Norman Mailer - El combate

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El 30 de octubre de 1974 tuvo lugar en el Estadio 20 de Mayo de Kinshasa, Zaire (hoy República Democrática del Congo), uno de los combates de boxeo más célebres de la historia del pugilismo. Enfrentó al vigente campeón de los pesos pesados,
George Foreman, un púgil de una agresividad e instinto asesino sin parangón, y al que probablemente fue el más grande boxeador de todos los tiempos y un icono del siglo XX, Cassius Clay, rebautizado como
Muhammad Alí. Norman Mailer, padre del
Nuevo Periodismo y una de las voces más poderosas de la literatura norteamericana de la segunda mitad del siglo pasado, relata con maestría el enfrentamiento que se disputó en el seno del imperio africano del feroz y megalómano dictador Mobutu, en pleno «corazón de las tinieblas», que Joseph Conrad inmortalizó en su novela. Mailer, en calidad de reportero, asiste a los preparativos del combate, lo que le permite ser testigo de excepción de los duros entrenamientos y retratar al séquito de excéntricos entrenadores y sparrings que acompaña a los púgiles, incluido al promotor en ciernes Don King y a otros reporteros desplazados como George Plimpton o Hunter S. Thompson. Pero, sobre todo, Mailer logra establecer una relación de proximidad tanto con Foreman como con Alí y conocer de primera mano las tensiones, miedos y anhelos que laten en su interior. El combate es también el del propio Mailer con la literatura, el de un escritor ambicioso que, con su inconfundible estilo armado de barrocas metáforas y un humor visceral e insobornable, lucha por hacer el retrato definitivo de un combate de boxeo; tanto de las dudas, flaquezas y arrogancia desmedida de sus protagonistas, como de la dureza e intensidad de la pelea que dejó a ambos púgiles al borde de la extenuación, así como del entorno de excepción en el que se disputó el combate un Zaire depauperado de tradiciones ancestrales en el que irrumpe el opulento despliegue mediático que cubre el evento, dando rienda suelta a su incombustible y polémica mirada presidida por un ego apenas superado por el de Muhammad Alí.

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En comparación, Foreman igual hubiera podido ser un monje contemplativo. Su violencia estaba en la aureola de su serenidad. Era como si hubiera aprendido la lección que Sonny había enseñado. Uno no debía permitir que se disipara la violencia, sino que debía almacenarla. La serenidad era el recipiente en el que se podía almacenar la violencia. Por consiguiente, todos los que rodeaban a Foreman habían recibido la orden de mantener apartada a la gente. Y así lo hacían. Era como si Foreman se estuviera preparando para defenderse contra los pensamientos de los demás. Si entraba en escena y toda África deseaba que perdiera, entonces su concentración se convertiría en el océano de su protección contra África. Una defensa formidable.

Observándolo en el transcurso de los entrenamientos, dicha impresión quedó confirmada. El campeón literario de Kinshasa no era más que un experto de mala muerte en boxeo; tan de mala muerte como sus antecedentes de Foreman. Lo había visto una vez hacía cuatro años en el transcurso del combate en que se alzó con un dudoso triunfo sobre Gregorio Peralta en diez asaltos. Foreman se había mostrado lento y torpe. Y después no había vuelto a ver a Foreman hasta su segundo asalto contra Norton. Habiendo llegado a la sala con retraso, no vio más que los golpes que propiciaron el K.O. del segundo asalto. Todo ello difícilmente podía considerarse una imagen completa de Foreman.

Sin embargo, viéndolo en el cuadrilátero de Nsele, resultó evidente que el estilo de George se había sofisticado. Todo en su entrenamiento apuntaba hacia el combate. Su entrenador, Dick Sadler, llevaba en el boxeo prácticamente toda la vida. Archie Moore y Sandy Saddler, junto con Ray Sugar Robinson, eran exactamente los tres boxeadores capaces de ofrecer los más brillantes ejemplos de técnica en relación con las cualidades de Alí. Foreman era por tanto un campeón cuyo entrenamiento estaba siendo dirigido por otros campeones; ello ofrecía la posibilidad de observar cómo eran capaces de actuar algunas de las mejores mentes del boxeo.

