Teresa Driscoll - Te veo

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Número 1 en Estados Unidos, Reino Unido y Australia – Más de medio millón de ejemplares vendidos «Soy la mujer del tren que no hizo nada. Pero ¿y tú, qué habrías hecho?»Cuando Ella Longfield oye a dos jóvenes atractivos flirtear con dos adolescentes en un tren, no le parece nada raro, hasta que escucha que ellos acaban de salir de la cárcel. Su instinto le dice que tiene que intervenir, pero finalmente no lo hace. Al día siguiente, las noticias anuncian la desaparición de Anna Ballard, una de las jóvenes del tren.Un año después, Anna sigue desaparecida. Ella, que todavía se siente culpable por no haber hecho nada, empieza a recibir postales con amenazas que le hacen temer por su vida.Entonces, en el aniversario de la desaparición, se descubre que los amigos y la familia de Anna ocultan algo. Además, Sarah, la amiga con la que Anna viajaba en el tren, confiesa que no dijo toda la verdad acerca de lo que sucedió aquella noche en Londres.¿Dónde está Anna Ballard? – Una chica desaparecida. – La pesadilla de una testigo que no hizo nada. – Una telaraña de mentiras."Hay que seguir la pista a Teresa Driscoll, el nuevo fenómeno del thriller." SUNDAY EXPRESS"Driscoll logra mantener la tensión en todo momento, incrementándola a veces, revelando la cantidad correcta de información en el momento adecuado… Sin duda, una delicia para los amantes de la ficción criminal." INDIA TODAY"El libro se lee rápido, ya que es corto y apasionante, y el final es una completa sorpresa." ENTERTAINMENT TIMES"Cada capítulo de este libro termina con un pequeño cliffhanger. Me quedé leyendo por la noche, aunque apenas podía mantener los ojos abiertos." EVERYDAY CRUMBS"La contraportada ya me conquistó. Que el punto de mira se sitúe en un testigo es un concepto tan diferente que, simplemente, no podía dejarlo pasar." QUIRKY CATS FAT STACKS… OF BOOKS"Como es inevitable, dediqué tiempo a intentar averiguar el «quién», ¡pero me equivoqué por completo! El final fue una auténtica sorpresa." BLOOMIN BRILLIANT BOOKS

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De pronto, la cabeza se me llena de un caleidoscopio de recuerdos. De imágenes con las puntas ajadas. De las revistas que habíamos encontrado en la habitación de nuestro hijo. De aquella noche, al volver pronto del cine, cuando descubrimos a Luke intentando anular la seguridad de Sky para ver porno.

Así que en este tren del demonio me doy cuenta de que necesito hablar con mi marido con urgencia. Con mi Tony. Él me ayudará a reencontrar el norte.

Necesito que me diga si el problema no lo tienen ellos, sino yo. «¿Estoy haciendo un ridículo espantoso, Tony? No, en serio, necesito que me digas la verdad. Recuerda cuando tuvimos aquella discusión por los canales de Sky y las revistas de Luke».

¿Soy la mujer más mojigata del mundo? Lo soy, ¿verdad?

De hecho, trato de llamarlo esa misma noche desde el hotel, después de la conferencia. Quiero contarle que he hecho lo más razonable y me he ido a la otra punta del tren, que he dejado de meterme donde no me llamaban. Que es evidente que las chicas eran lo suficientemente espabiladas para apañárselas solas.

Sin embargo, parece que ha salido y no se ha llevado el móvil; es una de las pocas personas que todavía cree que el aparato provoca tumores cerebrales, así que al final termino hablando solo con Luke y me tranquiliza oír cómo describe la cena que ha preparado: un tayín gracias a una receta que se ha bajado de una aplicación nueva. Le encanta cocinar, a mi Luke, y bromeo sobre cómo habrá quedado la cocina, porque seguro que ha utilizado todos los cacharros y las sartenes habidas y por haber.

Pronto amanece en el hotel.

Detesto esta sensación: el aturdimiento provocado por la mezcla del aire acondicionado, levantarse en una cama ajena y falta de disciplina con el minibar. Es el regalo que me hago al llegar al hotel: uno o dos brandis al final de un largo día de trabajo.

Apenas son las seis y media, quiero dormir más. Tras diez minutos intentándolo en vano, me doy por vencida y echo un vistazo a las tristes bolsitas del tazón que hay junto al hervidor de agua. Siempre hago lo mismo en las habitaciones de hotel: me engaño a mí misma y me digo que voy a beber café instantáneo solo esta vez, para después tirarlo por el lavamanos.

Observo la fila de botellitas vacías y me estremezco cuando me asalta un pensamiento espantoso. Echo un vistazo al teléfono que tengo junto a la cama y me atenaza una oleada de temor: es el escalofrío que siento al haber hecho algo que me avergüenza, algo de lo que sé que me arrepentiré.

Me giro de nuevo hacia la hilera de botellitas y recuerdo que, tras tomar el segundo brandi anoche, decidí llamar al servicio de directorio telefónico para dar con el número de los padres de las chicas. Al recordarlo, me quedo helada; todavía no estoy muy segura de lo que ocurrió después. «¿Llegaste a llamar? Recuerda, Ella, venga».

