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EL FONDO COXON
Página de créditos
El fondo Coxon
V.1: mayo de 2020
Título original: The Coxon Fund
© de la traducción, Alicia Morales Tello, 2010
© de esta edición, Futurbox Project, S. L., 2020
Todos los derechos reservados.
Diseño de cubierta: Idee
Publicado por Ático de los Libros
C/ Aragó, 287, 2.º 1.ª
08009 Barcelona
info@aticodeloslibros.com
www.aticodeloslibros.com
ISBN: 978-84-18217-02-9
THEMA: FBC
Conversión a ebook: Taller de los Libros
Cualquier forma de reproducción, distribución, comunicación pública o transformación de esta obra sólo puede ser efectuada con la autorización de los titulares, con excepción prevista por la ley.
Portada
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Página de créditos
Sobre este libro
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Notas de la traductora
Sobre el autor
El fondo Coxon
Una irónica comedia sobre la delgada línea que separa el arte de la caradura
El fondo Coxon muestra una faceta deliciosa de Henry James: su enorme habilidad para ser diabólicamente divertido. Frank Saltram, el protagonista, es un vividor que se hace pasar por intelectual. Cuando una joven hereda la fortuna Coxon con la condición de entregar una parte a quien considere el pensador más importante de su época, Frank está dispuesto a lo que sea para hacerse con el dinero.
«James es a la novela lo que Shakespeare a la poesía.»
Graham Greene
«Un gran narrador […]. Reconozco que algunas de las lecciones decisivas sobre el oficio de escribir las debo a la lectura de Henry James.»
Sergio Pitol
«¡No se lo van a quitar de encima en su vida!», me dije esa noche de regreso a la estación, pero más tarde, mientras estaba solo en mi compartimento (desde Wimbledon hasta Waterloo, antes de que llegaran los gloriosos ferrocarriles metropolitanos), rectifiqué dicha afirmación, pues se me ocurrió que probablemente no complacería a mis amigos disfrutar de un monopolio sobre el señor Saltram. No pretendo decir que en aquel primer encuentro me hiciera una idea cabal de su persona, pero sí creí vislumbrar qué cargas comportaba el privilegio de su amistad. Desde luego, conocerlo constituyó toda una experiencia, y quizá eso me llevó a pensar que todos, más tarde o más temprano, tendríamos el honor de disfrutar abundantemente de su trato. Aparte de la impresión que me causó su personalidad, salí de allí con una idea muy clara de la paciencia de los Mulville. El invitado iba a quedarse durante todo el invierno. Adelaide lo dejó caer con tono distraído, restándole gravedad al inevitable énfasis.
En cuanto excelentes anfitriones, les habría encantado que la circunferencia de su hospitalidad tuviera un diámetro de seis meses; y, si no afirmaron que se quedaría también todo el verano, fue porque iba más allá de sus esperanzas más desbocadas. Recuerdo que su huésped se presentó en la cena llevando pantuflas nuevas, en las que predominaba el color púrpura, y que parecían confeccionadas a partir de un extraño pariente de la alfombra. Pero en aquel entonces, los Mulville aún suponían que llegarían mejores postores ansiosos por arrebatarles su invitado, temor que más tarde los pobrecillos comprendieron que era infundado. Aun así, su fidelidad no requería de la ayuda de la competencia para enorgullecerse de su trofeo. Después de que todo haya terminado, cuando surge en una conversación el nombre de Frank Saltram y es saludado con el inevitable calificativo de «maravilloso», no debe olvidarse que los Kent Mulville fueron, a su manera, aún más extraordinarios; el ejemplo más perfecto que pueda encontrarse de aquella verdad tan cotidiana que afirma que los hombres notables encuentran comodidades tan notables como ellos. Desde Wimbledon recibí una invitación para cenar, y algo en la nota de Adelaide implicaba que había llegado el momento de decidir o hacer algo trascendental —aunque si se la juzgase solamente por sus escritos, alguien podría tacharla de tonta—. Los Mulville siempre estaban agitados por una causa u otra, y confieso al aceptar su invitación lo hice en parte para reírme un poco. Cuando por fin me hallé en presencia de su último descubrimiento, no sentí al principio el impulso de rehuir la irreverencia y, afortunadamente, debo decir que jamás eché de menos esa alternativa en presencia del señor Saltram. Sin embargo, me apresuro a declarar que en comparación con el mencionado espécimen, los otros fénix de los Mulville eran pájaros de escaso plumaje y menor vuelo. Lo cierto es que me enorgullezco sin ambages por no haberme confundido, ni siquiera en los aspavientos de asombro iniciales, sobre la esencia del hombre que tuve delante. Poseía un don incomparable, del que siempre fui consciente y aún hoy me deslumbra, tal vez porque el recuerdo brilla más que los hechos. No se puede ignorar que la imaginación transforma a un sujeto tan excepcional: se incluye una joya aquí y allá, o se adorna con un trazo vistoso. ¡Qué deleite despertaría la figura del señor Saltram en el arte del retrato si dicho arte contara solamente con el lienzo en blanco! En verdad, la naturaleza lo había redondeado notablemente, y si a veces la memoria vacila y contiene la respiración cuando se detiene en su recuerdo, es porque la voz que regresa del pasado es verdaderamente dorada.
Aunque el gran hombre era un huésped y no se vestía para la cena, le esperamos antes de empezar, y las primeras palabras que pronunció cuando entró en el salón fueron para Mulville:
—He descubierto algo —anunció.
No entendí demasiado bien a qué se refería y mirándolo aún algo desconcertado, le pregunté a Adelaide, discretamente:
—¿Qué es lo que ha descubierto?
Y jamás olvidaré la expresión con la que me respondió, enteramente convencida:
—¡Todo!
Si no todo, en cualquier caso, ese fue el momento en que Saltram descubrió que la bondad de los Mulville era infinita. Anteriormente también había descubierto, al igual que yo por lo demás, sus opíparas cenas. Con ello no quiero decir que en la naturaleza del señor Saltram hubiera ni una pizca de premeditación, pues eso sería como tratar de falsificar dinero falso. Él tomaba cuanto se cruzaba en su camino, pero jamás maquinaba nada para lograrlo. Nunca hubo un hombre que atrajera tantos favores y fuera menos parásito. Poseía, sí, un sistema universal, pero no contemplaba la apropiación a costa de los demás —eso sucedía de forma natural—. Su sentido del gusto era sencillo pero afinado, aunque no era su apetito generoso lo que despertaba confusión. Si nos hubiera querido por las cenas que celebrábamos, con ellas le habríamos pagado, y la verdad es que nos habría adelgazado la cuenta. Utilizo libremente el plural mayestático pues, aunque jamás fui capaz de imitar a los Mulville ni a gente con casas más grandes y caridad más simple, les ofrecí, desde el primer al último día, todas las reflexiones y emociones que se me requerían, particularmente tal vez la gratitud y el resentimiento. Creo que nadie tuvo que pagar tan a menudo el precio de abandonar la compañía del señor Saltram, de modo que tengo derecho a hablar de mis sacrificios. Al fin y al cabo, dicen que tomar prestada la sabiduría de otro es un homenaje.
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