Teresa Driscoll - Te veo

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Número 1 en Estados Unidos, Reino Unido y Australia – Más de medio millón de ejemplares vendidos «Soy la mujer del tren que no hizo nada. Pero ¿y tú, qué habrías hecho?»Cuando Ella Longfield oye a dos jóvenes atractivos flirtear con dos adolescentes en un tren, no le parece nada raro, hasta que escucha que ellos acaban de salir de la cárcel. Su instinto le dice que tiene que intervenir, pero finalmente no lo hace. Al día siguiente, las noticias anuncian la desaparición de Anna Ballard, una de las jóvenes del tren.Un año después, Anna sigue desaparecida. Ella, que todavía se siente culpable por no haber hecho nada, empieza a recibir postales con amenazas que le hacen temer por su vida.Entonces, en el aniversario de la desaparición, se descubre que los amigos y la familia de Anna ocultan algo. Además, Sarah, la amiga con la que Anna viajaba en el tren, confiesa que no dijo toda la verdad acerca de lo que sucedió aquella noche en Londres.¿Dónde está Anna Ballard? – Una chica desaparecida. – La pesadilla de una testigo que no hizo nada. – Una telaraña de mentiras."Hay que seguir la pista a Teresa Driscoll, el nuevo fenómeno del thriller." SUNDAY EXPRESS"Driscoll logra mantener la tensión en todo momento, incrementándola a veces, revelando la cantidad correcta de información en el momento adecuado… Sin duda, una delicia para los amantes de la ficción criminal." INDIA TODAY"El libro se lee rápido, ya que es corto y apasionante, y el final es una completa sorpresa." ENTERTAINMENT TIMES"Cada capítulo de este libro termina con un pequeño cliffhanger. Me quedé leyendo por la noche, aunque apenas podía mantener los ojos abiertos." EVERYDAY CRUMBS"La contraportada ya me conquistó. Que el punto de mira se sitúe en un testigo es un concepto tan diferente que, simplemente, no podía dejarlo pasar." QUIRKY CATS FAT STACKS… OF BOOKS"Como es inevitable, dediqué tiempo a intentar averiguar el «quién», ¡pero me equivoqué por completo! El final fue una auténtica sorpresa." BLOOMIN BRILLIANT BOOKS

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Barbara se seca las manos en el delantal y se deshace el lazo de la espalda.

—No creo que sea una buena idea, Henry. Tengo un presentimiento. Es decir, sé que están muy unidos… o lo estaban. —Se yergue mientras respira hondo.

Henry espera y el silencio se alarga. Ninguno de los dos ya no sabe qué tiempo verbal utilizar.

—Pero es que últimamente todos hemos tenido los nervios a flor de piel —dice, mientras se saca el delantal por la cabeza—. Jenny también. No sé si esto va a ser de ayuda. Al menos, no para Jenny. Y no quiero que haya problemas, esta noche no.

—Pues parece que es lo que Jenny quiere. —Henry no aparta la mirada de su mujer.

—No tengo claro que ni ella misma sepa lo que quiere, no más que nosotros. —Suspira—. Va, es igual. Dile que sí. —De repente, Barbara lanza el delantal sobre la encimera—. Será horrible, haya quien haya en casa.

La conversación se ve interrumpida por un golpe sordo en el piso de arriba. Jenny está pateando el suelo de la habitación, que está justo encima de la cocina, mientras grita por el móvil. No entienden qué dice hasta que oyen: «Ay, madre, no. Por favor… no».

A continuación, oyen un estrépito de cristales y objetos que se rompen, al parecer porque los ha arrojado por la habitación.

Capítulo 6

La testigo

—Tiene que comunicárselo a la policía de inmediato.

—Ah, no, eso ni pensarlo.

—¿Perdone?

Estoy desconcertada.

Recupero la última tarjeta que he recibido mientras examino a Matthew Hill con atención. No me esperaba esa reacción. He metido esta nueva postal en un portafolio de plástico que he cogido de la carpeta de Luke. Es uno de esos portafolios que ya tiene los agujeros hechos, que resbalan muchísimo. Son muy peligrosos. Una vez resbalé al pisar uno y me di un porrazo en el hombro.

Este último mensaje había llegado como los demás: dentro de un sobre oscuro sencillo con una etiqueta con la dirección impresa. Sin embargo, este es todavía más extraño, y un poco más amenazador. El reverso es negro y tiene las letras enganchadas: es el karma. lo vas a pagar. Esta vez, al leerlo me había parecido raro que hubiera una referencia al budismo, al yoga o a algo de eso. ¿No se basan precisamente en la simpatía, la amabilidad y el perdón? Pero luego lo había buscado por Internet y encontré que hay quien lo interpreta como un tipo de justicia natural o como llevarte tu merecido —recibir consecuencias negativas por una mala acción—. Me entraron escalofríos…

Tenía que ponerle punto final.

—Creía que se dedicaba a investigar este tipo de cosas. ¿No es eso lo que hacen los detectives privados? —Me arrepiento de usar un tono sarcástico, pero estoy tensa mientras miro a Matthew Hill a los ojos y también me siento un poco desorientada. El anuncio me había parecido bastante directo. «Detective privado en Exeter. Expolicía». Breve. Simple. Creía que podía pedirle lo que fuera y que él lo haría. Que así se ganaba la vida. Como cualquier cliente que entra en mi tienda. «Un ramo para un cumpleaños, por favor». «Por supuesto».

