Un mensaje “pesado”, un diálogo imperdible con Dios
La profecía que vio el profeta Habacuc (Hab 1.1).
La vocación de profeta siempre ha sido complicada y Habacuc encarna esta realidad en su tarea profética. Las dos primeras palabras presentes en el libro del profeta son importantes para entender su crisis con Dios: Su mensaje: “la profecía” y su nombre: “Habacuc”.
En realidad, esta “profecía” que menciona el texto, era una “sentencia”. La palabra hebrea significa, literalmente, ‘peso’, ‘pesado’ o ‘carga’. Y es que Habacuc tiene la visión y responsabilidad en sus manos de un mensaje pesado y “complicado” que dar, pues debe anunciar asuntos que no se quieren escuchar en el pueblo de Dios, por personas que él conoce, con quienes ha compartido la vida. Encarar la realidad no siempre es bien recibido, siempre se prefiere mirar a otro lado. Preferimos hacernos los desentendidos ante la realidad.
Por otro lado, el nombre del profeta se relaciona con su mensaje. Habacuc significa ‘abrazo’, pero no cualquier abrazo. Los himnos de su profecía reflejan precisamente la personalidad del profeta, su carácter. Habacuc no es alguien que se queda pasivo ante lo que se percibe de Dios. Está listo a encarar un combate, como ese deporte japonés donde se abraza al contrincante, con las manos vacías, para sacarlo de un ruedo y vencerlo. El abrazo del profeta con su Dios es un abrazo cargado de emociones, un abrazo desesperado de alguien que no quiere soltarse de su Dios y quedar fuera, de alguien que se va a mantener, como Jacob, luchando por una manifestación especial de Dios.
Debemos entender que la labor de un profeta es una tarea complicada, pues no crea su propio mensaje. Él tiene que hablar de parte de Dios, es boca de Dios. Habacuc estaba batallando con un mensaje que se convertía en un dilema tremendo porque no contenía una buena noticia. Este mensaje no había sido producido en el laboratorio del discurso religioso, no estaba arreglado a la conveniencia de la audiencia ni a la del profeta. Esta profecía había sido revelada al profeta; Habacuc había sido inspirado, su mente y sus emociones habían sido impactadas y debía comunicarlo aunque no le agradara al rey de Judá. Él debía ser fiel a la verdad revelada por el Rey de reyes. El profeta luchaba con su convicción de no predicar para arrancar aplausos de los hombres, sino para llevarlos a la convicción de la necesidad de ser sensibles a un cambio de actitud, aun entre lágrimas de arrepentimiento.
En esta “sentencia” poética, Habacuc destapa la corrupción y la arrogancia que prevalece en la nación, levanta el tapete y muestra que la virtud es despreciada, la verdad pisoteada y la justicia menospreciada y olvidada. Habacuc tenía un mensaje pesado para entregar y tenía que hacerse cargo. Ese es el primer dilema que le produce una crisis a Habacuc. Y es el primer dilema que experimentaremos nosotros; si comenzamos a hablar de vivir en serio el cristianismo, la situación se irá poniendo un poco pesada y complicada para nosotros.
Un silencio “perturbador”
¿Hasta cuándo, oh Jehová, clamaré, y no oirás; y daré voces a ti a causa de la violencia, y no salvarás? (Hab 1.2).
Habacuc tenía una relación muy particular con Dios. Su mayor problema no era hacer un diagnóstico de la enfermedad de su nación, sino un estudio del accionar de Dios en el que la imagen de Él quedaría desdibujada. El silencio de Dios perturba la mente inquieta y la profunda espiritualidad de Habacuc. Esta ha sido nuestra experiencia en alguna ocasión con el Señor. Algunas veces, nuestra teología no resiste el accionar de Dios. En medio de las crisis, de la desesperación, al no obtener respuestas, nuestra teología se queda corta, empequeñecida, para contener las actitudes que Dios toma ante nuestros problemas.
