En contraste, la caridad es estática y socialmente árida, a pesar de que el acto caritativo se repita, porque es unidireccional, desigual y pone su granito para acomodarse a un statu quo discriminatorio. Una fábula cachemir cuenta que dos bráhmanas intentaron limitar sus limosnas a su propia casta, dándoselas y devolviéndoselas la una a la otra. Al morir, se transformaron en pozos envenenados, una adecuada metáfora de su estéril noción de la donación. Lo esencial de la caridad es un asalto a los tres principios básicos de los derechos humanos: justicia, libertad y dignidad humana. Imponer un regalo a quien no puede corresponderlo es una ofensa a su dignidad. La exención del donante de recibir un regalo a cambio y las obligaciones que ello implica es una afirmación de su libertad y posición social y una negación de las del receptor. El supuesto beneficiario es dependiente de la voluntad del donante y, así —como han reconocido muy diferentes pensadores sociales, desde Aristóteles hasta la gente de habla kwak’wala—, no es libre. La institucionalización política, las connotaciones religiosas y la insensata respetabilidad de la desigual relación de caridad consolidan y perpetúan injustamente la falta de libertad.
En palabras de Mary Douglas, en su prólogo a El regalo (p. x), «un regalo que no hace nada por aumentar la solidaridad es una contradicción». Y Mauss concluye que «el regalo no correspondido […] hace inferior a la persona que lo recibe» (como el «hombre basura», incapaz de corresponder en el sistema del moka) y, por lo tanto, «la caridad es […] hiriente para quien la acepta, y toda la tendencia de nuestra moral es luchar por la eliminación del patrocinio inconsciente y ofensivo del rico donador de limosnas» (p. 65).
El enorme trabajo de Mauss en forma de librito examina la donación recíproca de regalos en sociedades tan lejanas como los indios americanos, los esquimales, los melanesios y los aborígenes australianos, y también descubre los mismos principios básicos en los sistemas legales antiguos —romano, germánico, indoeuropeo e hindú clásico—, cuyas legislaciones, en todos los casos, contienen el principio básico de que no existen los regalos gratuitos. A partir de su amplia gama de datos, argumenta que gran parte de la sociedad humana se basa en prácticas de intercambio colectivo. Su teoría del don es una teoría de la «solidaridad humana», pero también expone puras relaciones de poder en la estructura económica de la sociedad —«todas las deudas, regalos, multas, herencias y sucesiones, impuestos, tarifas y pagos» (p. xii)— que muestran que esos mecanismos posibilitan saber quién es excluido y a quién se beneficia. Pero, a diferencia del capitalismo y su falta de transparencia, incluso en las operaciones caritativas, o especialmente en ellas, la economía del don es pública por naturaleza y los participantes conocen esos factores.
Los mecanismos reveladores de las estructuras económicas que describe Mauss no se limitan a lugares remotos, sino que parecen ser intrínsecos, si bien en grados y formas distintas, a todas las sociedades humanas. La frecuente confusión sistemática entre la caridad y el regalo también es indicativa de quién es excluido y a quién se beneficia, como puede ejemplificarse mucho más cerca de casa, por ejemplo, en la Inglaterra del siglo xviii, con los intentos de presentar como muestras de magnanimidad cristiana leyes contra los pobres cada vez más duras. Aquí la caridad se hizo famosa como una ideología de la benevolencia que, regulada por una miríada de leyes, normas e instituciones —y, en el caso de las mujeres de clase alta en apuros, tutela moral, como narran las novelas de Sarah Scott Descripción de Millenium Hall y del país adyacente, junto con los caracteres de sus habitantes y anécdotas históricas y reflexiones que pueden suscitar en el lector genuinos sentimientos humanitarios y dirigir su mente al amor por la virtud (1762) y La historia de Sir George Ellison (1766)—, apuntalaba un sistema social y económico que actuaba a favor de la gentry y ejercía sobre las infraclases una violencia cubierta con guante de terciopelo. La caridad y la benevolencia no solamente servían para enmascarar la brutalidad del capitalismo agrario, sino que también eran esenciales para la construcción y mantenimiento de las relaciones de dominio mientras se consolidaba e institucionalizaba el capitalismo industrial.