—Mire, he estado siguiendo el caso y esto son pruebas nuevas. La chica sigue desaparecida, y tengo una norma según la cual, si hay una investigación en curso, trato de…

—Confíe en mí, señor Hill: esto no es una prueba.

—Y ¿está tan segura porque…?

Me detengo un segundo, sin tener claro hasta qué punto debería contar.

—Mire, sé quién me las envía: la madre de la chica, Barbara Ballard. Está muy enfadada conmigo. Bueno, no, eso es quedarse corta. Está furiosa y resentida, pero ¿a quién no le parece normal? A mí sí. Además, yo me lo he buscado. Cuando recibí la primera postal, tengo que admitir que me planteé acudir a la policía. Al principio, me impresionó y me asusté. Tuvimos muchos problemas después de que se filtrara mi nombre, y pensé que era más de lo mismo. Pero ahora ya sé por qué las recibo. Me han llegado tres, así que lo único que necesito es que le dé un toque de atención, por favor. Que pare. De lo contrario, mi marido se acabará enterando e insistirá en que vayamos a la policía, y quiero evitarle ese mal trago. Ya tiene suficiente.

—Pues me temo que estoy de acuerdo con su marido. Podría estar equivocada.

—Verá, es que ella ha venido a mi tienda. Ya van dos veces. Pero lo único que hace es observarme a través de la ventana. Aunque no sabe que yo me he dado cuenta.

—Bien. Entonces, ¿cuándo comenzó? —Al detective le ha cambiado la expresión.

—Esto no saldrá de aquí, ¿verdad?

—Por supuesto que no.

—Perfecto, porque tampoco quiero denunciar lo que le voy a contar. De hecho, es culpa mía. Y no me refiero solo a lo que ocurrió en el tren. A ver, un día decidí ir hasta allí. A Cornualles, el verano pasado. A ver a la madre. Mi marido intentó disuadirme, y tendría que haberle hecho caso. Fue una estupidez, lo comprendí luego. Una más, que se añade al cúmulo de errores que llevo cometiendo desde que empezó todo. El peor, como sin duda sabe, es no haber llamado, no haber avisado a esa pobre familia antes de que pasara nada.

—Pero usted no hizo daño a la chica, señora Longfield. ¿No estaban involucrados un par de chavales? ¿Los sospechosos principales, que venían de Exeter?

—Sí, pero eso todavía hace que me sienta peor, señor Hill.

—Matthew. Llámeme Matthew.

—Pues Matthew. Mi marido no deja de repetirme lo mismo, que no es culpa mía. Pero siento decirle que eso no me hace sentir mejor. Y no soporto que todavía no la hayan encontrado.

De repente, oímos un silbido que procede de la habitación contigua. Miro hacia la puerta en la otra punta del despacho, que está entreabierta, y Matthew Hill se levanta de golpe y suaviza la expresión.

—¿Le apetece un café, señora Longfield? Hago unos capuchinos bastante buenos.

—Llámame Ella. Y sí, por favor. Por el olor, parece que sabe lo que se hace. —Noto que se me dibuja una sonrisa y relajo los hombros—. No puedo decir que no a un buen café.

—Es una cafetera exprés. Uso granos importados, una mezcla propia. Es mi punto débil.

—El mío también. —Inspiro hondo—. Perdona por estar tan a la defensiva, es que me he puesto muy nerviosa al venir.

—Le pasa a mucha gente. —Su voz se va apagando cuando desaparece hacia lo que deduzco que es un piso contiguo a la oficina. Tarda un poco, pero al final vuelve a aparecer con una bandeja, dos cafés y una jarrita de leche humeante. Asiento para indicarle que lo tomaré con leche.

—Por dónde íbamos… Ah, sí, cuéntame algo más sobre la madre, sobre cuando la visitaste en Cornualles. Cuéntamelo todo, no omitas nada.

—De acuerdo. No sé si has seguido el caso muy de cerca, pero tuve un jaleo espantoso con la prensa cuando descubrieron que yo era la testigo del tren. Los periódicos nacionales se volvieron locos. Enviaron a sus mejores redactores a la puerta de casa. Se dedicaron a escribir titulares con el gran dilema moral: «¿Qué habrías hecho tú?», y otros por el estilo.

—Sí, vi los reportajes. —Matthew se inclina hacia adelante y da un sorbo al café.

—Fue muy desagradable. Tengo una floristería, y llegó un punto en que tuvimos que cerrarla un mes entero, y también tuvimos que cerrar nuestras cuentas en redes sociales. Era incapaz de mirar a la gente a la cara. Los amigos fueron muy comprensivos, pero algunas personas se comportaban de forma extraña. Incluso los clientes habituales. Lo notaba por cómo me miraban.

—Lo siento. Se subestiman mucho las secuelas que conllevan casos como este. La gente puede ser muy cruel.

—Bueno, sí. Tony, mi marido, se puso hecho una furia. Es que es muy protector. Es muy bueno, pero se enfadó mucho cuando se filtró mi nombre.

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