Leopoldo José Prieto López - En torno al animal racional

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¿Qué rasgos biológicos, atípicos e inexplicables a la luz de la ciencia, determinan la especificidad humana? ¿Proporciona la antropología biológica datos suficientes para afirmar en un sentido filosófico, como es propio de su método, que el cuerpo humano es el correlato físico del espíritu que mora en el hombre?
Este libro reflexiona sobre cuestiones cultural y filosóficamente candentes. El lector que se acerque a esta obra descubrirá las posturas de los principales investigadores sobre el mundo animal y humano y verá, como ha sugerido el autor con atinada ironía, que la antropología biológica ha vuelto a encontrar al hombre, sacándolo del zoológico en el que lo había metido la ciencia del siglo xix.
Leopoldo José Prieto López (Granada, 1964) es profesor numerario de Filosofía en la Universidad Eclesiástica San Dámaso. Es también profesor de Filosofía en la Universidad Francisco de Vitoria. Licenciado en Derecho, Filosofía y Teología, y doctor en Filosofía por diversas universidades, es asimismo autor de diferentes libros y artículos científicos sobre historia del pensamiento e historia y filosofía de la ciencia.

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Nos hemos referido a la situación de confusión que reina en la cuestión hombre-animal. Pero existe también un sano interés hacia los animales y hacia aquello que el hombre comparte con ellos. No es algo nuevo. El viejo esquema de los grados de vida orgánica, a saber, vegetal, animal y racional, admitía con toda naturalidad que en el animal hay estratos de vida vegetativa, así como en el hombre se encuentran también los niveles vegetativo y sensitivo (o animal). La definición aristotélica del hombre como animal racional es inequívoca en este sentido. Lo primero que se desprende de tal afirmación —como se ha dicho recientemente—, y que muchas veces no se tiene en cuenta, es la animalidad. 3 Toda definición se compone de un género y de una diferencia específica. Pues bien, según el género común, el hombre es un animal, es decir, un viviente orgánico, que comparte con las plantas las funciones vegetativas (nutritiva y reproductiva) y con los animales las funciones propiamente sensitivas (sensorial, apetitiva y locomotriz). Pero el hombre se diferencia de los demás animales en su racionalidad . A lo común con plantas y animales, la vida orgánica vegetativa y sensitiva, la definición aristotélica de hombre añade lo específico u opositivo: la racionalidad. Ahora bien, lo opuesto presupone lo común, o, lo que es igual, la racionalidad humana presupone la vida sensitiva y vegetativa. En este sentido, es lógico proceder comparando al hombre con aquellos seres, los animales, que le son los más próximos, como han venido haciendo las antropologías biológicas en el siglo XX.

Es verdad que el esquema de los grados de la vida orgánica, al menos en lo que se refiere al estudio del ser humano, pronto olvidó la base (las dimensiones corporales y sensitivas) —no es ahora el momento de estudiar el porqué— y se limitó al estudio del vértice, la racionalidad. Pero a lo largo del siglo pasado se ha asistido a un interesante y prometedor cambio de orientación en la antropología . Las antropologías biológicas , que es de lo que se ocupa este libro, se han caracterizado por afrontar el estudio del ser humano desde una perspectiva que, aunque es propiamente filosófica, modifica profundamente la orientación de los precedentes estudios sobre el hombre. El cambio de perspectiva adoptado, que podría considerarse una suerte de revolución copernicana de la antropología , ha consistido en plantear el estudio del hombre centrando su atención inicialmente sobre el cuerpo humano.

La fecundidad de la nueva perspectiva queda inmediatamente acreditada ante todo con el descubrimiento en el cuerpo humano de una serie de rasgos físicos atípicos e inexplicables a la luz de la zoología. En virtud de dichos rasgos físicos, las antropologías biológicas afirman (en un sentido filosófico, naturalmente, como es propio de su método) que el cuerpo humano es el correlato físico de una psique racional . La ilimitada apertura de la razón humana a la realidad tiene su reflejo en la inadaptación morfológica del cuerpo humano, que aparece como un cuerpo abierto , es decir, carente de especialización (aunque por ello mismo más vulnerable físicamente), desvinculado del ambiente físico y libre de las ataduras que el medio ambiente impone a la morfología de cualquier animal. Asimismo, la ilimitada apertura de la voluntad (que es el fundamento profundo de la libertad) tiene una correspondencia análoga en la indeterminación física de la conducta humana. La voluntad se encuentra desasistida (o liberada, dependiendo de la perspectiva que se adopte) de los instintos animales , pero por ello mismo es capaz de conducir por sí misma, bajo la guía de la razón, todas las acciones de la vida humana. A la vista de ello, la diferencia entre el animal y el hombre no es pequeña. El animal es conducido por el instinto, que a su vez es puesto en movimiento por los excitadores orgánicos que reaccionan ante los estímulos del medio ambiente. El hombre, en cambio, se conduce por la razón, que propone motivos a la voluntad, que se gobierna a sí misma. Kant expresó la diferencia entre la conducta animal y humana en términos vigorosos: «El entendimiento propone motivos para omitir una acción; la sensibilidad, en cambio, estímulos para realizarla», añadiendo que «la obligación por motivos no se opone a la libertad, mientras que la constricción por estímulos le es completamente contraria». 4 En definitiva, las carencias humanas tanto de especialización morfológica como de instintos animales hacen del hombre un ser biológicamente anómalo y un animal indigente .