En Habacuc vemos claramente la situación de opresión y violencia, muy propia de una sociedad invadida por una fuerza militar superior, en la que se termina sometiendo y destruyendo la dignidad del pueblo. No se trata solamente de situaciones espirituales, sino de estructuras que legitimaban el poder político y económico en Judá en tiempo de Joacim. Es un tiempo en el que el pueblo está sufriendo económicamente porque debe pagar tributo a Egipto, financiar construcciones ostentosas y, además, sostener a la elite gobernante, que no tiene escrúpulos en usufructuar del trabajo de su propio pueblo en beneficio únicamente de ella.
Frente a esta situación, el silencio de Dios es perturbador y angustiante. El profeta tiene la misión de conducir la reiterada reflexión de los afligidos: ¿Cómo lidiamos con los silencios de Dios? ¿Cómo lidiamos con el aislamiento o “la soledad” de este Dios soberano, como diría Arthur Pink, muy distinto del “dios” del púlpito corriente? ¿Cómo lidiamos con su ser y su accionar en medio de nuestra desesperación e inseguridad? La crisis de Habacuc se agravó más cuando Dios le respondió, como veremos más adelante, de una manera que no esperaba. Definitivamente, nuestra teología, por más elaborada que sea, es siempre muy pequeña para dialogar abierta y sinceramente con Dios. Terminamos reconociendo que lo único que nos queda es verlo lleno de gracia y de verdad, como lo había visto Juan, confiable, amigable, de criterio suficientemente amplio.
El silencio es prolongado y al profeta le parece tan indefinido que le pregunta desesperado a Dios: “¿Hasta cuándo, Señor?”. Este es el eco de la angustia de alguien que no soporta ver más lo que está viendo. A diferencia de otros profetas, no lo vemos fustigando al pueblo con su voz; el profeta está importunando a los cielos con sus oraciones. Pero Dios sigue en silencio. No hay otra palabra que la que ya pesa sobre el profeta.
Un diagnóstico “sombrío”
¿Por qué me haces ver iniquidad, y haces que vea molestia? Destrucción y violencia están delante de mí, y pleito y contienda se levantan. Por lo cual la ley es debilitada, y el juicio no sale según la verdad; por cuanto el impío asedia al justo, por eso sale torcida la justicia (Hab 1.3–4).
La invasión de Babilonia y la opresión del pueblo suscitan reacción y la violencia no se hace esperar; el caos hace impune el crimen, y el derecho y la justicia quedan en los recuerdos de los tiempos gloriosos de Judá. No se trata solamente de crímenes cometidos esporádicamente por uno u otro criminal. Se trata de la violencia impuesta por el usurpador, como la única forma de adjudicarse el poder. El pueblo ve que la vida deja de tener valor. El ejercicio del poder se ampara en leyes injustas al servicio del invasor, y el dinero no sólo sirve para el consumo, sino también para la corrupción. El profeta claramente entra en crisis cuando Dios le hace ver la realidad de un mundo violento que es más cruel de lo que él percibía cotidianamente.
Como en toda sociedad, existen instituciones que deberían velar por el derecho y la justicia, y el profeta intenta apelar a su funcionamiento, pero se frustra cuando constata con amargura que se ha desvirtuado el derecho y se ha distorsionado la justicia. En otras palabras, el pobre y el oprimido no tienen ninguna oportunidad en un juicio. La injusticia está institucionalizada.
El profeta no soporta el silencio de Dios, aunque se da cuenta de que algo más alimenta su crisis. Habacuc percibe que los tiempos de Dios son otros, que da la impresión de estar inactivo cuando tratamos de apresurar su respuesta a nuestra oración, pero está muy activo mostrando la iniquidad y la inequidad de Su pueblo. Dentro de esta certeza de lo inesperado en Dios, el profeta insiste en reclamar: ¿Por qué me haces ver iniquidad, y haces que vea molestia? (v 3a). En otras palabras, una vez más su teología le dice: “Señor, ¿qué ganas sólo mostrándome la iniquidad? ¡Haz algo, la ley se debilita, la justicia se sigue torciendo!”.
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