Vuelvo a mirar el teléfono y hago un esfuerzo para concentrarme. Ah, vale, ya me acuerdo. Los hombros se me relajan en cuanto me viene a la memoria: tenía el móvil en la mano y, justo cuando iba a marcar, concluí que no pensaba con claridad, y no solo por el brandi. Mi motivación era otra: no quería llamarlos porque en realidad estuviera preocupada por las chicas, sino para castigarlas, porque me daba mucha rabia cómo me había hecho sentir Sarah.

Así pues, hice lo más sensato: dejé el móvil, apagué la luz y me fui a dormir.

Qué bien. Ay, sí, qué bien. El alivio que siento es tan sobrecogedor que, para celebrarlo, decido que, al final, voy a darle una oportunidad al café instantáneo.

Primero enciendo el hervidor y, acto seguido, pongo la televisión. Y justo en ese momento, aparece. El tiempo se detiene en un instante único, suspendido al principio, pero que luego se alarga y se extiende más allá de la habitación, más allá de la ciudad. Es un segundo en el que comprendo que mi vida no volverá a ser la misma.

Jamás.

El televisor no emite sonido porque anoche, de madrugada, vi la película en silencio y con subtítulos para no molestar a los vecinos.

Con todo, la imagen no se presta a confusión. Qué guapa. Es una fotografía de su perfil de Facebook. Le brillan los ojos verdes y el cabello, rubio y largo, le cae por la espalda. Está en la playa; reconozco el Monte Saint-Michel de fondo.

No sé cómo, pero tengo la sensación de que me alejo, de que atravieso la almohada, el armazón de la cama y la pared hasta que veo la pantalla desde una distancia mucho mayor. Una pantalla que muestra unos titulares horribles y espantosos: «Anna… Desaparecida… Anna… Desaparecida…». El hervidor silba con fiereza entre nubes de vapor que empañan el espejo mientras organizo mentalmente las llamadas que tengo que hacer.

Me asalta una maraña de excusas oscura y terrible. No hay ninguna que sea lo bastante buena.

Tengo que hablar con la policía. Con Tony.

«Tienes que creerme, iba a llamar…».

Capítulo 2

El padre

Henry Ballard está sentado en la terraza interior mientras trata de ignorar, con todas sus fuerzas, el repiqueteo que surge de la cocina.

Es consciente de que debería ir a hacer compañía a su mujer, a ayudarla, a consolarla, pero también sabe que no servirá de nada, de modo que lo está posponiendo. ¿La verdad? Lo único que quiere es quedarse un rato más observando el césped al otro lado del cristal. En ese extraño espacio cerrado, ese anexo a la casa que apenas ha servido de algo —siempre hace demasiado frío o demasiado calor, a pesar de las persianas y el gran ventilador antipolvo que les habían instalado por un precio exorbitante—, se las ha apañado para entrar en un estado de semiconsciencia, para llegar a un lugar donde su mente puede deambular más allá de los límites corporales y temporales, y adentrarse en el jardín donde, en este preciso momento, con la primera luz del día, oye cómo cuchichean en el escondrijo que tienen entre los arbustos. Anna y Jenny.

Había sido su sitio favorito durante un año, quizá dos, cuando pasaron por aquella espantosa etapa del color rosa. Edredones rosas. Barbies rosas. Una tienda de campaña rosa que habían comprado por catálogo y que ellas habían llenado con todo tipo de parafernalia de niñas. Él siempre había evitado acercarse a aquella cosa. En cambio, lo que más quería en el mundo ahora mismo era olvidarse de ordeñar y del heno, de las declaraciones del IVA y del banco, y salir a hacer una hoguerita y ponerse a cocinar las salchichas para el desayuno de las niñas. Organizar una acampada en condiciones, algo que, a pesar de habérselo prometido cientos de veces, jamás había hecho.

De pronto, se produce un estrépito en la cocina que lo obliga a entrar. Se la encuentra recogiendo moldes del suelo: un montón de moldes para hacer magdalenas y pasteles de todas las formas y tamaños imaginables.

—¿Qué demonios haces?

—Pastelitos de ciruela.

—Joder, Barbara.

Es el dulce favorito de Anna. Son una especie de barritas de avena con compota de ciruelas especiadas en el centro. Lo asalta el olor a canela: el acre contenido del tarro, que está volcado sobre la encimera, forma una montañita perfecta.

«Ay, Barbara».

Ser testigo de cómo ella recoge los moldes mientras, con manos temblorosas, se le antoja insoportable.

Así que, en vez de ayudarla e intentar demostrar algo de amabilidad o de decencia, se va al estudio y se sienta junto al teléfono, de modo que al cabo de unos cinco o quizá diez minutos, Henry es el primero en ver cómo un coche de policía vuelve a enfilar el camino que lleva hasta la casa.

Se le encoge el estómago, una sensación espantosa, y por un momento se plantea atrancar la puerta —se imagina todos los muebles del recibidor apilados contra la puerta para que no puedan entrar; qué ridículo—. Esta vez han venido dos agentes, un hombre y una mujer. El hombre lleva traje y la mujer, uniforme.

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