me llamé Isabel y Sara.
Hilvané y deshilvané
cinco rutas, y estoy cansada.
Cuando saltó una Península
y entré en cretas y cales pálidas,
y el henequén punzó los ojos,
y el huipil comenzó su danza,
ya entendí maduro mi arribo,
y di la tierra por sobrada.
Las voces que ellos voceaban,
blanqui-acero y rojidoradas,
aupaban y conducían,
sorteaban valles y quebradas.
Llego, paro, echo mis vistas,
doy voces, llamo desvariada,
las manos puestas en la Pirámide
y en las palmas la sangre entregada.
Suben tan fuertes en cuanto amanece,
acuden tan precisos, llegan, saltan
como los pelotaris a la pista.
Al mediodía la mesa me abrazan
y esta noche de doble Casiopea
y de calenturienta Vía Láctea
baja a espirales de sílabas dulces
a una gracia que casi es la Gracia.
Hablen más lento y más claro los míos,
y hablen sin parar hasta que sea el alba.
Todo, todo les doy en obediencia,
padres, abuelos de voz susurrada,
menos la frente que di a mi bautismo
y este punto en el pecho que es nonada
en que rojea la gota de sangre
de mi Señor Jesucristo quedada.
Brasil
Voy a aprenderme esta tierra
adonde me trajo un viento,
una marea y un leño.
Aprenderme quiero uno por uno,
Dios mío, sus árboles
que veía en sueños, y aprenderme
como palabra, cada fruto.
Desde el fondo de las quebradas,
aprenderme los mugidos
nuevos de los animales.
El extraño sabor del aire,
aprendérmelo, lleno de sal,
de polen y caña de azúcar.
Esta rojez de la tierra
parecida a Bartolomé,
con mi espalda sobre ella, aprendérmela.
El fervor de los colibríes
en los cafetos floridos,
parecidos al hervor del cielo;
antes del cielo, aprendérmelo.
Quiero moler todas las gomas,
las resinas y los bálsamos
con mis dientes y con mis manos
hasta que mi cuerpo tenga
tus colores y tus sabores
y en mí no quede cosa extranjera.
Cura mi cuerpo, salva mi alma
con tanta hierba ferviente,
tanta agua baptista y dulce
y columpio lento de orquídeas.
Aprender el habla tuya quiero
aunque deba quemar la mía,
hasta que el sabal me entienda,
los pastos me hagan señas
y se me alleguen las serpientes.
Mírame a los ojos, óyeme los pulsos,
sílbame bien tu secreto,
échame en tierra, revuélveme
con tus santas motas de tierra,
tus matorrales locos de insectos
y tu champaña de mariposas.
Me sé el recuerdo como el olvido.
Me olvidaré del olivar,
de los pinos y los encinares.
Tómame que yo te tomé.
Coloquio de Lolita Darío
En la luz de San Salvador
entre el bálsamo y el café,
y mirando cerros de fuego,
el San Jacinto y el San Miguel,
de Rubén hablábamos ambas
o callábamos de Rubén,
deslumbradas si lo decíamos,
si lo callábamos también.
Vivió como viven los niños
maravillosos, para ver
dónde la tierra está más viva
en el dorado y la rojez,
para ver próceres ocasos
y albas de miel.
Pero también para la noche
solapada, para temer
la pitón que come vampiros
y el curare que da mudez.
O será que cruzó dormido
por la tierra en que sangra Abel,
sin aprenderse el mal amigo,
sin entender a la mujer,
en su propio éxtasis dormido
como el rubí y el esparvel
ya que sus ojos entornados
miraban sin mirarnos bien.
Caminando encontró a los hombres,
halló a Poe y amó a Verlaine;
en las Indias su Ramayana
y en las Chinas su Lao-Tsé.
A pesar de la Tierra andada,
del mal alcohol y el mal placer,
de los latinos que se supo
y de los griegos y maya quichés,
vivió niño y se murió niño
y en los cielos niño es también.
A pesar de los panes ácimos
y la ceniza del mantel
vivió del tuétano de oro
del mundo, y la Excelencia fue
y la Nobleza, su costumbre,
y su hallada Jerusalén.
Cuando la luz en Nicaragua
llueve gracia como en Belén,
es el trópico de la América,
El País del Hombre Rubén.
Cielo mejor que el de Caldea,
la Osa líquida de beber;
la piña con la poma-rosa
al ciervo hacen desvanecer.
y la tierra ignora la muerte
como los limos del Edén,
y sabemos entonces que era
El Hombre Rubén.
Él dormía bajo mi techo
en los soles de la niñez.
Yo de niña mondé cantando
su ananá y su maguey
y serví al dios que era de carne,
sabiéndolo el gozo y sin saber.
Y después de haberlo tenido
mano a mano, sien en la sien,
el mundo era rico como el arca,
o es pobre reino sin su Rey.
Se murió cansado de rutas
provechosas y vanas,
de haber cantado abajo todo,
sin reinar como Apolo,
sin coronarse del Ahora
porque le dieron los Después.
En mis hijos suelo palpar
ardor secreto de su piel;
en mis nietos suele mirarme
con su mirada de hidromiel.
Y si la estrofa es la del coro
y si tenemos de volver,
en el fulgor de Nicaragua
otra vez sea lo que fue.
Y yo florezca de bugambilias
las rodillas de mi Rubén
y nazcamos del mismo vientre
que me hizo a mí, que lo hizo a él.
Cordillera
I
Por tus cumbres van los caminos
en las señales olvidadas.
Va el camino sacro del Inca
y las vicuñas bolivianas.
Por los valles que no los busquen,
por los bajíos no los hallan.
Van por la línea del sol blanco
los caminos de nuestra raza.
Subiremos por fin un día
en un tropel blanco de llamas
e iremos de Ancud a Orinoco
y de Aconcagua a Santa Marta.
Patrias andinas del silencio
fiel y delicada Patria.
Son torrentes y torrenteras
y son glaciares y avalanchas
pero en lo alto está el silencio
riguroso como la espada.
Cordillera, duro secreto,
intacto enigma, entera hazaña
que al quechua echaba de rodillas
y a la quena soplaba el alma,
iremos a donde tú quieres,
callaremos diez mil mañanas,
seremos como musgo y liquen
aferrados a tu peana
hasta que caiga tu secreto
a nuestra lengua atribulada.
Cordillera horadada como
terrible reino subterráneo
que a veces como padre llama.
Granada de hierro y de cobre
que talvez guardas nuestras almas,
si sobre el sol no están mis muertos,
guárdalos tú, divina cápsula,
callado puño de metales,
guárdamelos, terca y callada.
II
Cordillera de los Andes,
madre mía, madre lejana
más allá de mares atlánticos,
más allá de las muchas aguas,
que no se logró con los brazos
con el Amor ni con la Esperanza.
Tan lejana que ya se vuelve
la carne y bulto del fantasma.
Madre con lomos y regazos
y sin pestañas y sin cara,
corazón sacro y recóndito
que sin semblante nos mirara,
angustiada Madre sin brazos,
extraña Madre sin palabra,
perdidamente te adoramos,
perdidamente, la Adorada,
persiguiéndote en peñascales
y en las faldas, brazos y cara.
Cordillera de los Andes,
más leal que Vías Lácteas,
oleaje de Eternidades,
guárdanos al Adán pálido y rojo,
guarda la carne americana
despeñada de tus costados
y desgajada de tus faldas.
No salí de tus laberintos.
No salvé tus encrucijadas,
vadée en vano cuarenta vados,
crucé en vano la mar amarga.
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