Cuando nos acercamos a Pekín, una espesa capa de nubes bajas oculta el mágico y misterioso desierto, y realizamos nuestro largo descenso diurno entre la oscuridad, que ya no nos abandona hasta que el suelo aparece de pronto debajo de nosotros. Antes de darnos cuenta, rebotamos sobre la pista de aterrizaje.
Nos recibe Nick Bonner, pionero del turismo en Corea del Norte cuya empresa, Koryo Tours, ha organizado nuestro itinerario. No debemos hacer mención alguna ni de ITN, por su historial de periodismo de investigación, ni de Channel 5. Ambos se consideran herramientas del Gobierno británico y, por lo tanto, lacayos de los estadounidenses, etcétera, etcétera, aunque, como estoy a punto de descubrir en estos tiempos tan asombrosos en los que vivimos, ser un lacayo de los estadounidenses tampoco está tan mal.
Una vez me aseo y me cambio, salgo del hotel y camino por la ancha carretera que atraviesa la ciudad de este a oeste. Nick Bonner la llama «el Támesis de Pekín», pero es un río de tráfico que contamina todo a su alrededor. Cuanto más me acerco a la plaza de Tiananmén y a la Ciudad Prohibida, más numerosa se vuelve la multitud y mayor es la presencia policial. Empiezo a sentirme atrapado, así que doy media vuelta y me voy por donde he venido. Justo frente a la avenida principal, escondido entre dos altos bloques, encuentro un parquecito con sauces retorcidos y pabellones pintados con delicadeza y techados con tejas esmaltadas.
En Pekín, como en cualquier otro lugar del mundo, hay una ruta para la masa de turistas y otra para el turista aventurero. Este pacífico jardincito me anima a mantenerme alejado del camino que toman la mayoría y a regresar al hotel a través de laberínticas calles secundarias. Como recompensa, paso por delante de una serie de mercadillos llenos de gente con paradas de comida y de té y surrealistas chucherías de todo tipo.
Día 2
Viernes, 27 de abril
He dormido bien, con la ayuda de dos pastillas de melatonina y del cansancio acumulado.
Hoy debo dejar atrás la comodidad del hotel Hyatt. Aunque la mayoría de los visitantes llegan a Corea del Norte en avión, nosotros hemos optado por un método más lento, y vamos a tomar el tren nocturno hasta la ciudad fronteriza de Dandong y, desde allí, atravesaremos, también en ferrocarril, la RPDC, hasta Pyongyang. A pesar de lo mucho que me gustan los trenes, sé que el viaje que me espera, especialmente al tener que negociar un cruce de fronteras, pondrá a prueba mi resistencia. Neil, el director; Jaimie, el cámara; Jake, su asistente; Doug, el técnico de sonido, y yo nos reunimos a media mañana en la oficina de Koryo Tours para realizar una última sesión preparatoria. La primera toma del documental es mi llegada. Me echo al hombro la bolsa de viaje, espero a que me den la entrada y, acto seguido, camino hacia la puerta de la oficina como si nunca lo hubiera hecho. En cuanto la cámara de Jaimie me sigue, vuelvo a ser simultáneamente viajero y presentador de un documental de viajes, y regreso a esta tierra a medio camino entre la realidad y la narración que no había visitado desde que grabé en Brasil, hace siete años.
Rodeado por la nutrida colección de pósteres y cuadros socialistas-realistas que ha acumulado en las más de dos décadas que lleva visitando Corea del Norte, Nick nos ofrece un avance de lo que nos espera, y lo hace combinando una miríada de advertencias con una gran dosis de humor. No puede predecir todo lo que experimentaremos, pero su mensaje es que este será un viaje diferente del que disfrutaremos. Sus folletos, repletos de consejos, se esfuerzan por destacar la alteridad del lugar al que nos dirigimos. «La RPDC es una sociedad conservadora. Los coreanos, por regla general, se visten y comportan con recato»; «Viajar por la RPDC sin la compañía de un guía podría acarrearle graves problemas a usted y a su agencia de viajes»; «Todo aquello que se perciba como un insulto, o incluso un chiste, sobre el sistema político de la RPDC y sus líderes se ve con muy malos ojos»; y, en una vena más tranquilizadora, «los coreanos consideran la carne de perro una exquisitez, pero no suelen servirla a los turistas».
El único consejo que me entristece de verdad es el que parece ir en contra de la esencia de lo que, para mí, es un viaje. «Recuerde que puede poner a los norcoreanos y a sus familias en una situación muy difícil si intenta establecer contacto con ciudadanos de a pie».
Nick nos entrega los visados para acceder a Corea de Norte. Están en tarjetas aparte: no se marca nada en nuestros pasaportes para evitar situaciones embarazosas en caso de que luego viajemos a países para los cuales la RPDC es el demonio. Ha llegado el momento de llevar nuestro equipaje y equipo a la estación. El sofocante calor es cada vez más intenso, aunque el sol permanece oculto tras un cielo nublado. Nick consulta su teléfono. El índice de calidad del aire está alrededor de 220. Esa cifra lo sitúa en la categoría de «Muy poco saludable». «No está mal para ser Pekín», comenta él, animado.
La primera etapa de nuestro viaje a Corea del Norte comienza de forma espléndida en la estación de Pekín, con sus techos de pagoda y sus múltiples torres. Su espacioso vestíbulo está ya abarrotado de viajeros. El reloj de la estación da las tres al son del viejo himno maoísta «Oriente es Rojo», lo que me retrotrae a mi primer viaje a China, en el verano de 1988, cuando el país tenía un aspecto y transmitía una sensación muy distintos de los actuales. Los monos maoístas y los ríos de bicicletas son cosa del pasado, y es más probable que los eslóganes que adornan los tejados sean anuncios de pasta de dientes que consignas políticas para enardecer a las masas.
Las escaleras mecánicas llevan a un torrente constante de pasajeros hacia la planta donde están las salidas. En el gran espacio en el que esperamos a que se anuncie nuestro andén, todas las sillas están ocupadas. Los únicos asientos vacíos se encuentran en una pequeña sala adjunta en un lateral, donde por unos pocos yuanes puedes sentarte en unos sillones mecánicos que te dan un masaje presionando diversas partes del cuerpo y bamboleándolas un poco. Con cierta cautela, pago mis veinte minutos y me reclino en uno de ellos. Es una sensación extraña. Todo el mundo intenta aparentar que simplemente se está relajando, cuando, en realidad, todos son perfectamente conscientes de que la sensación que experimentan se asemeja a la de estar atado a un saco lleno de tejones inquietos.
Mientras mi sillón me da una buena tunda, unas pantallas en la pared opuesta muestran imágenes de la histórica reunión que ha tenido lugar hoy entre los líderes de Corea del Norte y Corea del Sur en la zona desmilitarizada de Panmunjom, donde se firmó el armisticio que partió Corea en dos hace casi setenta años. Los apretones de manos, las sonrisas, las palmadas en la espalda y el melindroso caminar al cruzar una franja de cemento pueden parecer cursis, pero son testimonio de un extraordinario avance en las relaciones entre las dos Coreas. Aunque no puedo estar seguro, me parece que esto solo puede beneficiarnos y facilitar nuestro acceso a uno de los países más herméticos de la Tierra.
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