H.P. Lovecraft - Narrativa completa

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El escritor norteamericano
Howard Phillips Lovecraft (1890-1937), mejor conocido como H. P. Lovecraft, es uno de los autores más admirados del género de terror y de misterio en el siempre expansivo panorama de la literatura universal.Prácticamente desconocido durante su corta vida, el autor alcanzó la fama de manera póstuma por la incansable labor de sus colaboradores y editores. Estos consideraron que sus terroríficas creaciones y retorcidas historias debían ser leídas y apreciadas por un público más amplio, logrando convertirse con el tiempo en un referente de la literatura de terror y en la inspiración de innumerables autores.El «terror cósmico», mitologías complejas y expansivas, la exploración de las profundidades del horror humano y el miedo a lo desconocido e incomprensible serían el sello de la mayoría de sus relatos y novelas cortas, todas ellas recopiladas en este volumen.La presente edición no incluye los relatos escritos junto a otros autores o aquellos que fueron terminados por otros escritores después de la muerte de Lovecraft.

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Mi amigo me llevaba una inmensa ventaja cuando nos lanzamos en ese océano terrorífico de vacío virgen, y pude ver el siniestro regocijo de su lozano, flotante y brillante rostro-recuerdo. De pronto, dicho rostro perdió firmeza, se desvaneció, y muy poco después me sentí impulsado contra un obstáculo que no me fue posible atravesar. Era como los demás, pero muchísimo más denso; parecía una masa acuosa y viscosa, si es que tales términos pueden emplearse para cualidades análogas concernientes a una esfera no-material.

Sentí que me había detenido algún obstáculo que mi amigo y guía había logrado sortear. Tras nuevos arranques, llegué al final del sueño inducido por la droga y abrí mis ojos reales para hallarme en el estudio de la torre, en cuya esquina opuesta encontré recostada, todavía sin consciencia, el cuerpo de mi compañero de sueño, pálido y descabelladamente hermoso bajo la luz verdosa y dorada de la luna que inundaba sus facciones marmóreas.

Después, tras un corto momento, la figura de la esquina se agitó; y pido al cielo que no me permita ver ni escuchar otra escena como la que tuvo lugar frente a mis ojos. No puedo decir cómo vociferaba, ni qué visiones de avernos inexplorados brillaron durante un instante en sus ojos azabaches, maniáticos de terror. Solo sé decir que me desmayé, y que no me recobré hasta que él me sacudió con frenesí para que alguien le ayudase a exorcizar el horror y la soledad.

Este fue el final de nuestras aventuras voluntarias en las cavernas del sueño. Estupefacto, estremecido, lleno de augurios por cruzar el obstáculo, mi amigo consideró conveniente que no nos adentráramos nunca más en esos lugares. No se atrevió a contarme lo que había presenciado; pero dijo seriamente que teníamos que dormir lo menos que fuera posible; aun cuando precisáramos tomar alguna droga para mantenernos en vela. El terror indescriptible en el que me sumergía cada vez que perdía la conciencia me hizo entender muy pronto que tenía razón.

Después de cada temporal e inevitable estado de sueño, me sentía más viejo, mientras que mi amigo se aventajaba con una rapidez sorprendente. Es terrible ver aparecer las arrugas y la blancura del cabello casi frente a tus ojos. Nuestra forma de vida había cambiado ahora casi en su totalidad. Persona de vida aislada por lo que yo conocía, mi amigo —cuyo nombre y origen jamás saldrán de mis labios— había adquirido un miedo delirante a la soledad. Por la noche no podía estar solo, ni le apaciguaba la compañía de unas pocas personas. Solo hallaba consuelo en las fiestas más concurridas y movidas; de modo que eran pocas las tertulias de gentes jóvenes y alegres a las que nosotros no asistíamos.

Nuestra apariencia y edad parecían producir en muchas ocasiones un ridículo que a mí me ofendía hondamente, pero que mi compañero consideraba menos malo que la soledad. Principalmente, temía encontrarse solo fuera de casa cuando brillaban las estrellas; y si no era posible esconderse, miraba disimuladamente el cielo como si le acosase algún ente horrible del firmamento. No siempre miraba en la misma dirección: según la estación, vigilaba un punto distinto. En las noches de primavera, miraba hacia el nordeste. Durante el verano, casi perpendicularmente. En el otoño, hacia el noroeste. Y en invierno, hacia el este; esencialmente, en las primeras horas de la mañana.

Las noches de mediados de invierno eran para él menos pavorosas. Solo unos dos años después relacioné sus miedos con algo preciso; pero entonces empecé a observar que miraba hacia un punto específico del cielo nocturno, cuya posición en las diferentes estaciones correspondía a la dirección de su mirada: punto que correspondía aproximadamente a la constelación Corona Borealis.