Contra los peligros de África y la histeria masiva, el antídoto era evidente: silencio y concentración. Si África no era la única arma con que contaba Alí, la psicología debía ser la siguiente. ¿Trataría de castigar la vanidad de Foreman? No existe actividad física más vana que el boxeo. Un hombre sube al ring para provocar admiración. Por consiguiente, en ningún deporte puede verse uno más humillado. Alí se esforzaría al máximo con el fin de que Foreman se sintiera torpe. Si, cuando resultaba más temible, Foreman se parecía a un león y luchaba como un león, en sus peores momentos se asemejaban a un buey. Por consiguiente, la primera finalidad de los entrenamientos tendría que ser la de perfeccionar el sentido de la gracia de Foreman. A George le estaban enseñando a bailar. Aunque se encontraba todavía en la fase del foxtrot mientras que Alí hacía siglos que había superado las contorsiones y sacudidas de los bailes más modernos, Foreman había aprendido ahora a deslizarse por el cuadrilátero, que era precisamente lo que más falta le iba a hacer. El entrenamiento empezó con un proceso de aflojamiento que otros púgiles no necesitaban. Foreman se encontraba meditando en el centro del ring cuando empezó a sonar por los altavoces una extraordinaria y estrambótica música. Era pop, pero el pop más ambicioso que imaginarse pudiera: sonidos que recordaban a Wagner, Sibelius, Mussorgski y a muchos compositores electrónicos. La naturaleza se estaba despertando por la mañana —esa era la primera impresión que a uno le sugería el tema—, pero, ¡menuda naturaleza! Las brujas de Macbeth reuniéndose con los dioses de Wagner en un amanecer espasmódico. Abundaban los demonios. En las cavernas hervían los vapores. Árboles hendidos con el grito de un hueso roto. El terreno empapado. Grandes masas rocosas se derrumbaban sobre los instrumentos musicales. Entre estos sonidos, tan líricos como el rocío de la música cinematográfica, el sol aparecía lentamente, las hojas se agitaban y los melancólicos latidos de un alma doliente llena de violentos aporreos de órgano llenaban algún que otro hueco de aquel estruendo.

Foreman lucía calzones rojos, una camiseta blanca, un gorro tirando a rojo y guantes rojo vivo, todo lo cual constituía un sangriento contraste con la sobriedad de su estado de ánimo. Mientras sonaba la música, empezó a efectuar pequeños movimientos con los codos y los puños, minúsculos ganchos cerrados que no recorrían ni tres centímetros, pequeñas sacudidas del cuello y parpadeos de los ojos. Después empezó a arrastrar lentamente los pies, pero torpemente. Parecía un gigante que empezara a moverse tras cinco años de sueño. Sin proponerse en modo alguno resultar impresionante, siguió entregado a su danza de sonámbulo. Estaba casi inmóvil, pero evocaba los amortiguados rumores de la vaporosa naturaleza al ir despertando poco a poco. Solo en el ring, ante unos perplejos representantes de la prensa y un público totalmente silencioso integrado por varios centenares de africanos, se movía como si la transición a la máxima velocidad del boxeo no pudiera realizarse más que al cabo de cierto tiempo. Algunos pesos pesados eran conocidos por el rato que tardaban en estar listos —Marciano solía boxear al aire cinco asaltos en los vestuarios antes de disputar un título—, pero el precalentamiento de Foreman producía la impresión de que este solo pudiera establecer de nuevo una conexión con sus propios reflejos olvidándose por completo del tiempo.

