Andrea Abreu - Panza de burro

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"Reconozco que al principio, cuando
Panza de burro solo había crecido unos capitulitos, pensé que sería una novela sencilla y hermosa que abriría un
hachazo en esa tela de invernadero que parecía ocultar un imaginario y un mundo que debían ser mostrados. Más adelante, la grandeza del libro, la inteligencia y el
salvajismo de Andrea, su pulso poético y su falta total de miedo hicieron trizas la rafia, y quedó a la vista una plantación intrincada, dolorosa, inmensa, nada sencilla. Hice la primera edición en un salón de Lisboa, y creo que fue allí cuando me di cuenta de que el libro era mucho más grande de lo que imaginé. También, y esto es importante, sentí envidia.
Una envidia por la imposibilidad de escribir yo algo así".Sabina Urraca

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Esto es pa lluvia

La noche de San Juan mi abuela formó una fogalera gigante. La hizo en el medio de la güerta y tenía varios metros de altura. La noche de San Juan no se podía respirar, porque todo el mundo quemaba la yerba seca que había acumulado en el año. A la manta de nubes que normalmente estaba acechando sobre el barrio se le sumaba la humasera y ya todo era como una masa blanca y pesada que se pegaba a la piel. Del cielo llovían papeles y trozos de gomas de los coches. Estaban abuela, tío Ovidio, mi padre y mi madre. Desde la azotea de abuela se podía ver todo el barrio lleno de puntitos de fuego. Las aldoriñas estuvieron toda la tarde volando arrebatadas, chillando, mientras abuela y papi echaban los escombros que habían sobrado de construir cosas durante el año y toda la yerba que habían arrancado. Esto es pa lluvia, decía todo el tiempo tío Ovidio mirándolas volar descontroladas, esto es pa lluvia.

La fogalera que hicieron tenía un muñeco en el centro con los ojos pintados con rotulador y una gorra de la ferretería Los Dos Caminos. Papi cogió un palo viejo de fregona y le puso una ropa que antes era de abuelo: una camisa de rayas azules y blancas con un bolsillo grande, que a él le quedaba estrecha y que recuerdo que se le veía la barriga por fuera, redonda y grande como un bimbo, y unos pantalones de pinza negros que también eran de él. Cuando vi la ropa que le habían escogido me entró miedo, me entró miedo de si un día abuelo quería dejar a la alemana y volvía pa cas abuela y le daba por buscar la ropa esa.

Ya cuando el cuerpo del muñeco era pura ceniza, empezaron a caer las primeras gotas. La lluvia de verano me daba mucha agonía. Al principio fue el sereno, y después las barranqueras de agua bajando por la carretera, los charcos dentro de los surcos. Abuela tenía las papas al fuego. Nos fuimos corriendo de la güerta ya cuando el agua había apagado las últimas llamitas. Mientras corría sentí que, aunque Isora y yo nos habíamos prometido que íbamos a hacer lo posible por conseguir que nos llevaran a la playa, eso no iba a pasar. Ese verano todo el mundo estaba trabajando mucho. Mi padre decía que se estaban montando en el dólar y que por eso iba pal Sur hasta los domingos. Entramos en cas abuela. Había piñas asadas y mojo cilantro. Nos comimos las papas chineguas que habían cogido a principios de junio, cuando yo todavía estaba en el colegio. No me tocó cogerlas a mí porque el domingo que lo hicieron yo tenía que hacer un trabajo en una cartulina con Isora. No me gustaba nada coger papas. Había que levantarse temprano, ponerse los tenis y la ropa viejos. Pasábamos toda la mañana agachadas, abuela y yo y mi madre si no estaba limpiando casas rurales, cogiendo las papas detrás de mi padre y mis tíos, que las iban cavando. Abuela y yo teníamos que escogerlas a medida que avanzábamos y las poníamos en cubetas según si eran pequeñas o grandes. Papi siempre decía que yo tenía la sangre muerta, que tenía la sangre muerta porque me gastaba más pacencia que un ministro. Con las papas, a mí me dolía mucho la espalda y los mocos de las narices se me ponían negros que parecían piche. Lo único que me hacía sentir bien era sacármelos y darles forma de redondel con los dedos, estar sola con mis mocos negros, lejos de las papas y las cubetas.

Cuando terminamos de comer, fui al mueble de la cocina de abuela y cogí la tableta de chocolate La Candelaria. Partí un trozo con los dedos y me puse a raspar los dientes contra el chocolate como un ratonito entristecido. Pensé en Isora, en si estaría también comiendo piñas asadas con la abuela y la tía, en si estaría pensando en la playa con tanta agonía como yo lo estaba haciendo. Me acerqué al cuarto de la tele y levanté el teléfono. Marqué el número de Chela. Shit, qué estás haciendo?, dijo Isora. Estoy aburrida porque ya se acabó el fuego. Mañana voy temprano pa tu casa?, le pregunté. Vale, shit. Trae el bañador que a lo mejor alguien nos lleva pa la playa.

