—¡Maldita sea, no estaba bastante fresco!
Reanimador 3: Seis disparos a la luz de la luna
No es común descargar los seis disparos de un revólver a toda prisa cuando solo uno habría sido suficiente, pero hubo muchas cosas en la vida de Herbert West que no eran comunes. No es frecuente, por ejemplo, que un médico recién graduado de la Universidad se vea obligado a esconder las razones que lo llevan a elegir determinada casa y consulta, sin embargo, ese fue el caso de Herbert West. Cuando ambos obtuvimos el título de la Facultad de Medicina de la Universidad Miskatonic y tratamos de disminuir nuestra pobreza estableciéndonos como facultativos de medicina general, tuvimos mucho cuidado en disimular que habíamos seleccionado nuestra casa por su aislamiento y su cercanía al cementerio.
Un deseo de soledad de este tipo rara vez adolece de motivos y como es natural, nosotros también los teníamos. Nuestras necesidades se debían a un trabajo rotundamente impopular. Exteriormente éramos tan solo médicos, pero por debajo de nuestra túnica había razones de mayor y terrible importancia, ya que lo básico en la vida de Herbert West era la investigación en las negras y prohibidas áreas de lo desconocido, en las que esperaba descubrir el secreto de la vida y devolver la animación eterna al frío barro del cementerio. Una búsqueda de esta especie requiere extraños materiales, entre ellos, cadáveres humanos muy recientes, y para mantenerse provisto de tales elementos indispensables, uno debe existir discretamente y no muy alejado de un lugar de enterramientos anónimos.
West y yo nos habíamos conocido en la Universidad y fui el único que congenió con sus pavorosos experimentos. Gradualmente me había transformado en su inesperado ayudante y ahora que dejábamos la Universidad teníamos que continuar juntos. No era factible que dos doctores encontraran salida juntos, pero finalmente, por referencias de la Universidad, se nos facilitó una consulta en Bolton, pueblo industrial próximo a Arkham, sede de la Universidad. Las fábricas textiles de Bolton son las más grandes del valle de Miskatonic y sus políglotas operarios no han sido nunca pacientes agradables para los médicos de la zona. Buscamos nuestra casa con mucho cuidado y acogimos finalmente un edificio ruinoso, cercano al final de la Calle Pond, a cinco bloques de nuestro vecino más cercano y separado del cementerio tan solo por una prolongación de terreno cortado por una delgada franja de espeso bosque que hay al norte. Esa distancia era mayor de lo que hubiéramos querido, pero no encontramos una casa más cercana, a menos que nos hubiésemos situado al otro lado del prado, lo que quedaba muy distante de la zona industrial. Pero no estábamos demasiado molestos ya que no teníamos vecinos entre nosotros y nuestra macabra fuente de abastecimiento. El camino era algo largo, pero podíamos acarrear nuestros silenciosos ejemplares sin que nadie nos incomodase. Nuestro trabajo fue sorpresivamente cuantioso desde el principio mismo. Lo bastante abundante como para satisfacer a la mayoría de los doctores jóvenes y lo bastante abundante para resultar un fastidio y una molestia para aquellos estudiosos cuyo interés verdadero estaba en otra cosa. Los obreros de las fábricas eran de inclinación algo revoltosas, así que además de sus profusas necesidades de asistencia médica, sus frecuentes golpes, cuchilladas y disputas nos daban mucho trabajo. Pero lo que efectivamente retenía nuestro interés era el laboratorio secreto que habíamos ubicado en el sótano. Un laboratorio con su larga mesa bajo las luces eléctricas donde, en las primeras horas de la madrugada, inyectábamos a menudo los diversos elixires de West en las venas de los cadáveres que conseguíamos de la fosa común. West experimentaba, febrilmente, tratando de tropezar con algo que pusiese en marcha de nuevo los movimientos vitales, tras haber sido interrumpidos por ese fenómeno que llamamos muerte, pero tropezaba con los más horrendos obstáculos. La solución debía tener una composición especial de acuerdo con los distintos tipos: la que se usaba para los conejillos de Indias