Giles Smith - Lost in Music

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Desde muy joven, Giles Smith se sintió atraído por
el universo del pop: por las canciones que sonaban en la radio, por los conciertos en directo que veía en la televisión, por los singles de siete pulgadas que compraba o hurtaba, por la iconografía pop, los peinados estrambóticos, las guitarras eléctricas Empezó a comprar discos, a clasificarlos y atesorarlos, a imitar a sus ídolos, a Marc Bolan de T. Rex, sobre todo, y a tocar en grupos de escuela, mientras soñaba en convertirse en una estrella del pop. Creció en la anodina ciudad británica de Colchester, donde jamás nació músico alguno, donde lo más memorable que jamás sucedió en relación con el pop es
la anécdota apócrifa que cuenta que los Beatles se detuvieron a comprar caramelos en una tienda de ultramarinos de camino a un concierto. Su amor por el pop le llevó a tocar, tras un errático periplo juvenil en bandas amateur que nadie contrataba, en los Cleaners from Venus, un grupo que nunca llegó a nada y que, a pesar de lograr fichar para RCA en Alemania, no trascendió. Pero grabaron un disco, que, a la postre, es lo que cuenta. Un disco cuya grabación se hizo en un tugurio con un equipamiento técnico lamentable y donde el grupo a veces pernoctaba. Pero nada importaba. Solo el disco.
Grabar un disco. Esta es la historia de un fracaso y de un amor indeleble. Con un humor finísimo, Smith evoca sus sueños de juventud, los grupos en los que tocó, los discos que escuchó y coleccionó, los años en los que, en definitiva, desarrolló una pasión inextinguible por la música popular y su cultura.

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¡PAM!

A veces veías que las parejas se sobresaltaban y levantaban la vista sorprendidas.

—Buenas noches —decía Jeremy al final—. Y si han venido en coche… no olviden llevárselo.

En Nochevieja, Jeremy marcaba la cuenta atrás hasta que daban las doce. Al llegar la medianoche, bajaba un globo o se producía una lluvia de serpentinas y todo el mundo se lanzaba a los brazos de los demás, se mezclaban unos con otros, se besaban y vociferaban. En el escenario esperábamos un minuto más o menos antes de empezar a tocar «Auld Lang Syne» o alguna versión animada en clave cancán, un minuto durante el que no había nada que hacer excepto observar el caos y preguntarse si, al fin y al cabo, el mejor sitio en el que estar era sobre un escenario y con ese grupo.

FALLOUT

Rick (guitarra/voz) y David (bajo) me dijeron que por fin habían conseguido el visto bueno para dar un concierto de final de trimestre (con Fallout, su grupo, durante la hora de la comida y en el salón de actos, podía ir todo el que quisiera y no había que pagar entrada) y probablemente Doug, de Codpiece, iba a acudir y hacer algo y que tal vez, como yo estaba en Pony y todo eso, a mí me gustaría ir y participar en un par de canciones. De todas formas, tenía que ser como guitarra, se apresuró a añadir, porque el teclado no acababa de encajar. (Venga, dilo, pensé, «porque el teclado es de maricas»).

Asentí con calma, miré hacia el patio y me mordisqueé las mejillas pensativo. Me pregunté si debía reservarme para tocar en un supergrupo, pero pensé que sin duda iba a hacerlo muchas veces en el futuro, cuando mi carrera despegara, así que ahora no tenía sentido ser maleducado y arisco. «Claro», le respondí, «claro que sí.»

En esos momentos sentí como si tuviera en el estómago una fila de animadoras levantando los pompones al aire y agitándolos en señal de alegría. ¡Un bolo! ¡Delante de todo el colegio! ¡A la guitarra! A partir de entonces me mirarían de otra manera, pues eso es lo que me parecía que estaba en juego. Era la oportunidad que el pop me brindaba con una amplia sonrisa, así, de repente. Era un cambio de rumbo en la historia de mi vida.

No siempre se nos presenta la oportunidad de ser rebeldes, no con tanta frecuencia como nos gustaría. En el colegio yo siempre iba con demasiado cuidado para no causar problemas. No era el que deja el gas abierto durante la clase de química. Tampoco era el que se escabulle durante el recreo de la mañana para llamar a un taxi a nombre del profesor de Historia, de forma que la secretaria de la escuela tenía que atravesar el pasillo a toda prisa para avisarle en mitad de una clase. Ojalá pudiera decir que había sido yo. De verdad. Pero no me salía. Me faltaba iniciativa.