Me acosté temprano pa ponerme a pensar en la playa. La última vez que fui era porque mi padre quería ir a pescar y mi madre y yo lo acompañamos. Fuimos a la Punta de Teno, era Semana Santa y hacía mucha ventolera, pero me bañé igual. Mi madre se puso encima de un risco a vigilarme porque, como decía abuela, la mar es el demonio y la niña no se defiende nadando, mientras comía pipas y miraba revistas de decoración de casas estilo rústico y revistas de punto cruz. La marea estaba alta. Pegadito a la orilla, yo metía la cabeza pal fondo, agarraba puñados de piedritas y los intentaba sacar afuera. Cuando las sacaba a la superficie ya casi no me quedaba nada en las manos. Una de las veces dentro del puño me salió un burgado vacío que parecía una luna gastada brillando.

Cremita, cremita por el cuello

Nos pasamos toda la mañana preguntándole a la gente si nos llevaba pa San Marcos, pero nadie podía. Las viejas eran las únicas que parecía que querían acompañarnos porque estaban que no cagaban con Isora, pero ellas no tenían coche ni sabían conducir y la verdad no nos iban a acompañar caminando por la carretera porque eran casi tres horas de camino y la vereda era muy estrecha, los coches pasaban muy pegado. Pensamos en ir solas. Isora cogió las cosas y las metió dentro de una maleta: la tualla, la crema, los bañadores y unos bocadillos de chorizo revilla y queso. Desde el mostrador Chela nos escuchó los escorrozos en la parte de abajo de la venta porque Isora estaba buscando los tenis viejos y vino corriendo pabajo. Pa dónde carajos van ustedes quisiera saber yo. Pa la playa, bitch, le dijo Isora. Y Chela se quitó la chola de levantar pa lanzársela a la cabeza gritando pa la playa te voy a mandar yo volando, cachopuuuta! Yo me pegué a una de las estanterías donde estaban colocados los jugos lybis llenos de polvo y telas de araña. Isora se escondió detrás de las neveras de los congelados corriendo y empezó a repetir por lo bajito foquin bitch, foquin bitch, ojalás te mueras. Cheee, que está aquí esperando el hombre los duuulces, muchaaacha!, gritó una voz de vieja desde la puerta de la venta. Chela salió escopetada parriba con la chola todavía en la mano. Iso, que ya se fue tu abuela parriba, sal pafuera, le dije despegando la espalda de la estantería. Lo volví a repetir y esperé, pero seguía sin salir de detrás de las neveras. Me senté encima de una caja plástica en una esquinita del cuarto y esperé de nuevo. En un momento me pareció que se había dejado dormir, o que se estaba estregando porque respiraba muy fuerte, pero no me atreví a mirar, me dio miedito no sé por qué. Una horita después salió arrastrándose de detrás de las neveras, arrastrándose como una lagarta envenenada, y me dijo shit, acompáñame al baño, que me estoy cagando viva. Y le vi los ojos enchopados, los ojos enchopados de haber estado llorando.

Comimos en cas abuela. Comimos coditos fritos, papas guisadas y mojo rojo. El mojo de abuela era aguachento, porque le echaba agua del aljibe. Cuando ella era pequeña había escasez de aceite y ya de manía lo seguía haciendo. También comimos gofio amasado. Abuela lo ponía dentro de un plato hondo y nosotras lo íbamos cogiendo y haciendo pelotas y lo pasábamos por el mojo aguado. Nos dejaba comerlo todo con las manos, decía que con las manos era más sabroso. Chela, cuando nos veía hacerlo, nos gritaba que éramos unas cochinas, que cómo mi abuela nos dejaba hacer esa jediondada. Y yo notaba cómo decía «tu abuela» con resentimiento. Ella sabía que abuela nos trataba a la papita suave. Cuando terminamos de comer, Isora dijo que se le había ocurrido que podíamos hacer que el canal era la playa San Marcos.

Al salir de a cas abuela, cogimos unos sombreros de ir a la güerta de tío Ovidio y nos fuimos a buscar a Juanita Banana para que fuese con nosotras a la playa inventada del canal a hacer machangadas. Juanita Banana era un niño que vivía al lado de mi casa y lloraba si lo llamaban por el nombrete. Isora gritó su nombre y Juanita Banana salió por el balcón con un bocadillo de lomo y huevo en la mano. Juanito, ven con nosotras que vamos a hacer que el canal es una playa y que criticamos la celulitis de las mujeres. No puedo, respondió, mi madre me mandó a arrancar la yerba. Juanita muy pocas veces podía ir a jugar porque tenía que arrancar la yerba o echar de comer a los animales o podar la viña o baldear los patios o lavar los coches o la minimoto del hermano. Su padre quería que trabajase. A Juanita no le gustaba estudiar y el padre le decía que lo iba a mandar a los tomates como no estudiase y yo a veces sospechaba que aquello no era solo una amenaza y que de verdad el padre quería que se fuese ya pa los tomates desde chiquitito. Me lo imaginaba ya de viejo, con la cabeza calva por el centro, con la cabeza como una güerta quemada. Y con la barba, la barba con algunos pelos blancos. Él mayor con los tomates en las manos y los otros hombres llamándolo Juanita Banana esto, Juanita Banana lo otro, y a él triste, triste y acordándose de cuando era chico y jugaba con nosotras a las barbis y a los ken y nos decía con la barbi: holachicassoychaxiraxiysoymuyguapa.

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