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A la semana de desaparecer Sarah, la policía había barrido toda la zona sin encontrar rastro de la niña. Habían interrogado a vecinos, amigos, compañeros de colegio y a la familia de Sack sin obtener ningún resultado. Parecía como si se la hubiese tragado la tierra. No se explicaban cómo no habían podido conseguir ninguna pista que les orientase en su búsqueda.
Mientras, la familia de Sack sufría. A su madre la habían tenido que medicar, y su padre dejó a Michael, su mano derecha en la empresa, a cargo de la fábrica, para poder dedicarse a fondo a la búsqueda de su hija.
Sack estaba desolado. Se culpaba de la desaparición de su hermana, ¿se habría ido motivada por el enfado que tenía con él? Era algo extremo el marcharse sin decir nada, a su edad, estando como estaba, medicada y débil todavía. Para Sack algo no encajaba, pero ¿qué otro motivo podría tener para querer esfumarse de esa manera?
Volvía a ser domingo y seguían sin saber nada. ¿Qué había podido suceder? La policía había barajado todas las opciones posibles, incluso el secuestro. Si bien es cierto que la ventana la encontraron abierta, no había rastro de forcejeos, ni huellas, ni ningún indicio que llevase a pensar en ello. Pero, entonces, ¿qué había llevado a Sarah a marcharse sin decir palabra? Nada tenía sentido en todo aquello.
Esa noche, la familia cenó en silencio, otra vez, sin mirarse siquiera las caras. Tirados aquí y allá descansaban papeles donde aparecía la foto de Sarah. Los habían distribuido por todo el barrio, colocándolos en árboles, postes de la luz, entregándolos en las casas a los vecinos. En kilómetros a la redonda, la foto de Sarah decoraba cada rincón.
Cada miembro de la familia Williams se sentía culpable por algún motivo. Pero el de más peso era el de Sack. No lo había hablado con sus padres ni con nadie, y eso hacía que cada vez se sintiese peor.
—Ha sido culpa mía —dijo Sack, sin poder contenerse por más tiempo, rompiendo el silencio que reinaba en la casa.
—¿Por qué dices eso, Sack? —preguntó Alfred, mirando a su hijo con tristeza.
—Ella se puso enferma por mi culpa y como no quería perdonarme, se ha ido.
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