Raymond Williams31 identifica uno de los elementos económicos clave de este apuntalamiento caritativo de la mayormente no caritativa empresa de depauperar a una parte muy grande de la sociedad. Cita a Rosa Luxemburg, que apunta que la tradición cristiana de la benevolencia era solo una paralizante «caridad de consumo»:
Los proletarios romanos no vivían por el trabajo, sino por las limosnas que repartía el Estado. Igualmente, las peticiones de propiedad colectiva de los cristianos no estaban relacionadas con los medios de producción, sino con los medios de consumo.
Toda noción de caridad de producción en que la gente pudiera haber trabajado conjuntamente «en relaciones de amor» estaba casi totalmente ausente. Alimentada por las desigualdades estructurales del feudalismo, la incipiente industrialización no iba a tolerar ninguna reivindicación de los trabajadores sobre los beneficios de su propio trabajo. Sin duda, la visión de John Locke sobre la abundancia de la tierra pinchó nervio:
todos los frutos que produce naturalmente, y las bestias que alimenta, pertenecen a la humanidad en su conjunto, ya que los produce la mano espontánea de la naturaleza, y nadie tiene, originariamente, un dominio privado, exclusivo, del resto de la humanidad sobre ninguno de ellos, puesto que están así en su estado natural: pero siendo dados al uso de los hombres, tiene que haber, necesariamente, medios para que estos se apropien de ellos antes de que, de algún modo u otro, puedan ser de algún uso o beneficiosos para algún hombre en particular. […] Aunque la Tierra y todas las criaturas inferiores sean de propiedad común de todos los hombres, cada hombre tiene una propiedad en su propia persona, sobre la cual nadie, salvo él mismo, tiene derecho alguno. El trabajo de su cuerpo y la obra de sus manos, podemos decir, son propiamente suyos.32
Las referencias a la caridad señalaban el reparto de comida y, a veces, a ricos y pobres compartiendo el pan en la misma mesa, como miembros amorosos de una misma familia, pero las relaciones de producción eran totalmente carentes de amor, una ausencia a veces camuflada por barrigas llenas permitidas por un amo temporalmente benéfico, cubierto por el simbolismo del pan y Dios. Y, como concluye Williams, «en el complejo de sentimiento y referencia derivado de esta tradición, importa, y mucho, además, que el nombre de Dios y el del amo sean, significativamente, uno solo: Señor» (p. 31).
El humanitarismo, actualmente, tiene elementos de esas viejas ideas de caridad, al aceptar que la catástrofe es algo establecido, que ocurre, básicamente, a los condenados de la Tierra, y al urgir a remediar los desastres supuestamente naturales con bienes de consumo, sin un solo pensamiento sobre las causas de aquellos, un punto de vista que se remonta a la Edad Media: «en la escasez de la economía medieval, la pobreza podía verse como la consecuencia natural de lo que parecían calamidades naturales: hambrunas, enfermedades y plagas» (p. 83). En teoría, la respuesta era la caridad «natural», que se esperaba que practicaran todos los hombres buenos como servicio a Dios, su creador.
La pobreza asfixiante de cada día formaba parte del orden establecido y, con la transición a la sociedad posfeudal, más abundante, se organizaron las viejas ideas de un impuesto obligatorio para pobres, que gravaba a los terratenientes para ayudar a los pobres merecedores (en ambos sentidos).33 Las leyes de pobres del siglo xvi funcionaban como una nueva maquinaria administrativa, porque había que sistematizar a los pobres como parte del sistema que los producía. Así, desde principios del siglo xviii hubo «escuelas de caridad», a veces denominadas, más sinceramente, «escuelas industriales» para la «promoción del conocimiento cristiano», y se desarrolló un sistema de asilo para pobres, de base parroquial, donde se ponía a trabajar a los físicamente capaces y algunos de los enfermos y ancianos recibían cuidados. En 1780, los niños de los asilos de Londres eran enviados a hacer girar los molinos de Lancashire y Yorkshire.
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