Ahora bien, el hecho de la inespecialización morfológica del cuerpo humano plantea serias dificultades a uno de los postulados centrales del darwinismo en relación con el hombre, a saber que este es el animal que se encuentra en la cima —por así decir— de la evolución. Si el hombre es un ser físicamente evolucionado (en el sentido darwinista) no lo vamos a decidir en estas líneas introductorias. Pero desde luego a la luz de los datos de la biología y de su interpretación por la antropología biológica, si se admite que el hombre es un ser evolucionado, hay que añadir inmediatamente después que en su evolución se ha comportado de un modo verdaderamente extraño. Por eso, si se quiere hablar de evolución en el caso del hombre, habría que decir que esta ha funcionado al revés, porque, en vez de procurar al hombre la adaptación al medio ambiente, la ha evitado. Al contrario que los demás animales, el ser humano parece haber rehuido de continuo la adaptación física. En este sentido, K. Lorenz ha dicho que el hombre está especializado en la inespecialización . Pues bien, esta huida de la adaptación funcional al medio ambiente constituye un serio desafío a las pretensiones de la reducción zoológica del ser humano. La naturaleza impone inexorablemente al animal la adaptación a un determinado medio ambiente, en el que debe inserirse para poder ser biológicamente viable.

* * *

Como se ha dicho antes, a lo largo del siglo XX se ha desarrollado un nuevo tipo de antropología filosófica que se puede llamar biológica . Esta escuela antropológica, si es lícito considerarla así, está particularmente relacionada con la fenomenología . De hecho, sus autores más importantes pertenecen también de alguna manera a la fenomenología.

Ciertamente, uno de los mayores méritos de la fenomenología ha sido el haber dado vida a la actual antropología filosófica , separándola de la clásica psicología racional , especialmente con la obra de Max Scheler, El puesto del hombre en el cosmos (1927). Desde el momento mismo de su nacimiento, esta nueva antropología filosófica se ha interesado constantemente por el estudio de lo específico humano frente al animal. En este sentido, algunos de los iniciadores de la antropología filosófica (M. Scheler, H. Plessner y A. Gehlen) son considerados justamente pioneros de la antropología biológica .

Las antropologías biológicas, como cualquier empresa humana, no han carecido de algunos defectos. El más obvio es un cierto tono antimetafísico, que comparte con la mayor parte de las corrientes de la antropología filosófica del siglo XX. Pero tienen algunos méritos considerables que dan un neto carácter positivo al balance general de esta nueva orientación antropológica y hacen verdaderamente interesante su estudio. Si en su gran mayoría las antropologías del siglo XX han negado la existencia de la naturaleza humana , un mérito sin duda no pequeño de las antropologías biológicas ha consistido en redescubrir y proponer de un modo nuevo el concepto de naturaleza humana , inducido en parte por contraste (o por oposición) con la naturaleza del animal. En este redescubrimiento de la naturaleza humana, estudiando las obvias diferencias físicas entre el hombre y los demás animales, las antropologías biológicas han puesto de manifiesto no solo los caracteres específicos del cuerpo humano frente al del animal, sino que, a la vista de los caracteres somáticos del ser humano, han llegado a la conclusión de que el cuerpo humano es un cuerpo atípico según las exigencias de la zoología. Este aspecto, conocido en realidad desde siempre, pero caído en olvido en los últimos siglos (probablemente por influjo del racionalismo y dualismo modernos), constituye una aportación de la antropología biológica de indudable valor. Se ha asistido así a una conquista paradójica: insistiendo en el estudio de los aspectos físicos del ser humano, han salido a la luz valiosas observaciones sobre la inteligencia, la voluntad, la racionalidad y, en definitiva, sobre el espíritu, sin el cual la criatura humana, dotada de un cuerpo de una anómala indigencia biológica, no habría logrado sobrevivir.

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