballero de la Guardia Real. De los otros tíos del joven Richard, Cuthbert, el marino, pereció en una expedición contra un caudillo esclavista en Níger. Algunos trofeos del galante teniente decoraban el cobertizo de juegos del bebé en Raynham, y le legó su espada a Richard, quien le consideraba un héroe. El dandi Vivian, diplomático de profesión, dejó de ir de flor en flor al casarse con la mujer equivocada, como les sucede a muchos dandis, y lo borraron de la lista de invitados a la casa. Algernon normalmente residía en la casa de la ciudad que el baronet no usaba. Era un hombre desgraciado; ocupaba su tiempo en montar a caballo y jugar a las cartas, poseído (decían) por la absurda noción de que un hombre que ha perdido el norte al perder la pierna puede recuperarlo sustituyéndola por una botella. Al menos él y su hermano Hippias, cuando se reunían, no dejaban de probar si la bebida se aguanta mejor con una pierna o con dos. Aunque sir Austin era muy puritano en sus hábitos, era demasiado buen anfitrión para imponer su moral a sus invitados. Sus hermanos y otros parientes podían hacer lo que quisieran sin deshonrar el apellido familiar. Pero si lo hacían, debían marcharse de inmediato para no regresar jamás y no verían su rostro nunca más.
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