no servía para los seres humanos y cada tipo demandaba sensibles alteraciones. Los cuerpos tenían que ser extraordinariamente frescos, dado que una leve descomposición del tejido cerebral hacía imposible que la reanimación fuese perfecta. En efecto, el problema más grande estaba en obtener cadáveres suficientemente frescos… West había tenido horribles experiencias con cadáveres de dudosa calidad, durante sus investigaciones secretas en la Universidad. Los resultados de una animación parcial o imperfecta eran mucho más aterradores que los fracasos totales y los dos teníamos pavorosos recuerdos de ese tipo de resultados. Desde nuestra primera sesión diabólica en la deshabitada granja de Meadow Hill, Arkham, no habíamos dejado de experimentar una oculta amenaza y West, que en casi todos los aspectos era un frío autómata, científico, rubio y de ojos azules, declaraba a menudo, con cierto estremecimiento, que le parecía ser víctima de una disimulada persecución. Tenía el sentimiento de que lo seguían, una ilusión mental originada por sus trastornados nervios y aumentada por el innegablemente perturbador hecho de que al menos uno de nuestros tres cadáveres reanimados aún seguía vivo. Se trataba de un ser aterrador y carnívoro, que permanecía encerrado en una celda acolchada de Sefton. Había otro además, el primero, cuyo destino preciso nunca lo llegamos a saber.
Tuvimos mucha suerte con los ejemplares de Bolton, mucha más suerte que con los de Arkham. Aún no hacía ni una semana que nos habíamos instalado cuando nos apoderamos de una víctima de accidente la misma noche de su entierro y logramos que abriese los ojos con una expresión extraordinariamente lúcida antes de que fallara la solución. Había perdido un brazo… De haber tenido el cuerpo completo, tal vez habríamos tenido más suerte. Entre esa fecha y el siguiente mes de enero realizamos tres pruebas más: una fue un fracaso total. En otra, conseguimos un definido movimiento muscular y, en cuanto al tercero, el resultado fue impresionante, se levantó por sí mismo y pronunció un sonido gutural. Después vino un periodo de mala suerte. Bajó el número de entierros y los que ocurrían eran de ejemplares demasiado enfermos —o mutilados— para poderlos aprovechar nosotros. Seguíamos la pista a todas las muertes y las circunstancias en las que estas acontecían con un sistemático cuidado.
Sin embargo, una noche de marzo logramos, inesperadamente, un ejemplar que no venía de la fosa común. El puritanismo imperante en Bolton tenía denegada la práctica del boxeo, lo que no dejaba de tener sus lógicas consecuencias. Las peleas torpemente dirigidas entre los obreros eran cosa ordinaria, y de vez en cuando traían de fuera algún campeón profesional de poca categoría. Esa noche de finales de invierno habían celebrado un combate de este género, evidentemente, con funestas consecuencias ya que vinieron a buscarnos dos polacos aterrados, rogándonos en un lenguaje casi incomprensible que atendiésemos un caso muy secreto y desesperado. Los acompañamos hasta un establo abandonado, donde todavía permanecía un grupo de espectadores extranjeros mirando asustados un cuerpo negro que yacía desmayado en el suelo. En el combate se habían enfrentado Kid O’Brien, un joven torpe y ahora tembloroso, con una nariz ganchuda muy poco irlandesa, y Buck Robinson, “El betún de Harlem”. El negro había sido noqueado y después de un corto examen, nos dimos cuenta de que no se recobraría. Era un ser asqueroso, con apariencia de gorila, unos brazos irregularmente largos que me parecían de forma inevitable patas anteriores y una cara que hacía pensar, irremediablemente, en los indescifrables secretos del Congo y en llamadas de tambor bajo una luna misteriosa. El cuerpo debió tener peor aspecto en vida, pero el mundo aguanta muchas fealdades. Aquella despreciable gente estaba aterrorizada, ya que no sabían qué podía exigirles la ley si llegaba a conocerse el caso y se sintieron agradecidos cuando West, a pesar de mis inconscientes temblores —puesto que sabía muy bien sus intenciones— se ofreció a librarlos del cuerpo en secreto….
Читать дальше