Gabriela Mistral - Almácigo

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En 1965 se descubrió un baúl en la casa de Gabriela Mistral con el rótulo «To be sent to Chile». Contení­a cuadernos, fotos, documentos, cartas y objetos varios. En 2007, Doris Atinkson, actual albacea de la premio Nobel, invitó al experto mistralista Luis Vargas Saavedra a detectar poemas inéditos. De ese conjunto se transcribió el corpus de poemas para la edición no comercial de Almácigo y para la edición de las rondas y canciones de cuna Baila y Sueña, publicadas ambas por Ediciones UC. Ahora, con algunas revisiones, se publica esta edición de Almácigo, para ser puesta a disposición de todos los lectores.

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los pastales de nuestra leche y el viñedo de nuestro vino,

la tierra de nuestros pies y el aire de nuestro aliento.

Un sargento ha cedido el desierto de sal,

un viejo enfermo el caucho de nuestro reino

y todos han dado los petróleos y las maderas

y los metales de nuestros hornos y nuestros fuegos.

A los que vienen, ¿qué les daremos, padres dementes?

Les daremos la esclavitud egipcia o la babilónica,

el yugo vuelto a soldar para sus lomos,

la deuda de los eslabones sin cuento

y el odio impotente que brama sin pica ni puñal

y los ojos bizcos de los que saben la libertad y tienen dueño.

Mujeres nuestras, conciben porque no han visto el futuro,

que si lo vieran negarían su vientre al dar su beso;

echan la flor de carne porque miran la tierra y la hallan vasta,

amamantan y acunan porque no están en el secreto.

Creíste, Padre, que dejabas la tierra segura como la luz,

para cada mujer un huerto y para los hombres un reino.

Esta es la confesión que te traíamos, Pobre Padre,

y que nos hacía castañetear los dientes de abominación.

La hemos echado como la serpiente vomita el ratón,

con la cara vuelta para no salpicarte de su veneno .

Hierves en tu sepultura porque ya lo sabes,

se oye tu fermento como el de cerveza y suero

y te oímos el revolverse de tu levadura,

con dicha y con miedo de saberte vivo creyéndote muerto

y se aplacó tu corazón de contar a tus hijos y medirles los trigos

sin saber que el mestizo es capaz de vender el lecho de su contento

y de pagar la hora con los siglos de sus mayores

y de trocar su paraíso por su infierno.

Suena como las tinajas del mosto la cólera en tus lares

y como dijeron David y Ezequiel: se rejuntan y se revuelven furiosas.

Hierve bien, hierve sepultura nuestra como marmita,

hierve salpicándonos la brea, el aceite y la pez,

que oír hervir en estas horas es bueno

y que de ser tu sangre y vivir tu ansia

uno por uno todos a la hora duodécima herviremos.

Las mujeres dicen que no sienten la bullidera

pero que sienten algo más fuerte y cercano;

sienten que tu cuerpo se ha ido recostando en sus rodillas,

poco a poco, desde la primera que es moza hasta la vieja que aun ama,

que en una descansa tu cabeza y en otra tu espalda,

que la carga es dulce pero que tiene peso.

Sus caras están extasiadas como las de las vírgenes del Sol.

Se callan como María sin entender y aceptando el misterio

y sin bulto visible están como cuando mecen y mecen;

todas saben que cualquiera es la elegida

pero ninguna sabe dónde caerá la simiente.

Hermosas son aun, Padre que las amaste,

caminan con ritmo, hablan dulce, crían con su pecho

y si las ves tiemblas otra vez del viejo Eros

y si no las ves te acuerdas del friso de sus cuerpos.

Si te mecen como hijo o como amante, no saben.

Siempre amaron así como con leches en su deseo.

Están calladas y parecen eternas porque son Ella misma,

la Eva de América, madre tuya, de O’Higgins e Hidalgo.

Los bíceps están en nosotros, el salto y la llama;

pero ellas quietas y atónitas, ¡qué grandes se han vuelto!

Estamos mezclados en el mosaico de la vieja vida,

un hombre al lado de cada mujer de su lecho;

pero tu cuerpo al caer apartó las rodillas más fuertes

y estás entero posado sobre ellas como un sacramento.