Sin embargo, a medida que la música iba dejando de ser un poema musical en honor de El Bosco e iba pareciéndose cada vez más a ciertos rasgos del musical Oklahoma! pasados por Mussorgski —¡qué dulzuras y asperezas!—, los pies de Foreman empezaron a deslizarse y sus brazos empezaron a parar golpes imaginarios. Se adelantó y boxeó al aire atravesando el cuadrilátero y arremetiendo con fuerza creciente en medio de la aflicción que experimenta todo pegador cuando falla un golpe (porque no hay golpe que repercuta más negativamente que aquel que no da en el blanco; a los profesionales se les puede distinguir de los aficionados por la rapidez con la que su torso absorbe la pérdida de equilibrio de este instante). Ahora, tras haber superado Foreman todas estas fases, Sadler interrumpió la música y Foreman se dirigió al rincón. Permaneció allí totalmente ausente mientras Sadler le engrasaba cuidadosamente el rostro y la frente con vistas a su enfrentamiento con el sparring. Había vuelto a la plena melancolía del aislamiento y la concentración.

Entrenó con el sparring Henry Clark, procurando no pegar fuerte, sino más bien divertirse. Mantenía las rápidas manos frente a sí y rechazaba los golpes mediante leoninos zarpazos de los guantes, contraatacando después rápidamente con golpes de izquierda y derecha. Le quedaba todavía mucho que aprender acerca del movimiento de la cabeza, pero sus pies eran muy ágiles. Clark, un querubínico peso pesado negro con reputación propia (octavo entre los aspirantes al título de los pesos pesados), estaba siendo manejado con mucha autoridad por parte de Foreman. Mimado por la prensa (porque era amable y se expresaba con claridad), Clark llevaba muchas semanas cantando las alabanzas de Foreman. «George no pega como otros boxeadores —solía decir—. Un simple golpe en los brazos te deja como paralizado, y eso con guantes pesados. Alí es amigo mío, y mucho me temo que le van a hacer daño. George es el ser humano más castigador que he conocido jamás.»

Aquella tarde, sin embargo, a cinco días del combate, Foreman no intentaba castigar a Clark (que iba a disputar el semifinal con Roy Williams), sino que, en su lugar, se limitaba simplemente a luchar cuerpo a cuerpo. Henry intentaba pararlo, tal como hubiera hecho Alí, y entonces Foreman lo rechazaba o lo empujaba, acorralándolo contra las cuerdas, donde empezaba a golpearlo suavemente, retrocediendo después y practicando el mismo sistema desde el centro del ring. Por alguna razón —tal vez porque Clark, que era muy corpulento, no era lo suficientemente evasivo como para poner a prueba la capacidad de Foreman de moverse por el cuadrilátero—, Sadler interrumpió el entrenamiento al cabo de un asalto e introdujo a Terry Lee, un espigado semipesado blanco que poseía el curtido rostro de un obrero de la construcción, pero que resultaba que era más veloz que un conejo. Por espacio de tres asaltos, Lee se dedicó a imitar a Alí retrocediendo en círculo hacia las cuerdas y después cambiando rápidamente de dirección para escapar a George, que dominaba el centro del ring. Terry Lee no era lo suficientemente corpulento como para encajar los golpes de Foreman y este no intentó castigarlo, limitándose simplemente a darle unos ligeros golpes, a pesar de lo cual Terry ofreció una brillante exhibición, apartándose de las cuerdas para fintar en una dirección y retrocediendo de nuevo para fintar en otra, escapando a continuación a través de cualquier camino de que pudiera disponer y separándose en círculo de las cuerdas de un lado, para ser empujado casi inmediatamente a las de otro y agacharse, deslizarse, cubrirse la cabeza con las manos, caer contra las cuerdas, saltar, fintar, dejar caer las manos, soltar golpes rápidos e intentar alejarse de nuevo al tiempo que Foreman lo iba atacando con creciente alborozo, al comprobar que sus reflejos se iban haciendo progresivamente más rápidos.

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