Cartalina Murillo Valverde - Maybe Managua

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A veces el destino se acaba antes que la vida. Juan, un español de mediana edad, se ha quedado «colgado» en Costa Rica, sin dinero ni rumbo. Persiguiendo un negocio ilusorio, y en compañía de un pájaro exótico amaestrado, emprende viaje a Nicaragua, sin admitir ante sí mismo que huye, que se precipita hacia la nada. La novela atrapa desde la página uno.

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Juan hizo cálculos mientras se cepillaba los dientes y se quitaba la ropa para meterse en la cama. Ya entre las sábanas se quedó observando la silueta del pájaro en la oscuridad y los ánimos se le precipitaron. Qué cagada, al final Mechas lo había embaucado, pensó, sin percatarse de que mientras maldecía su sino jugueteaba con el silbato entre sus dedos como un talismán.

Teléfono. A esas horas, solo podía ser Gerardo. Ahora llamaba, el maldito imbécil. Intentó desenchufar de la pared el aparato, pero no pudo y preocupado por el timbre que rompía el silencio del pequeño hotel, levantó el auricular.

Era Kathy. Estaba triste, dijo, y su voz delataba que era verdad. Llamaba para preguntarle (casi con idénticas palabras) lo que ya le había preguntado en el auto, sus objetivos con ella y con la vida. A Juan lo calentó aquella voz lastimera. Estiró el ensortijado cable del teléfono y volvió a la cama.

—Cómo es el erotismo –la interrumpió–, ahora oyéndote se me está poniendo dura.

Kathy se quedó muda. Tuvo ganas de decirle “cabrón” y también de arrancarle los pantalones y agarrar esa erección a lengüetazos. Pero ambos impulsos eran inconfesables hasta para ella misma.

—¿Me la vas a mamar, Katita? –le preguntó Juan excitado.

Silencio.

—¿Me la vas a chupar como solo tú sabes, Katita mía?

Kathy se sorbió los mocos y accedió a entrar en la charla caliente que su novio le proponía, pero entibiándola, tratando de arrastrar a Juan al amor y la ternura.

—“La ternura me la pone dura” –recitó Juan. Era un lema de Gerardo.

Al final, ninguno de los dos consiguió llevar al otro a su terreno. Ni lágrimas ni semen fueron derramados.

—¿Nos deja, don Juan? –la señora de la limpieza lo lamentó de corazón. Le gustaba aquel inquilino. Era un hombre sencillo, que la trataba de igual a igual; uno de los raros extranjeros que no se sentía superior a los lugareños–. ¿Cuándo se va?

—En este instante.

Tras anunciar en El Hotelito que se marchaba, y capear preguntas sobre su futuro inmediato, en la mañanita del segundo jueves de diciembre se subió Juan con sus bártulos al jeep amarillo huevo que perteneciera al Mechas. No era ni de lejos su auto soñado, pero se lo había dejado tirado de precio. Juan, cuando imaginaba cómo contaría él su propia historia, se veía atravesando el continente americano en un mustang descapotable de asientos acolchados como bembas coloradas.

Había sido un golpe intuitivo comprar el pájaro. Parecía una locura, pero era su posibilidad más concreta de mantenerse. ¿Si no, qué? ¿Irse a vivir con Kathy? ¿Buscar trabajo como arquitecto? No. Vivir de la arquitectura, no. Era algo que había tardado mucho en entender e imposible de explicar a la gente. No era por principios ni por no prostituirse, todo trabajo podía ser considerado una forma de prostitución y él estaba dispuesto a hacerlo y lo hacía, pero no con la arquitectura. La arquitectura era (o había sido) lo más cercano a una pasión en su vida.

Diletante, quería ser él. Esa palabra tan desprestigiada había terminado por resultarle muy adecuada. Solo así le parecía aceptable dedicarse a la arquitectura. Proclamarse profesional de la arquitectura tenía que ser un chiste, o un eufemismo, como decir “profesional del sexo”.

Era agotador hacérselo ver a los demás. Hacía pocos años había decidido dejar de dar explicaciones; ese había sido el inicio de su liberación. De los quince a los cuarenta había vivido explicándose, justificándose, deseando ser comprendido sin saber por qué ni para qué. Así era expulsado uno de la infancia hacia la adultez; ser adulto significaba hacerse comprensible para los demás. Harto, una vez le dijo a Gerardo: “Si te lo tengo que explicar es que no lo vas a entender”, y cayó en cuenta de que en esta vida explicarse, además de inútil, era un contrasentido. Gerardo replicó: “No te aclaras ni tú”, y Juan, irreflexivo, soltó la respuesta que marcó la consagración de su libertad: “Faltaba más –dijo–, yo no me debo explicaciones ni a mí mismo”.

Juan recordó esta frase cuando le dio a la ignición y el Vigoroso tronó fuerte y saludable, despidiéndose de todo. Qué maravilla… Un jeep, un pájaro, una vida en una maleta. No me debo explicaciones ni a mí mismo.

Poco después se detuvo en la acera de enfrente a la boutique de su novia, que todavía estaba cerrada. Faltaban diez para las diez. Juan abrió la portezuela con intención de cruzar la calle y esperar a Kathy fumando en la acera, pero se quedó a mitad de gesto, con la mano en el manillar y un pie fuera del carro. Kathy acababa de aparecer a la vista. Surgió del interior de la tienda y se metió en el escaparate, entre dos maniquíes flacos y rubios como ella. Armas de mujer, se llamaba la boutique de ropa y complementos. Un día Juan no se pudo resistir y le dijo que no podía creer que alguien en serio le pusiera ese nombre a su tienda. “Ay, no es en serio –le dijo Kathy y añadió dándole un manotazo–: ¡No seas tan cuadrado!”.

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