Henry James - El fondo Coxon

Здесь есть возможность читать онлайн «Henry James - El fondo Coxon» — ознакомительный отрывок электронной книги совершенно бесплатно, а после прочтения отрывка купить полную версию. В некоторых случаях можно слушать аудио, скачать через торрент в формате fb2 и присутствует краткое содержание. Жанр: unrecognised, на испанском языке. Описание произведения, (предисловие) а так же отзывы посетителей доступны на портале библиотеки ЛибКат.

El fondo Coxon: краткое содержание, описание и аннотация

Предлагаем к чтению аннотацию, описание, краткое содержание или предисловие (зависит от того, что написал сам автор книги «El fondo Coxon»). Если вы не нашли необходимую информацию о книге — напишите в комментариях, мы постараемся отыскать её.

Una irónica comedia sobre la delgada línea que separa el arte de la caradura. El fondo Coxon muestra una faceta deliciosa de Henry James: su enorme habilidad para ser diabólicamente divertido. Frank Saltram, el protagonista, es un vividor que se hace pasar por intelectual. Cuando una joven hereda la fortuna Coxon con la condición de entregar una parte a quien considere el pensador más importante de su época, Frank está dispuesto a lo que sea para hacerse con el dinero. «James es a la novela lo que Shakespeare a la poesía.» Graham Greene"Un gran narrador . Reconozco que algunas de las lecciones decisivas sobre el oficio de escribir las debo a la lectura de Henry James." Sergio Pitol

El fondo Coxon — читать онлайн ознакомительный отрывок

Ниже представлен текст книги, разбитый по страницам. Система сохранения места последней прочитанной страницы, позволяет с удобством читать онлайн бесплатно книгу «El fondo Coxon», без необходимости каждый раз заново искать на чём Вы остановились. Поставьте закладку, и сможете в любой момент перейти на страницу, на которой закончили чтение.

Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

El señor Saltram producía lecciones con tanta abundancia como el mar devuelve peces, y lo sé bien pues durante un tiempo me alimenté de esta dieta. A veces hasta me figuraba que su monstruoso fracaso —si es que lo fue, después de todo— existía únicamente para mi entretenimiento privado. Saciaba mi curiosidad en su justa medida, pero me temo que la narración de esa experiencia me llevaría más lejos de lo que es mi intención. No sería el ambicioso retrato del señor Saltram al que acabo de referirme, y no me habría detenido en describir las características de su persona si se tratara de enumerarlas completamente. Pues las características del señor Saltram, a efectos artísticos, son, en el fondo, las anécdotas e incidentes que de él se cuentan. Son legión, y la que ahora abordaré sólo es una entre tantas, cuyo interés particular radica en que concierne a muchas otras personas, aparte de mí. Al mirar atrás, uno comprende que estos episodios son pequeñas viñetas que representan las innumerables facetas del verdadero hecho dramático: el que aún está por narrar.

2

Es, además, muy notable que ambas historias, a pesar de ser distintas —la mía propia, por así decirlo, y esta—, empezaron en cierto modo la noche en que conocí a Frank Saltram. Después de esa velada en Wimbledon que me había agitado sobremanera, diríase incluso que con un nuevo impulso vital, no pude hacer otra cosa, al llegar a la estación de Londres, excepto caminar hasta mi casa, de pura emoción. Andaba y balanceaba mi bastón, y en la puerta de Buckingham Palace me di de bruces con George Gravener. Podría decirse que la historia de George Gravener también empezó cuando le propuse que camináramos juntos, pues íbamos en la misma dirección, mientras charlábamos. Debo recordar, dicho sea entre paréntesis, que en aquel momento su historia pertenecía aún a otra persona, y que pasarían algunos años antes de que se extendiera a un segundo capítulo. Sin embargo, yo tenía mucho que contarle de mi visita a los Mulville, a los que él conocía superficialmente. Sin duda, estuve especialmente ingenioso esa noche, porque tiempo después, cuando nos encontramos, no dejaba de preguntarme por el viejo marinero. Pero yo no le dije que el señor Saltram fuera anciano; es más, estaría por ver si superaba en edad a George Gravener.

Por aquel entonces yo residía en la calle Ebury, y Gravener se alojaba en la casa que su hermano había dejado vacía en la plaza Eaton. Cinco años antes, en Cambridge, incluso entre nuestro arrollador grupo de amigos, destacaba su tremenda inteligencia. Alguien me había preguntado en privado, sin color en las mejillas, si aquella mente tan privilegiada dejaba algo en pie a su paso. «¡Sólo a sí misma!», recuerdo haber replicado con devoción. Al acordarme de ello ahora me sonrío, pues caí en la cuenta, incluso antes de llegar a la calle Ebury, de que George Gravener ya no era un admirable torreón de ingenio. El universo al que doblegó se las había arreglado para florecer de nuevo, y las eminencias de rigor volvían a ser visibles. Me pregunté si la causa radicaba en que había perdido el sentido del humor, o bien, horrenda ocurrencia, en que jamás había tenido ninguno, ni siquiera cuando se me antojaba un fiel discípulo de Aristófanes. No obstante, ¿qué necesidad había de recurrir a la risa —cabía preguntarse con envidia— cuando se podía confiar en el sentido del equilibrio? La estrafalaria figura del señor Saltram, su gruesa nariz y su labio inferior que colgaba indolente estaban frescos en mi memoria; al lado de mi viejo amigo y su fría y espléndida simetría, los rasgos de aquel parecían haber convertido con éxito en diversión la conciencia de su fealdad. En cambio, a sus hambrientos veintiséis años, Gravener parecía tan vacío y parlamentario como si tuviera cincuenta y fuera popular.