Sin embargo, ahora sí que tenía una oportunidad de verdad. Quiero decir que si podía plantarme, aunque fuera por poco tiempo, en el escenario de la escuela (en otras palabras, justo en el centro de la vida institucional de la escuela, en el corazón mismo) con las piernas abiertas, las rodillas dobladas y la lengua provocadoramente fuera y lanzar un grito salvaje de feedback y distorsión que llegara hasta el final de la sala de actos de paredes de roble y de estudiado refinamiento, entonces lograría cambiar la forma en la que me veían, qué duda cabe. Ya podía imaginarme a toda la gente agolpada a mi alrededor al acabar, las palmadas en la espalda mientras yo intentaba contener mi sonrisa de satisfacción. «Pensábamos que eras un estirado, Smith, pero hemos visto que te va el rock. Buen trabajo.»

Unos años después, Elmore Leonard escribió una novela en la que uno de los personajes lleva una camiseta con la frase: «Tal vez me confundes con alguien a quien le importa una mierda». Mi mayor anhelo era que, en el escenario con Fallout, lanzando poderosos y estridentes acordes contra la placa que rezaba «Palmarés de éxitos de Oxbridge 1947-55», me pondría esa camiseta, metafóricamente hablando.

Fallout (influencias: Hendrix, Zeppelin, Thin Lizzy y cualquier cosa capaz de mezclar guitarras distorsionadas con una apaciguante perspectiva hippie) se parecía mucho al grupo de Rick. Rick iba un curso por delante. Llevaba el pelo largo y andaba a grandes zancadas con los hombros encorvados. Llevaba una chaqueta de pana negra raída bajo la cual iba alternando un pequeño guardarropa de jerséis de cuello alto de color marrón estropeados, de corte clásico y algunos casi sin duda no acabados. Tenía una sonrisa de ir permanentemente colocado, lo que a grandes rasgos era cierto. Acudía en coche a la escuela. Conducía un destartalado Cortina Estate gris con cintas de Hendrix, Zeppelin, etc., aullando por sus altavoces lisiados. A veces, si calculaba bien el momento de la salida, conseguía que me llevara a casa.

Eso sí, un trayecto en coche con Rick implicaba someter tus oídos a un difícil reto sónico. Hoy en día, el sonido que asociamos a los equipos de música de los coches de otras personas, el que oímos en los semáforos o cuando pasan por delante de nosotros en la calle, es un trueno que hace temblar el chasis. Los avances en tecnología acústica han permitido que sea posible generar un ruido tremendo lleno de matices usando un altavoz barato y pequeño (como esos aparatos diminutos para uso doméstico, con sus altavoces de pared virtualmente invisibles. En otra época habrías necesitado un par de cajas de madera del tamaño de cubos de basura para conseguir ese estruendo). No obstante, en la década de 1970 parecía imposible conseguir un equipo de música para el coche que pudiera gestionar las frecuencias del bajo a menos que estuvieras dispuesto a gastar el equivalente a tener un coche blindado y con tapicería de piel. En el interior del Cortina de Rick la música debía abrirse camino por encima del ruido del motor mediante una potencia bestial, haciendo que hablar fuera imposible, provocando que los tornillos sueltos temblaran, que el salpicadero retumbara, que la tapicería se levantara un poco y que el aire interior se cargara de una peligrosa electricidad estática, hasta que salías del coche al llegar a tu destino y pisabas en estado de shock la acera, ensordecido, con el pelo de punta y caminando haciendo eses como un borracho.

Sin embargo, cuando Rick conducía, parecía totalmente ajeno al ruido. De hecho, solía balancearse a un ritmo que solo él parecía oír. El mejor amigo de Rick era su compañero de grupo David, y ambos tenían un estilo único. Los dos eran grandes aficionados al pachulí, el aceite aromático que hace que huelas a porro. Y los dos creían firmemente en la increíble fuerza emocional del bálsamo de tigre, ese ungüento grasiento que se vende en latitas y que da sensación de calor cuando se aplica sobre la piel, como un Vicks para hippies.

Así pues, perfumados y aceitosos, su idea de pasarlo a lo grande era llevarse un recipiente de plástico con setas alucinógenas recogidas a mano a una proyección de Woodstock en el club de cine de la Universidad de Essex (donde se proyectaba casi todas las semanas en el mismo repertorio junt a Easy Rider ). En el segundo puesto por lo que a pasarlo en grande se refiere, estaba el conducir hasta la costa de East Mersea («lejos de la opinión pública», como le gusta decir al autor de la Rock Gazetteer ), fumar hasta quedarse en la parra, tumbarse en la playa y hacer volar cometas. En algunos aspectos, el hippie original de la década de 1960 no era ni de lejos tan real como su modelo derivado de mediados de la década de 1970.

El efecto combinado de los diferentes bálsamos, aceites, resinas y hongos tendía a alejar a David y a Rick de la realidad, algo que preocupaba sobremanera a las personas encargadas de su educación. No obstante, desde mi posición, un año por debajo y con uniforme escolar, me parecían una pasada. Si me vieran tocar con ellos —y además la guitarra eléctrica— aunque solo fuera una vez, aunque fuera como invitado y de forma temporal, las cosas iban a cambiar.

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