Ahora teníamos un estudio en Londres; no nos separábamos jamás, y conversábamos constantemente de la época en que tratábamos de explorar los misterios del mundo incorpóreo. Las drogas, los desenfrenos y el agotamiento nervioso nos habían debilitado y envejecido, y la barba y el pelo cada vez más escaso de mi amigo se habían tornado completamente canosos. Nuestra capacidad para evitar un sueño dilatado era extraordinaria, ya que pocas veces sucumbíamos más de una hora o dos a esa oscuridad que ahora se había convertido en una terrorífica amenaza.

Pero llegó un mes de enero invernal con mucha niebla y lluvia, en que no nos llegaba el dinero y nos era complicado comprar drogas. Habíamos vendido todas nuestras efigies y bustos de marfil, y no teníamos capital para adquirir nuevo material, ni energías para modelar el que nos quedaba. Sufríamos horriblemente; y cierta noche, mi amigo cayó en un sueño profundo del que no logré despertarle. Aun recuerdo la escena:

El estudio, situado en una buhardilla desolada y oscura, bajo el alero fustigado por la lluvia; los golpes acompasados de nuestro reloj de pared; el imaginado latido de nuestros relojes, encima de la cómoda; el vaivén de una portezuela, en algún lugar lejano de la casa; el rumor distante de la ciudad, atenuado por la niebla y el espacio, y —lo peor de todo— la honda, calmada y funesta respiración de mi amigo tendido en la litera; una respiración rítmica que parecía medir los instantes de miedo y de angustia sobrenaturales de su alma, mientras vagaba por las realidades prohibidas, eterna y pavorosamente remotas.

La tensión de mi vigilancia se volvió asfixiante, y una sucesión de ideas y vínculos se aglomeraron en mi mente casi perturbada. Oí que un reloj —no los nuestros, ya que no eran de campana— daba la hora en algún lugar, y mi peligrosa imaginación encontró en esto un nuevo punto de partida para ociosas digresiones. Relojes-tiempo-espacio-infinito; después, mi imaginación volvió a lo cercano, mientras pensaba que aun ahora, más allá del tejado y la niebla y la lluvia y la atmósfera, la Corona Borealis se alzaba por el nordeste. La Corona Borealis, a la que mi amigo parecía temer, y cuyo semicírculo de estrellas titilantes resplandecía sin duda a través de ilimitados abismos de vacío. De repente, mis oídos extremadamente sensibles, parecieron registrar un componente enteramente nuevo en el nuevo revoltijo de ruidos ampliados por la droga: fue un quejido áspero, muy lejano, odiosamente insistente, que clamaba, se mofaba, llamaba desde el nordeste.

Pero no fue ese rumor lo que me despojó de mi raciocinio y me tatuó en el alma un sello de pánico, del que quizá no llegue a liberarme nunca; no fue aquello lo que me hizo vociferar y me produjo los estremecimientos que llevaron a los vecinos y a la policía a tumbar la puerta. No fue lo que escuché, sino lo que vi; porque en esa habitación lóbrega de cortinas cerradas y contraventanas atrancadas apareció, desde la oscura esquina nordeste, un haz de aterradora luz roja y dorada; un haz que no difundió luminosidad alguna entre las tinieblas, sino que iluminó tan solo la cabeza reclinada del desasosegado durmiente, sustrayendo en espantosa copia el rostro-recuerdo, iluminado e inexplicablemente joven, tal como yo lo había contemplado en los sueños de espacio abismal y tiempo liberado, al atravesar mi amigo los obstáculos y adentrarse en las grutas más secretas, inhóspitas y prohibidas de la pesadilla.

Y mientras le observaba, le vi subir la cabeza, con sus ojos azabaches, acuosos, hundidos y colmados de espanto, y abrir sus labios finos y oscuros como si fuese a lanzar un grito desgarrador.

Aquel rostro aterrorizante y flexible, brillando incorpóreo, luminoso y vigorizado en la oscuridad, reflejó un horror más puro, enloquecedor y asfixiante que nada de cuanto ha presenciado jamás en el cielo y en la tierra.

No sonó palabra alguna en medio de aquel murmullo distante que se acercaba cada vez más; pero perseguir la mirada delirante del rostro-recuerdo a lo largo del detestable túnel de luz hacia su origen, del que también procedía el gemido, observé algo velozmente y, con un silbido en los oídos, caí en el ataque de epilepsia y gritos que llamó la atención de los inquilinos y la policía. Jamás he podido explicar, por mucho que lo he pretendido, qué fue realmente lo que presencié; ni ha podido explicarlo tampoco aquel rostro inanimado; porque si bien debió de contemplar bastantes más cosas que yo, jamás volverá a dialogar. Pero estaré siempre en guardia contra el ambicioso y bromista Hipnos, señor del sueño, contra el cielo nocturno, y contra los locos anhelos del saber y la filosofía.

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