Y el hervir que oíamos en tu sepultura

ahora se oye en el pecho suyo, en el vientre de hierro,

y tenemos celos y no tenemos celos.

Querríamos hablar pero todo se ha vuelto silencio.

El cielo está cargado de estrellas que pesan,

la noche está cargada de unos aromas nuevos

y la cara del millar de mujeres soporta

no sé qué eternidad y qué terrible fuerza de anhelo.

Padre nuestro, Bolívar acostado

en tu reposo o en tu desasosiego,

sobre limos y cascajos de la América,

soñando sin dormir, tendido y combatiente:

¿Es que duermes, Padre, es que duermes?

Descansa, si tu sangre aprendió el pararse,

el gusto a leche densa del sueño

y si también dijiste “Descansemos ahora”.

Te velamos sin decirte lo que nos trae,

pasmados como los pinos patagones

blandos de piedad y bebiéndote

la belleza del rostro, ya no tuyo sino nuestro,

que basta por paga de la marcha

el verte bello e íntegro bajo los cielos.

Te velaremos, mascando como el quechua

la amarga coca de las confesiones y nuestro ruego

y rumiando callados como el llama

el relato que traíamos, enrollado y secreto,

las cabezas bajas, que ya saben tu reverencia,

los hombros doblados, que llevan tu peso.

Te velaremos toda la noche, Padre, te velaremos.

Si descansas, Padre, sigue, sigue durmiendo

que tu fatiga fue la de los leñadores y mineros,

y nos contaron en toda lengua

la fábula de un hombre a caballo quince años

contra el viento,

a nado en cada río en que bebemos,

y abriendo con pechada los bosques cerrados,

con el rostro el destino partiendo.

Pero si tú no duermes, porque el limo a la espalda,

el cielo con signos encima, y el rumor del desgarramiento

y el tumbarse de techos y vigas de tu casa,

te caen, muerto sin tierra, sobre el pecho;

hablaremos a lo largo de la noche,

más pura que los días en tu suelo,

y te lo diremos todo, tocándote la cara,

tañéndote los oídos,

echados sobre tu cuerpo y tu calor por que no tiritemos

y diciéndote mezclados la desventura con el agradecimiento.

Si tú oyes con tus oídos maravillosos

que chuparon las hablas de los cinco pueblos,

caminando tus pies, tocando tu aliento

exprimiendo tus manos.

Porque vinimos en tropel de ciervos

arrancados de tu nombre, no del viento,

y en tus piedras caídos como trigo,

colombianos y ecuatorianos requemados,

aimaraes corredores y alácritos chilenos.

Cuando quieren juntarnos solo nos dicen tu nombre

y saltan de tu frente las tres sílabas

y bajamos según las aguas bajan

a lecho o valle de convocamiento,

sea que asemos liebre o corderillo

o tejamos danza o que durmamos

con la mujer el aliento en el aliento:

así de bien sabemos que somos cabellos de tu frente,

progenie tuya somos, río que riega el futuro,

y se alzan las palmeras, se asoman los metales,

y retumban las cascadas compás de cumplimiento

viendo que en nosotros vuelves a estar vivo

y que tu corazón está en el nuestro

y un solo pulso bate tu progenie.

Padre Lincoln II

Niño leñador y hombre leñador,

cuya hacha el bosque abatía,

y tumbaba corazones

de cantera y de insanía.

Ojos que vieron su muerte,

boca que se la bebía,

cara bajada de Cristo

en huerto de las Olivas.

Carne descalza de Illinois

sin queja y sin acedía,

agujereada en el cuello

con plomo que a Dios hería,

vuelve el tiempo de tu brazo alto

y de tu hacha azul y fría.

Te llega, otra vez, el turno,

cazador de montería,

la Tarasca y la Gorgona

y el dragón de hedionda encía.

Vieja demencia pagana

buscando de puerta en puerta

mujer y niño de cría,

y otra vez es necesario

salgamos de cacería.

Álzate como de niño,

sin duda y sin acedía.

Estrega tus ojos, tira el sueño,

corta tu noche, acepta el día

y descuelga de la cabaña

el hacha de luz baldía.

Tu cuerpo no se ha podrido

en tanto suelo y tanto día,

asfixiador de la bestia,

sequoia cáscara bravía.

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