Cuando por fin llegamos a mi residencia —que contempló con ojo avezado a su cómoda sencillez, pero sobre la cual se abstuvo de proferir una broma de camarada—, le hablé de Frank Saltram con más detalle. Menciono esta circunstancia pues aun entonces me sorprendió su fastidio para con mi entusiasmo por dicho personaje. Puesto que nada sabía del señor Saltram, su impaciencia se dirigió contra los Mulville, a los que tachó de absurdos. Gravener conocía a los Mulville como yo, a causa de una amistad de infancia con la joven Adelaide, fruto de múltiples lazos que se remontaban a las generaciones que nos habían precedido. Cuando se casó con Kent Mulville, que era mayor que Gravener y que yo, y mucho más amable, gané un amigo, pero Gravener prácticamente perdió otro. Igualmente, distintas fueron nuestras reacciones a lo que él llamaba la «deplorable acción social» de los Mulville, que había tomado la forma de una enojosa efusividad de segunda, según sus palabras. En mi fuero interno, quizá yo también estaba convencido de que los residentes de Wimbledon eran tontos y bondadosos, pero, cuando Gravener siguió burlándose de ellos, no pude evitar contradecirle. Sentía ya que, aun si llegáramos a estar de acuerdo, sería por razones bien distintas. Comprendí cuán admirablemente británico era cuando se dio la vuelta y se alejó de mi pequeña biblioteca francesa sin apenas una mueca de desprecio acerca de mi encuadernador.

—Por supuesto, no conozco al tipo en cuestión, pero está claro que es un farsante.

—Claro es precisamente lo que no es —repliqué yo—. ¡Ojalá lo fuera!

Mi exclamación sólo fue el principio de lo que más tarde sería un largo anhelo en busca de una frívola conclusión final. Al cabo de unos instantes, Gravener afirmó con gravedad:

—Tiene que ser un disidente. 1

—¡Imposible! Su principal atractivo radica en la extraordinaria capacidad especulativa de la que hace gala —respondí yo.

—El mejor truhán es el que ha cultivado su carácter —replicó él. Y añadió—: No te sorprendas si descubres que tu caballero de resplandeciente armadura procede de una familia metodista de vendedores de quesos.

Me llamó su atención su persistente burla y, tras unos minutos de reflexión, dije:

—Tal vez, lo admito, así sea. Pero ¿cómo puedes estar tan seguro?

Mi pregunta era una trampa: quería que confesara que la raíz de su incredulidad procedía del hecho de que el pobre Saltram no se vestía de etiqueta para cenar. Gravener la esquivó fácilmente y salió indemne al otro lado. Dijo:

—Porque los Kent Mulville se lo han inventado. Tienen una mano infalible para los fraudes; todos sus gansos se convierten en cisnes. Nacieron para ser engañados y les gusta, lo piden a gritos. No saben distinguir la mano derecha de la izquierda, y la verdad es que terminan por cansarlo a uno, quizá por suerte, a golpe de caridad cristiana.

Su vehemencia, sin duda, fue accidental, pero los acontecimientos que se sucedieron la convirtieron en profética. No recuerdo con qué excusas salí del paso; sea como fuere, al cabo de un momento prosiguió:

—Sólo pido saber una cosa, algo muy sencillo: ¿es un verdadero caballero?

—¡Querido amigo! Un verdadero caballero, ¡eso se dice muy pronto!

—No lo bastante, si resulta que no lo es. Debe ser un rufián de marca mayor cuando los Mulville lo han adoptado.

—Me sentiría ofendido si no fuera porque a no me han cubierto de elogios —respondí yo.

—¡No te confíes! Admitiré que es un caballero cuando tú concedas que se trata de un farsante —añadió Gravener.

—No sé qué admirar más, si tu lógica o tu benevolencia.

Mi amigo se sonrojó, pero, no obstante, no cambió de tema. Preguntó:

—¿Dónde le encontraron?

—Creo que les llamó la atención algo que Saltram había publicado.

—Ya veo. ¡Me imagino un largo y aburrido tratado!

Читать дальше
Тёмная тема
Сбросить

Интервал:

Закладка:

Сделать

Похожие книги на «El fondo Coxon»

Представляем Вашему вниманию похожие книги на «El fondo Coxon» списком для выбора. Мы отобрали схожую по названию и смыслу литературу в надежде предоставить читателям больше вариантов отыскать новые, интересные, ещё непрочитанные произведения.


Отзывы о книге «El fondo Coxon»

Обсуждение, отзывы о книге «El fondo Coxon» и просто собственные мнения читателей. Оставьте ваши комментарии, напишите, что Вы думаете о произведении, его смысле или главных героях. Укажите что конкретно понравилось, а что нет, и почему Вы так считаете.

x