odres hinchados de agua y viento,
y los vendedores del pan
de los hijos que aun no nacieron,
demagogos de lengua suelta.
Pero a todos los aventamos
con el soplido y el harnero
y su nombre no tendrá boca
y ni en el odio los guardaremos.
Guay del que toque nuestra carne
tomándola por criadero.
Guay del que en medio de nosotros
se nos ponga a plantar su reino,
sea el nórdico de la helada
codicia en los ojos de acero,
sea el germano o japonés,
llámese Gengis Kan o Creso.
Que de tener tierra pequeña,
menudo lar, estrecho tempestuoso,
la tierra se ha vuelto nosotros,
nuestro costado y nuestra peana,
y donde cojan y donde saqueen,
como la tigre saltaremos.
Pues nos hicieron en el lote
de los torrentes y los volcanes,
del petrel ebrio de alta mar
y de búfalos violentos,
y no nacimos para servir
sino al que lleva muestras,
marca nuestra sobre la cara
e ímpetu nuestro en los alientos.
II
Digamos los árboles píos
si dijimos los hombres buenos.
El algarrobo tiene la carne
como de granito sangriento.
Sin edad cual Matusalem
medra junto al espino
y el viento grita huido en los espinos.
Cuando florecen los espinos
“cuyo olor llega al pensamiento,”
que si la tierra es más que la tierra
lo pensamos y lo sabemos
y compramos la flor del cielo divina
con la sangre del brazo cruento.
Álamos, álamos, inacabables,
alamedas blancas al viento,
álamos ebrios de oro
salmodiando la luz en la venteada
Donde el cielo es de ceño y llanto
la araucaria punza el cielo,
alta como la sed de Dios,
recta como el arco certero,
tan perfecta que Dios la mira
cuando se quiere ver perfecto,
verde de eternidad feliz,
cobijadora de los pueblos,
mitad árbol, mitad genio.
La Sierra de los Órganos
La Sierra de los Órganos
a la hora de siesta
la repasan las nubes
con las alas abiertas,
las más blandas y lindas,
las más blancas y trémulas
pasan y pasan leves
en trasluces y en sedas.
Vienen de las cascadas
y de hálito de selva,
de pastales más altos
que madres ceibas,
de las pechugas amargas
que tunden las mareas.
De donde al Viento Oeste
crean y crean,
y nada traen
las que todo atraviesan.
No quiero podar pinos
ni seguir compañeras.
Quiero ver a las nubes
acariciar mi Sierra.
De tantas me confunden,
y por blancas me ciegan.
De lo bajo que pasan,
me llevan y me llevan.
Ahora no puedo irme
con nubes ni con velas.
Ahora estoy más clavada
que pino de la Sierra.
Será cuando me suelten
las rocas y las gredas
en mi hora y en mi día,
libre, aupada, muerta.
Marcha nocturna
Por la Pampa de milagros
rodando el anochecer,
los Padres nuestros caminan
sin que llame el somatén.
San Martín con O’Higggins
pasan en Abel y Seth,
el quemado en los metales
y el abrasado en la mies.
Tan ligeros van pasando
como quien ni quiere ser
pero aunque vayan ligeros
hierven como el hidromiel.
Hierve la noche, y el Plata
hierve de quererlos ver;
los muertos, en su jarro
de arcilla, hierven también.
Cuando detienen la marcha
en lugar de dos se ve
un solo flanco que riega
y un agua bajando desde él.
Agua con ojos de Padre
que hace llorar al beber
y se bebe y más se bebe
a sorbos de vieja sed.
Toda la noche nos dejan
beber en el río fiel
y después solo vivimos
de esta noche sin saber.
Cuando retoman la marcha
se van dejando caer
por los quiebros de la noche
orugas de amanecer,
y bayas y prietas valvas
que echan luces de través
y caracoles volteados
a una mar que aun no se ve.
La costa se abre en granada
de rutas al comprender
y no detiene a sus Padres
con marejada ni olas de hiel.
Carne a carne, puerta a puerta
que vieron y ya no ven
otra vez ahora esperan
en la costa de la sed.
Vueltos a la noche y a dunas
esperan oír y ver
la remada y el despeño
de un petrel y de un petrel.
Suben rayados del alba
cuando el sol les da en la sien
y la tierra se nos queda
como tienda de Ismael.
Alejándose, alejándose
dejan como Rey y Rey;
la posada de una noche
ardiendo de su merced.
La Pampa niña y sabuesa,
viéndolos resplandecer
no los ataja ni para
con vizcacha ni con mies.
La casa de ochenta puertas
obedece a su querer;
no los desvía ni ataja
con muro ni con ciprés.
Ninguno los vio venir,
ninguno desaparecer
y tejerse y destejerse
para tejerse otra vez.
Martí II
¿Dónde te fuiste José Martí
que no te hallo entre las palmas?
Hablabas tanto con dejo nuestro
que, ¿a dónde te fuiste sin tu habla?
Carne tuya quiso la Tierra
y, ¿dónde anda mi antillano?
Suelo sin cuello de palmeras,
noche muerta sin marejada.
Atravieso palmeras reales,
hombre mío, tan extrañada
de que es el cielo y que es la caña
y son tus negros locos y santos
y que no saltas como una espada,
pequeño y ágil a encontrarme
si pasé tanta tierra y agua.
Crucé pensando que de fiel y dulce
te pararías, carne santa
en la sombra de la palmera
o al levantarse de unas garzas.
Montaña y mar
Ahora vuelvo a mi montaña
que yo renegué de ingrata.
Unas nieblas cortan mi cuerpo
y me trepan desbaratadas.
Un ruido de aguas me cerca
como de pueblos que llamaran,
y preguntan y se responden
y despierto con sus hablas.
Detrás del pinar o límite
entre carreras y llamadas
entiendo hierbas mascadas,
siento pellejos ariscos,
unas pechugas y unas nidadas.
Donde estoy la manzana es miel,
el maíz lame las montañas,
los pinos puntean mi aire
y hay una sola exhalación blanca
y el olor habla más en la sombra.
Solo me halla quien me ame
y persiga mi huella vaga
por los helechos doblados
que yo dejo de pasada.
Al despertar no veo el mar
y no lo sueño a la noche.
No veo la espalda del mar,
llama que llama con las barcas
y el vino verde de cada ola
que mira, toma y arrebata.
Cuando el viento sople del Este,
cierren mi puerta hasta que él pase.
No me dejen sal en la boca,
en pan y frutas yo no lo lama,
y el que suba de la costa
no traiga mar en su mirada.
Me vuelvo a ir. Dejo mi peña,
suelto mi dicha, juego la casa,
el viejo Lear, el pobre loco,
veinte años tomó mi alma.
Para sembrar, segar, dormir
y no oírle la llamada,
los que bajan, cuando vuelven,
conchas blancas no me traigan
ni lo acarreen en sus ojos
porque olvide su marejada.
Lo quiero más que a nadie quise
y me arrancaron para darme
olvido de mar y de barcas.
Y todavía lo veo a él
a donde vine para no verlo,
Rey Lear ropas aventadas,
curtidor que me ha curtido
a quien Cordelia sufría amándolo
y cuya marca, que ya llevo
de la frente a la garganta,
como una vena se hincha y sube
y me recorre y me trabaja.
Ofertorio
María, madre de Jesús,
yo no tengo para darte
en esta Tierra extendida
no tengo sino el Valle de Elqui.
Y cosa santa de dar
al Valle de Elqui no tengo
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